1
El hombre alto encendió la luz.
—No tardaré ni un minuto —dijo.
El más bajo echó un vistazo a la habitación
que era un laboratorio.
Caminó despacio para observar un aparato muy
raro.
—Está aquí, en alguna parte —dijo Paul
Townsend, levantando y quitando papeles de la mesa, y abriendo el
cajón superior de la izquierda—. Es una carta que iba a echar. Se
me ha olvidado, simplemente. Bueno, ¿dónde...? —era un hombre de
aspecto formidable, un metro ochenta, y a sus treinta y siete años
estaba en la flor de la vida. Mostraba un gesto inquieto en su
atractivo rostro.
—No se preocupe —dijo el señor Gibson, que
era más viejo, y que desde luego no tenía ninguna prisa y al que
además le gustaba curiosear—. ¿Qué es todo esto?
—¡Ah!... —Paul Townsend encontró la carta—.
Ya la he encontrado. ¿Eso? Eso es veneno.
—¿Qué hace usted? ¿Los colecciona? —el señor
Gibson se puso a mirar una serie de botellines de base cuadrada que
se alineaban pegados los unos a los otros en doble fila. Todos
perfectamente etiquetados detrás de la puerta de cristal de una
vitrina.
—Gran parte del material que empleamos es
venenoso, al parecer —le dijo Paul Townsend—. Por eso lo mejor es
tenerlo bajo llave —se acercó, agitando la carta entre los dedos.
El también se puso a mirar—. Seguro, resulta toda una
colección.
—Parece el especiero de un gourmet —dijo el
señor Gibson, con admiración—. ¿Para qué valen?
—Para varias cosas.
—Nunca he oído hablar del noventa y nueve
por ciento de ellos.
—Bueno... —dijo Paul Townsend, en tono
comprensivo.
—Muerte y destrucción en pequeñas dosis
—murmuró el señor Gibson. Puso el dedo índice sobre la puerta de
cristal (recordó fugazmente haber sido alguna vez un niño señalando
con el dedo, como ahora, el escaparate de una tienda de dulces)—.
¿Cuál me aconsejaría usted?
—¿Qué? —exclamó Townsend, moviendo sus
largas pestañas.
El señor Gibson sonrió, formándosele
delicadas, líneas en las comisuras de los ojos como diminutas colas
de pavo real.
—Lo estoy considerando desde el punto de
vista poético —dijo extravagantemente—, un par de docenas de
botellas mortales. No puedo pensar de la misma forma que usted. Doy
clase de literatura poética, ¿sabe? —se rió de sí mismo con buen
humor y recitó—: «Para morir en la noche, sin dolor...»
—¡Oh! —dijo Townsend, un poco
estúpidamente—. Bueno, si lo que quiere decir es que cuál de ellos
le dejaría fuera de combate de forma fácil y rápida, coja
éste.
—¿Este? —el señor Gibson no podía entender
la palabra polisílaba que mostraba la etiqueta y a la que señalaba
en ese momento su anfitrión. Le parecía que debía de ser imposible
de pronunciar por una lengua humana. El número de la etiqueta era
el 333, que era sencillo y fácil de recordar.
—¿Qué me haría?
—Simplemente, le mataría —dijo Paul
Townsend—. No huele, ni sabe a nada.
—Ni tiene color —murmuró el otro.
—No duele.
—¿Cómo lo sabe? —el señor Gibson tenía unos
bonitos ojos grises que brillaban con inteligente curiosidad.
Townsend parpadeó otra vez.
—¿Saber el qué?
—¿Que no duele? ¿O que no sabe a nada? El
tipo queda fuera de combate, como usted dice. No se le puede
preguntar, ¿verdad?
—Bueno, yo... creo que, simplemente, no le
da tiempo a sentir dolor —dijo Townsend, un poco a disgusto.
—¡Menudo sitio! —exclamó Gibson, echando una
última mirada a la habitación.
Townsend tenía la mano en el
interruptor.
—Espere un momento —se estremeció. Era como
un ama de casa que recibe un visitante inesperado y encuentra
desordenadas todas las cosas—. Veo que hay algo que debería estar
guardado. Puede que no le matara, pero... ¿Quién habrá dejado esto
fuera? ¿Le importaría volverse un momento, por favor?
—¿Volverme? Oh, no, en absoluto —el señor
Gibson se volvió de espaldas cortésmente y se quedó mirando a un
armario lleno de tubos y probetas que había en la pared de
enfrente. La puerta del armario era de cristal, y resultaba un buen
espejo, si uno seleccionaba con la mente sólo lo que se reflejaba
en él, aislándolo de todo lo demás que veía. Por lo tanto, el señor
Gibson observó vagamente a Paul Townsend tomar una pequeña lata de
algo de encima de una mesa, sacar una llave de un escondite, poner
la lata dentro del armario de los venenos, volver a cerrar la
puerta y esconder la llave otra vez.
—Ya está —dijo Townsend—; lo siento, pero me
gusta ser muy cuidadoso.
—Claro —replicó el señor Gibson suavemente.
No se le iba a ocurrir contarle a sus amistades que ahora sabía muy
bien dónde estaba escondida la llave. Este Townsend era un muchacho
muy simpático, con el que coincidió a la hora de comer en el mismo
restaurante, fuera del recinto de la Universidad, y que se ofreció
a llevar al señor Gibson a casa en su fría noche de enero. No es
necesario explicar que el señor Gibson no quería molestarle. Y
seguramente aquello no tendría importancia.
En lugar de esto empezó a meditar acerca de
los venenos. ¿Por qué se habrán creado sustancias que el hombre no
debe comer? El fuego, el agua, el aire... todas eran buenas para el
hombre..., sin embargo, si se empleaban en gran cantidad, en
exceso, o fuera de lugar, podían destruirle. ¿Era posible que
también los venenos tuvieran cada uno su medida? ¿Eran también
buenos, usados en la cantidad, sitio y tiempo adecuados? ¿Tal vez
en cantidades mínimas? ¿Consistiría todo en descubrir el cómo,
cuánto, dónde o cuándo?
—¿Para qué sirve el número trescientos
treinta y tres? —preguntó cuando salían del edificio.
—No se sabe todavía —explicó Townsend
amablemente.
—Pero no sería una mala forma de
morir.
El señor Gibson no se quería morir. Se
olvidó de ello y miró a la luna.
—Hace una noche divina, tranquila y libre...
—murmuró.
—Una noche agradable —coincidió Townsend—.
Un poco fresca. Voy a dejarle ya. Gracias por esperarme. Ahora me
iré a casa.
—No olvide echar la carta —le dijo el señor
Gibson con amable voz—. Hay un buzón en la esquina de mi
casa.
Era el cumpleaños del señor Gibson. EL
Lógicamente no lo había mencionado, cumplía cincuenta y cinco
años.
Le dio las gracias y las buenas noches y
subió un piso, hasta su amplia habitación, única. Encendió la luz,
se quitó los zapatos, puso el tabaco a mano, escogió un libro. Era
soltero.
Se estaba a gusto allí. Desde el punto de
vista de un hombre era agradable. Era un pequeño remanso, y allí
Kenneth Gibson se sentía satisfecho. A él le parecía que su vida
había transcurrido en una serie de pequeños remansos. Nunca había
respirado la tremenda turbulencia de las corrientes centrales sino
que, como una hoja tranquila y dócil, había ido deslizándose por
las orillas de la corriente, quedando atrapado y detenido en esta o
aquella pequeña parada, luego sacada de allí, sólo para ser
conducida de una a otra orilla hasta que llegó navegando a esta
ribera especialmente tranquila, donde no había tormentas,
solamente, de vez en cuando, unas olas más o menos apacibles.
Le gustaba su trabajo y la vida que llevaba.
Tenía la sensación de que transcurría muy de prisa. Si pasaba otros
diez o veinte años viviendo tranquilamente, no se le harían muy
largos. No era un hombre emprendedor, ni poseído por la
ambición.
Cuatro semanas después de su cincuenta y
cinco cumpleaños, el señor Gibson asistió a un funeral. Allí
conoció a una mujer joven llamada Rosemary James.
Era el viejo profesor James el que había
entregado su alma. Toda la Facultad acudió al funeral. Llevaba ocho
años retirado y padecía una locura irascible. Pero hubo un tiempo
en el que había pertenecido a la Facultad y por lo tanto debía
tener un funeral bien organizado.
Y así fue anunciado.
Otros miembros del claustro también
conocieron aquel día a su hija Rosemary por primera vez. Pero
Kenneth Gibson la conoció más significativamente debido a que él
tenía una cualidad que él estimaba como una debilidad. Tenía el don
o el defecto de sufrir por los demás.
Él lo consideraba como una sensibilidad
defectuosa. Pero había aprendido, durante cincuenta y cinco años, a
manejarla bastante bien. Esto le había herido mucho durante la
primera guerra mundial.
Como había nacido durante el primer mes del
siglo, tenía por lo tanto dieciocho años en 1918. Había crecido en
una pequeña ciudad de Indiana, un remanso, con un padre que tenía
una ferretería y que era un hombre jovial e indiscreto, y una madre
llamada Maureen (Grady) que era una mujercita con una mente
imaginativa. Fue a la guerra directamente desde la escuela
secundaria del pueblo, porque pensaron que era lo más apropiado que
se podía hacer en aquel momento.
Era joven, de cuerpo y musculatura macizas,
apuesto y pulcro, ya que Kenneth Gibson tenía desde niño el don
natural de esas personas que parece que están siempre recién
lavadas y peinadas. Incluso entonces sentía ya una inclinación
evidente por el papel y la pluma. Pasó la guerra como oficinista,
vestido con los bombachos y polainas propios del momento. Alegre,
dispuesto y meticuloso, resultó ser un buen escribiente. Pero
aunque llenaba el papel con tinta en unos lugares que no carecían
de cierto peligro, nunca entró, de hecho, en combate. Así, cuando
todo acabó, nadie podía suponer que aquel tipo estaba completamente
aturdido por el horror. Nadie supo nunca cómo su alma,
esencialmente delicada, estaba lacerada por los secretos de las
matanzas que había tenido que soportar.
En aquellos días, nadie hubiera admitido que
las heridas de su mente fueran comprensibles o importantes. Se
habían experimentado demasiados horrores. El sólo había sido capaz
de imaginarlos.
Sin decir nada, buscó asilo y remedio para
sus males en los libros. Fue a la universidad. No se inflamó con la
pasión de la juventud de la época porque era más mayor y se
encontraba descolgado de sus compañeros de clase. Además estaba
ocupado, tratando de curar sus invisibles heridas a su
manera.
Su padre murió el año que se graduó. Su
madre quedó en una situación económica apurada. Kenneth la ayudó
pero sin que ella abandonara su casa. No se la llevó con él porque
sabía que aquello no sería agradable para ella. Pero cargó con el
peso de mantenerla. Nunca se le ocurrió pensar, mientras trabajaba
en un puesto de enseñanza pésimamente remunerado, que el enviar
dinero a su madre, e incluso ayudar al mismo tiempo a su hermana
menor Ethel, que estudiaba en la universidad, fuera ningún
sacrificio. Simplemente, la pareció que su propia vida, como él la
veía, había llegado a uno de aquellos remansos. Trabajar como
escribiente en la guerra también debió parecerle lo mismo. Trabajar
de maestro teniendo a su cargo las responsabilidades de la familia
era sólo otro más. Tenía que seguir su línea de conducta. Debía
hacerlo. No disfrutó de los días locos de la juventud.
Su madre murió en 1932, después de una
costosa enfermedad, y él llevó luto por ella, pero la Depresión ya
estaba presente y quienquiera que fuera el que había evitado que le
expulsaran de su trabajo mientras su madre vivía, dejó de
evitarlo.
Ethel, que era ocho años más joven que él,
ya se había graduado naturalmente, y como ganaba dinero, le ayudó
porque ella también tenía sentido de la responsabilidad y era digna
de confianza. Contrajo grandes deudas mientras luchaba por
conseguir algún empleo durante aquellos días difíciles.
Cuando, al final, encontró otro modesto
puesto de enseñanza, llegó a aquel remanso con gratitud. Tuvo que
trabajar mucho para pagar sus deudas y pasar años de escasez, pero
lo hizo. Aprendió a disfrutar al ver cómo se desprendía de sus
viejas necesidades, según las iba satisfaciendo. Cuando finalmente
se vio libre de aquello y empezó a prosperar modestamente, el mundo
estaba ya inmerso en los tensos meses que sucedieron a
Munich.
Entonces ya tenía treinta y siete años y
estaba soltero. Naturalmente. Nunca había tenido nada propio que
ofrecerle a una mujer. Seguridad, prestigio. Cualquier cosa. Antes
de que se decidiera a arriesgarse a cualquier tipo de atadura con
una mujer, llegó 1941 y se fue a la guerra por segunda vez.
Naturalmente, trabajó como oficinista. Por
su experiencia se sentía a gusto frente a los papeles. Pasó los
años de la guerra en una oficina, en un remanso —soportándolo y
realmente contento por ello— ya que su alma aún podía estremecerse.
Pero nunca llegó a entender completamente cuál era la importancia
de lo que estaba haciendo allí.
Solamente sabía que alguien consideraba que
era su deber, y por lo tanto lo hizo.
En 1945 salió de todo esto y se encontró con
su hermana Ethel en Nueva York y se dijeron adiós. Ethel, su único
pariente, tampoco había llegado a casarse. (¿Tendría esto algo que
ver con su madre y su padre?) Era una mujer madura —que se las
arreglaba bastante bien— de treinta y siete años. Ethel nunca fue
una belleza, pero era lista y trabajadora y estaba bien establecida
con un buen empleo. Ethel no le necesitaba. De hecho, le asustaba
un poco en aquellos momentos, debido a su facilidad para moverse en
el turbulento mundo de los negocios, su brusco valor y su perfecta
independencia.
La admiraba mucho por todo ello, pero se
despidió de ella con afecto y sin tristeza y se fue a California a
desempeñar un puesto en el Departamento de Inglés de una pequeña
facultad de artes liberales, en una pequeña ciudad que crecía y se
extendía sobre un soleado valle.
Allí, durante diez años, sin ver ni una sola
vez a su único pariente, enseñó literatura poética —a jugadores de
fútbol, coeducandas, y toda clase de gente joven— con una especie
de supremacía moral. Era evidente que Kenneth Gibson no era un
bohemio infeliz con ojos salvajes e ideas rebeldes y, obviamente,
tampoco era un asceta suave mirando a la burguesía desde la atalaya
de su altiva nariz. Era, con bastante evidencia, un agradable y
honrado hombrecillo, prudente y bajito, medía un metro cincuenta,
que seguía siendo fuerte y robusto, que no aparentaba en absoluto
la edad que tenía, aunque entre su pelo rubio había blancas hebras
disimuladas. Era un hombre muy respetable, con bonitos ojos grises
y una boca agradable que a menudo lucía un toque de humor.
Conquistó a los jóvenes por el hecho de que
este hombre parecía tomarse el tema realmente en serio. Consiguió
que les importara también a ellos mismos y que vieran entonces que
merecía la pena.
Es decir, hacía bien su trabajo, pues
lograba muy a menudo comunicarles su propia convicción de que la
poesía no era necesariamente afeminada..., lo cual era un logro
mayor de lo que él pensaba, dada la fama que la poesía tiene hoy en
día.
Tenía sus libros, sus amistades, su soledad,
su trabajo, su habitación confortable y la belleza de los árboles,
la grandeza del cielo, la línea que formaban las montañas en el
horizonte, y la música del pensamiento de los clásicos, para
mantener su espíritu. Tenía su vida y creía que podía prever cómo
acabaría. Pero entonces conoció a Rosemary James en el funeral de
su padre.