10
El señor Gibson se retiró a la intimidad de
su propio cerebro a hacer planes.
Aquella misteriosa pena de Rosemary era
intolerable. Por lo tanto lo primero que tenía que hacer era
descubrir qué era lo que la preocupaba. Después, procuraría que lo
que le preocupaba dejara de hacerlo. Se sintió mucho mejor cuando
vio que era el camino que debía seguir, clara e
imperiosamente.
Había decidido, sin embargo, que no
obtendría esta información de Ethel, aunque, curiosamente, estaba
casi seguro de que Ethel sabía lo que pasaba, pues reconocía que
era inteligente y estaba mucho más alerta que él. Pero no.
Descubriría lo que le pasaba a Rosemary de la forma más sencilla.
Se lo preguntaría a ella, pero lo haría en privado.
Muy bien, pues. Esa misma noche iba a luchar
por romper la rutina diaria. Cuando Ethel dijera que era la hora de
acostarse, como lo hacía tan a menudo (al llegar la noche, y no
tener compañía, estando el mundo tranquilo), no le permitiría que
le «arropara», costumbre que ella conservaba, aunque él ya no
necesitaba a nadie que le ayudara a acostarse. Le diría a Ethel que
se fuera a la cama, pero le pediría a Rosemary que se quedara. Le
diría a Ethel: «Ethel, quiero hablar con Rosemary a solas, ¿te
importa?»
Ella no podría decir que sí le importaba.
¿Por qué iba a importarle? Sería tan sencillo... Mientras se estaba
diciendo esas cosas a sí mismo, el señor Gibson estaba Imaginando
la escena. Vio a Ethel sonreír... con aquella expresión suya
inteligente, indulgente y bastante divertida, que esbozaría al
tiempo que asentiría y diría «Claro que no me importa», y él sabía
que no sería capaz de llegar a esa situación.
Pondría la misma expresión que aquella
muchacha había puesto en el hospital. ¿Por qué resultaba tan
gracioso e incluso un poco divertido que quisiera tanto a su mujer?
Vamos, era ridículo ser así de sensible. Bueno, entonces actuaría.
Y cuando estuvieran solos, ¿cómo podría acercarse a Rosemary y
recobrar su confianza?
Volvió cojeando al cuarto de estar después
de la comida, ocupado en darle vueltas en la cabeza a las palabras
que podría decir; lo amable que debería mostrarse, pero sin dejar
de ser insistente. Era la hora de su siesta, pero hoy no se iría
inmediatamente a su estudio-dormitorio a cerrar ventanas y echarse
tranquilamente en la cama el tiempo de costumbre. Hoy se quedaría
de pie mirando por la ventana que daba al levante, a través de la
entrada de coches. Mirando, pero sin ver, el torso desnudo de Paul
Townsend, inclinado y moviéndose al borde del jardín trasero
haciendo alguna actividad de jardinería, a la que dedicaba
apasionadamente sus días de vacaciones.
Podía oír las voces de las mujeres en la
cocina, pero no les prestaba atención. Sabía que Violette estaba
planchando y que Rosemary y Ethel estaban fregando los platos, como
de costumbre.
Se quedó allí en la niebla de la rutina,
tramando cómo podría romperla, cuando oyó la voz de Rosemary
elevarse de repente con pasión y rebeldía. Sólo oyó la emoción que
ponía en sus palabras, no el sentido de lo que estaba
diciendo.
Entonces la puerta de la cocina se abrió de
repente. Vio a Paul Townsend enderezarse y levantar la cabeza. Vio
a Rosemary salir tropezando, despacio y distraída, a la parte del
escenario que él podía ver.
Vio a Paul dejar caer su escardador de largo
mango e ir rápidamente hacia ella.
Vio que Rosemary lloraba
desesperadamente.
Vio a Paul alzar los brazos.
La vio a ella lanzándose, como si fuera
imposible evitarlo, en su abrazo.
El señor Gibson volvió la cabeza y se fue.
No podía ver nada. El cuarto de estar estaba oscuro, oscuro como la
noche para sus ojos que venían de la luz. Debió de hacer algún
ruido, pues oyó que Ethel decía «¿Qué ocurre?». Supo que ella
estaba allí, en la habitación, y supo también que se había acercado
a mirar brevemente por la ventana detrás de él, antes de sentir que
le ponía su enérgica mano en el codo.
Le condujo hasta su propia habitación...
pues se sentía tan alterado que necesitaba que le guiaran. Pero
después de un minuto o dos se aclaró la mirada del señor Gibson y
se sintió muy tranquilo y extraordinariamente libre. Se sentó en su
silla de cuero y dejó el bastón cuidadosamente en el suelo.
—¿Qué le has dicho para hacerla llorar de
esa forma? —preguntó tranquilamente.
Ethel apretó los labios durante un
segundo.
—No importa, querido, no importa —dijo ella
dulcemente—. Sólo es que Rosemary insiste en interpretar mal una
advertencia mía perfectamente simple. Ella creyó que yo quería
regañarla... como si yo fuera a hacerlo. Claro que es algo
emocional... —Ethel le tocó la rodilla—. ¡Oh, Ken!, siendo que
hayamos visto lo que vimos. No creo que eso signifique mucho.
Todavía no.
—¿Todavía? —dijo bruscamente.
Su hermana dio un suspiro que le salió desde
lo más profundo.
—Ken, siento decirte eso, pero has sido tan
loco...
—¿Yo? Pero si lo que yo quería hacer...
—organizó sus pensamientos dolorosamente (rechazó la frase «en
primer lugar»)— era lograr que ella se pusiera bien —terminó
diciendo.
—Y lo has conseguido, estoy segura —dijo
Ethel, mirándole amablemente—. ¡Pero no pensaste nunca en el
futuro!
No te diste cuenta de que Rosemary, bueno,
no sería ya la misma chica.
—Ya lo sé.
—Es joven, por lo menos en relación...
—Ya lo sé, eso ya lo sé.
—Cuando estaba tan enferma, se sentía vieja.
Pero no lo es, y ya no se siente vieja.
Al señor Gibson le ofendió la simplicidad
infantil de aquello,
—Ya lo sé —repitió.
—Pero lo que fue una locura, mi pobre
Ken..., fue traerla aquí, al lado de un hombre semejante. ¡Un
hombre que incluso comparte una afición con ella! Prácticamente lo
has arreglado todo para que esto llegara a suceder, ¿sabes?
El señor Gibson no podía asimilar sus nuevos
pensamientos. Ideas de este estilo nunca se habían acercado antes a
ningún lugar de su mente. ¡Rosemary y Paul!
—¿Entonces ellos... ellos...?
—Son amigos. Pero, mira, Ken, Rosemary es
una buena chica y te adora, pero es más joven.
(Ya lo sé, gritó el señor Gibson en su
interior.)
—Y él tiene exactamente la edad apropiada
para ella, y es un hombre muy atractivo. Creo que yo hubiera podido
pronosticarlo —dijo Ethel tristemente.
El señor Gibson se quedó sentado analizando
aquella locura. ¿Había sido una locura alquilar aquella casa? El
nunca lo hubiera supuesto. Ideas de esa clase nunca se le habían
pasado por la imaginación.
—Como todos los hombres guapos —continuó
diciendo Ethel—, está un poco malcriado, supongo. Es descuidado. No
ha tenido el autocontrol de no mostrarse encantador. No puede
evitar emanar ese magnetismo físico. Pobre Rosemary. No debes
culparla tampoco a ella. No existe culpa. Ella no podía saber cómo
la iban a persuadir. El cuerpo manda. Estas cosas realmente no se
pueden controlar. Querido, debéis mudaros en seguida.
Pero el señor Gibson estaba contemplando su
crimen.
Al fin y al cabo él la había engañado. No
había hecho caso cuando pronosticó esto. (Sí, ¡lo había previsto!,
ahora lo recordaba..., aunque lo había hecho de una forma demasiado
ligera, egoísta y deleitándose locamente, lo había olvidado todo.)
Naturalmente, no podía culpar a Rosemary.
—No la culpo —dijo en voz alta.
—La culpabilidad no existe —insistió Ethel
amablemente—. Una vez que se ha entendido. Simplemente ella no ha
podido evitarlo.
—Debe haber sido... —podía imaginarse el
sufrimiento de Rosemary—. Pero Paul...
—Francamente —dijo Ethel como si no lo
hubiera sido siempre—, no sé hasta qué punto se sentirá atraído por
Rosemary. Ella no es hermosa, claro, pero tiene un aspecto muy
agradable y es una señora. Además, está tan cerca. La proximidad
tiene tanta fuerza.
Con gran tristeza el señor Gibson pensó para
sí mismo que así era. No le cabía la menor duda de que Paul se
sentía atraído hacia ella.
—Desde ese punto de vista —dijo Ethel
bruscamente— existe el problema de la hija, como yo digo. ¡Oh!, ya
he visto a Jeanie observando a Rosemary.
El señor Gibson también lo había visto,
ahora que pensaba en ello. Jeanie era bastante tranquila. Se
sentaba quietecita en una habitación observando a todo el
mundo.
—Está también la vieja —continuó diciendo
Ethel—, Paul no está en situación de lanzarse alegremente a...,
bueno, llamémosle romance. Múdate, Ken, Rosemary es básicamente
leal. Puede que no sea demasiado tarde.
—Sí, lo es —dijo él. Se había acordado de
algo que le había sorprendido en su momento, Rosemary estaba de pie
en el cuarto de estar, diciendo tan apasionadamente «...nunca creí
que se pudiera disfrutar tanto...», y ¿no fue, precisamente después
de la primera velada que había pasado en compañía de Paul
Townsend?
Suponía que habrían sentido una atracción
mutua, incluso entonces. ¡Oh!, había sido inevitable. Se veía a sí
mismo viejo y además ahora cojo.
—Tú deseas conservarla —dijo Ethel—. Sé que
la quieres mucho y Rosemary está profundamente...
—La quiero mucho —le cortó tristemente,
impidiendo así que ella dijera la detestable palabra «agradecida»
antes de que pudiera herirle los oídos, una vez más—. Pero no tengo
intención de..., ¿cómo diría yo?... cobrar por los servicios
prestados.
—Eres muy listo.
—Especialmente —dijo él con mucha
afectación— puesto que discutimos la posibilidad del divorcio antes
de la boda.
—Entonces estoy muy contenta —Ethel suspiró
y su rostro se iluminó—. ¿Entonces ella sabe que puede ser libre si
eso fuera lo mejor? Bueno..., esto arroja otra luz diferente al
problema. Tú y yo podemos arreglarnos —añadió pensativamente.
—Sí.
—No es mala solución. Tenemos nuestro
trabajo. Estaremos muy a gusto, fuera de la lucha diaria. Hay que
prepararse la vejez, Ken, porque ya no somos unos niños. Tal vez
debamos permanecer juntos.
—Tal vez tengas razón.
—Pero aquí no, naturalmente.
—No.
—Si Rosemary y Paul Townsend se
casaran...
—No —dijo tratando de dominar el
estremecimiento que amenazaba con destruir por completo su
serenidad—. Ciertamente, aquí no.
—No debemos precipitarnos, sin embargo
—aconsejó Ethel—. Si Paul no... Es decir, si la cosa sólo es de un
lado, Rosemary puede necesitarnos.
—Ella necesita verse libre de su compromiso
—dijo bruscamente—. O de otra forma, ¿cómo podría ella saber con
seguridad...?
—Tienes mucha razón —dijo Ethel
cálidamente—. Y si tú eres generoso y Rosemary respetable, como
estoy segura de que lo es, entonces no habrá problemas.
(El sabía que había un pequeño problema por
su parte. Pero ya se encargaría de eso.)
—Algún día volverá a ti —dijo Ethel—. Cuando
encuentre el valor. No puedo decirte lo tranquila que me encuentro
querido, al saber que aceptas esto con los ojos abiertos. He estado
un poco preocupada por ti. Un romance tardío puede ser destructor
para un soltero de nacimiento como tú. ¿Bueno, y ahora por qué no
te acuestas un poco?
—Será lo mejor —mintió el señor Gibson
valientemente.
Se tumbó encima de la cama. No podía
soportar imaginarse el dilema, desde el punto de vista de Rosemary.
Intentaba imaginarse su vejez.
Pero en otro nivel, el plan que se había
trazado le golpeaba en la mente. Primero tenía que averiguar qué
era lo que preocupaba a Rosemary. Después procuraría que dejara de
preocuparla.
¿Qué es el amor?, pensó finalmente con un
gran malestar que le invadía y un sentimiento sordo de certeza.
¿Qué le atrae a ella de mí? No es mi aspecto físico. Soy un viejo
cojo. Un monstruo que cojea. El hecho es que tengo su amor, por
poco que sea. Ella está encariñada conmigo. Pero mi amor debe
hacerla libre.
Estuvo allí tumbado más de una hora hasta
que recordó, con un ligero sobresalto de desaliento en el cerebro
que Paul Townsend era un católico practicante, y el señor Gibson no
estaba muy seguro de que el divorcio fuera suficiente.