17

 

Le subieron al asiento trasero y Rosemary se sentó junto a él. Ella le empujó y Lee Coffey, empleando sólo su aire expectante, metió a Paul Townsend, apretado, al otro lado de Rosemary. Entonces se sentó en el asiento del conductor y metió la llave. El motor se puso en marcha. La puerta de la casa se abrió y Virginia salió por el caminito, con un jersey marrón encima de una blusa blanca, y con unas zapatillas marrones en los pies. Llevaba el pelo arreglado y reluciente. El conductor del autobús sonrió, e hizo avanzar el coche justo en el momento en que ella llegó a su lado. El no había esperado ni una décima de segundo. Tampoco le había fallado.
—¡Qué cambio tan rápido! —dijo Paul, con admiración.
No le hizo caso nadie. Habría sido mejor que no hubiera hecho ningún comentario.
Al tiempo que el coche avanzaba, la pequeña enfermera empezó a describir la ubicación de la casa que iban buscando, y Lee dio la vuelta a la manzana y cruzó el bulevar y hacia el norte. Se dirigían a una suave pendiente en la sección noroeste de la ciudad, donde los céspedes eran más amplios y las casas más grandes a medida que iban subiendo la colina. Según la joven, la casa de la señora Boatright debía de estar cerca de la cima, en una calle cortita, en la que había sólo tres o cuatro casas, y la suya tenía un gran prado rodeado por una valla.
—Cuanto más alto, menos hay, supongo —dijo Paul.
Virginia se volvió a mirar hacia atrás.
—¿Existe algún antídoto para ese veneno, señor Townsend? —preguntó con un tono profesional—. ¿Qué es lo que debe hacerse en caso de...?
—Me temo que no existe ningún antídoto —confesó Paul, echándose hacia adelante en el asiento al otro lado de Rosemary—. Naturalmente, no soy médico. Lo único que entiendo es mi trabajo, y dónde está el peligro. A nosotros también nos enseñan a tener cuidado.
—¿Cómo pudo cogerlo? —la enfermera se estremeció; Paul se lo contó. El señor Gibson, que el estaba oyendo, se dio cuenta de que Paul Townsend quería destacar y se mostraba habilidosamente encantador con aquella chiquilla tan atractiva. El señor Gibson se sintió curiosamente ofendido.
Miró a Rosemary, su querida Rosemary, que iba sentada muy tiesa entre los dos con las manos apretadas... con aquella resolución que era su fuerza. Ella había empezado aquella lucha y los había estimulado a todos con su energía y había encontrado aquellos valientes colaboradores.
—¡Qué gran luchadora eres Rosemary! —exclamó.
—Soy cobarde —dijo ella, amargamente—. Siempre he sido cobarde. Debía de haber empezado a luchar hace mucho, mucho tiempo.
Paul se volvió y le cubrió una de sus manos con las suyas.
—Vamos, vamos, Rosie... tómalo con calma. Te vas a poner enferma. Preocuparse no le beneficia a nadie, ¿verdad, Virginia?
La enfermera no respondió.
—Este problema le ha dado la oportunidad de alejarse muchos kilómetros de su preocupación, ¿eh, Rosemary? —dijo el conductor del autobús.
—Sí, gracias a usted —repuso Rosemary con aspecto desamparado, abandonando un poco su rigidez. Paul retiró las manos—. Ahora estoy preocupada intentando imaginarme a una mujer rica cogiendo un extraño paquete de un autobús público. Yo creo que no lo haría.
—Puede que lo hiciera por equivocación, ¿no cree? —dijo la enfermera claramente—. Imagínese que lo ha cogido con los otros paquetes que llevaba. Yo no la vi bajarse. Yo me bajé primero. Pero ¿quién sabe? Imagínese que ella llevaba también cosas de comer en su paquete. Puede vaciarlos todos en la cocina. Y seguramente tendrá alguna criada. La cocinera, por ejemplo, no sabe nada. La cocinera puede creer que la señora Boatright ha comprado un poco de aceite de oliva para su casa.
—¿Una botella tan pequeña? —dijo Rosemary con tono patético—. ¿Una cantidad tan pequeña? ¿Qué hora es?
—Las tres y treinta y siete —repuso Paul.
—En cierto modo, aún es pronto —dijo Rosemary con una sonrisa desesperada.
Pero el señor Gibson pensó: es tarde. Pensó en el tiempo que había pasado. Suficiente como para que alguien hubiera muerto ya de forma misteriosa además.
Por lo tanto, si se hubiera producido alguna consecuencia, aún no la habrían relacionado con la causa. Quizá ya habían perdido aquella batalla, aunque no lo supieran.
—Los hijos de los Boatrights son ya adolescentes —dijo la enfermera, pensativamente—. Seguramente no habrán cenado todavía.
—¿Qué puede hacer una cocinera con el aceite de oliva? —dijo Rosemary.
—¿Una ensalada? ¿O quizá para humedecer ligeramente el relleno de un sandwich... o tal vez un bocadillo? —dijo la enfermera.
—¡No diga eso! —exclamó Paul.
—Creo que le estoy haciendo preocuparse más.
—Los pensamientos se asemejan —murmuró el conductor.
Pero el señor Gibson estaba aterrorizado. ¡Un niño! ¡Oh, si se toma un niño el veneno!
—Deben dejarme todos ustedes. Son muy amables por molestarse... —dijo en voz alta.
—No es molestia —repuso Virginia. El señor Gibson se dio cuenta de que la creía.
—La creo —le dijo, de repente, y ella sonrió.
—No te preocupes —empezó a decir Paul.
—Deja ya de decir eso —exclamó Rosemary en voz baja—. Eso no sirve de ayuda, Paul.
—Te dije, Rosie —gritó él, muy enfadado—, que debías haber hablado con él para aclarar las cosas...
—Ya lo hiciste. Ya me lo has dicho. Tienes razón —repuso Rosemary, mirándole de frente y retorciéndose las manos.
—Debió de ver que estaba preparando algo, Rosemary —dijo el conductor del autobús amablemente, sin comprender del todo. No conocía los antecedentes—. Un hombre no toma una decisión así en un día.
(Pero yo lo hice, musitó el señor Gibson, con asombro. Me parece que fue en una noche.)
—¿Ha estado enfermo, señor Gibson? —le preguntó la enfermera—, ¿O ha estado tomando alguna droga para el dolor? Le he visto cojear.
El señor Gibson estaba desconcertado. El corazón le dolía. Todavía no estaba muerto.
—Tengo un hueso roto o dos —murmuró—. Fue simplemente un accidente —Rosemary volvió la cara para mirarle. El miró a lo lejos.
—Sólo estaba imaginando —dijo Virginia amablemente—; hay enfermedades que pueden ser muy depresivas. Y algunas drogas también.
El señor Gibson miraba la curva que tomaron a toda velocidad y pensó en el destino. Otra vez el Destino.
—Estaba deprimido —dijo, sin interés—. Eso es lo que me pasó.
—Si hubiera ido a ver a un médico —le regañó la enfermera, con dulzura—. Un médico, a menudo, puede ayudar cuando uno se siente deprimido.
—¿Remendando un poco la máquina? —dijo el señor Gibson con mucha amargura.
—A veces saben cómo ayudar —insistió la enfermera casi mecánicamente. Parecía que estaba probando o tal vez diagnosticando esta respuesta.
—¿Usted cree en esas tonterías sicosomáticas? —preguntó de repente el conductor del autobús.
—¿Usted no? —dijo ella.
—Hace mucho —recitó—, mucho tiempo, arrojé de mi mente un manojo completo de distinciones arbitrarias. O esto, o lo otro. O el cuerpo, o la mente. La materia, o el espíritu. ¡Ja! Ahora resulta que la materia es menos sólida que el espíritu, por lo que deduzco de lo que están hablando. No hay nada más ligero que el cuerpo humano. O que una silla. Millones de células, átomos y divisiones del mismo, moviéndose alrededor para componer qué... ondas. Ritmos. El tiempo mismo, por lo que sabemos. Cuidado con los pajaritos tontos.
Virginia se rió en alto, encantada.
Pero el señor Gibson, por segunda vez, se estaba hundiendo. El Destino, se dijo a sí mismo.
—Supongo que estaba enfermo. Por lo menos, por llamar de alguna manera el estado en que me encontraba —dijo en voz alta.
—Somos tan ignorantes... —dijo Virginia.
—Sí, somos ignorantes —asintió Rosemary alegremente.
—Cualquiera que sepa algo de medicina, o de cualquier otra ciencia, sólo empieza a saber lo ignorantes que somos —dijo Virginia. Miró resplandeciente al señor Gibson. Esperaba que estuviera contento.
—Mientras hay vida hay esperanza, ¿quieres decir? —dijo Paul. Parecía que empezaba a integrarse.
La enfermera frunció el ceño. Su pequeña barbilla estaba casi apoyada en el respaldo del asiento delantero, ya que estaba vuelta de medio lado hacia atrás para hablar con ellos.
—Quiero decir que sabemos lo suficiente para suponer que hay un montón de cosas más por descubrir, ¿no cree, señor Gibson? Sólo sabemos un poco de cómo descubrirlo. ¿No lo entiende, señor Gibson? Hay gente investigando continuamente los medios para ayudar y han encontrado algunos. Yo lo he visto. Nadie sabe lo que pueden descubrir mañana. Debía haber pedido ayuda —le reprendió.
—Yo también debía haberlo hecho —dijo Rosemary en voz muy alta.
E1 señor Gibson no contestó. Estaba ocupado tratando de percibir algo extraño. Era difícil encajar en la estructura del destino. Eso era lo extraño. Digamos que el individuo se siente deprimido debido a su química interna, llamémosle a su maquinaria. Pero aun así, no está predestinado del todo..., no si sus semejantes, hombres que mantienen las mentes abiertas porque reconocen humildemente su ignorancia... descubren alguna cosa que le pudiera ser útil. Y esto constituía una debilidad extraña, una debilidad muy extraña, ¿verdad?, en las enormes y poderosas garras del destino.
—Es curioso —exclamó en alto.
Nadie le preguntó a qué se refería, y él no lo dijo. El coche subió por una calle de tres carriles y todos los pasajeros permanecieron en silencio una manzana de casas.
Entonces Paul empezó a inquietarse.
—Debía de haber llamado a casa. No sé si Jeanie habrá vuelto... y si mamá está bien.
—Deben de ser casi las cuatro —dijo Rosemary—. Ethel debe estar ya en casa —levantó la cabeza, casi con un gesto arrogante.
¡Ethel! Gibson se sintió sorprendido. ¿Qué diría Ethel? Ni siquiera se lo podía imaginar. Ninguna de las cosas que habían sucedido aquel día desde las once de la mañana entraba en los esquemas que Ethel tenía de la vida.
—No creo que estuviera enfermo —dijo el conductor del autobús con aspereza—. Creo que estaba perturbado, desde lo más profundo de su ser.
Virginia inclinó la cabeza para mirarle respetuosamente.
—Pero todo el mundo le quiere —dijo Rosemary, y levantó las manos apretadas como para hacer una plegaria desesperada.
—Claro, seguro. Todo el mundo tenía muy buen concepto de Gibson —dijo Paul indignado, como si Gibson le hubiera ofendido de forma imperdonable.
—¿Todo el mundo? —preguntó el conductor del autobús dubitativamente—. Bueno, no le prometeré más caramelos.
—¿Caramelos? —dijo la enfermera con curiosidad.
—Tiene algo en la mente. No era sólo que echaba de menos el amor fraterno de sus semejantes. ¡Eh, querida! —le dijo a su rubia—, estamos en Hathaway Drive. ¿Dónde está esa mansión?
—Es blanca, de estilo colonial —contestó Virginia.
—Tal vez esté aquí el veneno —dijo Rosemary. El señor Gibson era como una astilla llevada por la corriente. Bajó del coche con todos los demás.
Se pararon junto a un muro en un amplio espacio donde el camino giraba delante de la columnata de la entrada. La fachada, amplia y luminosamente blanca, se erguía sobre ellos, y todos los exquisitos adornos de las elegantes cortinas de las ventanas proclamaban que allí había dinero y que muchas manos contratadas ponían orden en aquella enorme mansión.
Ahora era Virginia la que dirigía. Llamó a la puerta. Una doncella les abrió.
—¿Está la señora Boatright? Tenemos que verla urgentemente. Es muy importante —los modales decididos y serios de Virginia eran impresionantes.
—Entren, por favor —dijo la muchacha. Parecía que quería disimular su asombro. Les dejó de pie sobre la alfombra oriental del amplio salón.
A su izquierda había una habitación enorme. Un par de botas de montar sobresalían del brazo de un sofá amarillo y gris y se balanceaban unidas a un par de jóvenes pies. Debía de ser una niña la que estaba tumbada en el sofá. Estaba hablando y, puesto que allí no había nadie más, debía de estar utilizando el teléfono.
Un muchacho de unos dieciséis años bajó por las amplias escaleras al galope.
—¡Hola! —gritó, y salió corriendo hacia otra habitación donde había muchos libros y un piano. El muchacho cogió una trompa y oyeron algunas notas melancólicas que se alejaban.
Entonces apareció la señora Boatright en persona, saliendo por una puerta blanca situada debajo de las escaleras. Medía un metro sesenta y cinco de altura y casi setenta y cinco centímetros de anchura. Cada centímetro de carne que había bajo el encaje de algodón beige y blanco era firme. Tenía el pelo blanco y corto, graciosamente ondulado, y una nariz fina que parecía una proa en su rostro llenito. Tenía los ojos azules (aunque no tan azules como los de Rosemary), y se mostraban sencillamente interesados.
—¿Sí? ¡Oh, señorita Severson! ¿Cómo está?
Virginia avanzó un poco cuando oyó pronunciar su nombre, pero omitió darle los detalles preliminares.
—La he visto hoy en el autobús, señora.
—Lo siento —dijo la señora Boatright, hablando mecánicamente, mientras sus ojos mantenían su interrogación y esperaban una contestación—. Si la hubiera visto, querida...
—Por favor. ¿Ha cogido una bolsa verde de papel, por equivocación? —le interrumpió la enfermera.
—No lo creo —dijo la señora Boatright, aceptando la rudeza de su tono, pero sin mostrar ninguna alteración en su serenidad—. Bueno, vamos a verlo.
Dio media vuelta. Su voluminoso cuerpo se movió con sorprendente facilidad y gracia.
—¡Mona!
Resultó que Mona era la muchacha.
—Pregúntele a Geraldine si he traído una bolsa pequeña de papel verde.
—Sí, señora Boatright.
—¿Qué hay en la bolsa? —preguntó la señora de la casa a sus visitantes.
Virginia se lo dijo.
La señora Boatright apretó los labios.
—Sí, ya veo que es algo importante. ¡Dell!
La niña que estaba en el teléfono fue enderzándose dando pequeñas sacudidas, empleando los músculos de la cintura.
—Espera un segundo, Christy. Dime, mamá.
—Cuelga el teléfono —ordenó la señora Boatright—. Vamos a necesitarlo. Busca a Tom. Dile que busque cuidadosamente en su coche a ver si hay una bolsita de papel verde con un botella dentro.
—Sí, mamá... Ya te llamaré, Christy. Hasta luego.
—Mi hijo fue a buscarme al autobús —dijo la señora Boatright a modo de explicación, mientras se dirija al teléfono.
Dell, la jovencita de unos dieciocho años, cruzó por delante de ellos dando unos pasos de baile. Sus ojos, que demostraban curiosidad, sonreían al mismo tiempo.
Una mujer con un uniforme azul salió por la puerta blanca.
—No, señora —dijo—, no hay ninguna bolsa de papel verde en la cocina.
—Gracias, Geraldine —contestó la señora Boatright, y luego dijo al teléfono—: ¿Policía, por favor?
Dirigiéndose a ellos cinco, que permanecían allí de pie, en silencio, viéndola actuar, les dijo:
—¿Cuál de ustedes es el señor Gibson?
El señor Gibson se sintió señalado por todas partes. Estaba como en un sueño. No se sentía muy desgraciado, pero sí fascinado culpablemente.
—¿Policía? —dijo la señora Boatright—. ¿Han encontrado ya el veneno que estaba en una botella de aceite?... Gracias —la señora Boatright colgó el teléfono y no gastó mucho tiempo ni muchas palabras—. Todavía no —explicó—. Sí, usted iba conmigo en el autobús. Veamos, ¿qué puedo hacer?
—Ha sido una cadena —dijo Rosemary, debatiéndose entre la desilusión y la esperanza—. El conductor la recordó a ella, y ella se ha acordado de usted.
—Y yo —dijo la señora Boatright (que aún no había dicho «¡oh, querida!» o «¡qué horror!»), me acuerdo de Theo Marsh —inclinó la cabeza y los mantuvo a raya como si tuviera una vara invisible—. Pero tenemos que asegurarnos primero.
—No hay nada en mi coche, madre —dijo el muchacho, llamado Tom, reapareciendo. Miró al grupo con curiosidad, pero no hizo ninguna pregunta.
—¿Quién...?
—¿Marsh...?
—¿Dónde...?
La señora Boatright golpeó el aire como para pedir orden.
—La única forma que conozco de encontrar a Theo Marsh es ir en coche hasta su casa. No tiene teléfono en su estudio. Se aísla para trabajar —vio que no sabían de qué hablaba—. Naturalmente es un pintor.
—¿Dónde está ese estudio? —preguntó Lee.
—Puedo explicárselo a la Policía, supongo —la señora Boatright frunció las cejas.
—¿No podemos ir nosotros? —dijo Rosemary—. Ya hemos llegado tan lejos... Es mejor que quedarse esperando...
—Y puede ser más rápido —dijo Lee— y más seguro.
—De hecho, sería más prudente —asintió la señora Boatright—. Theo Marsh puede, sólo por capricho, ocultar sus intenciones y negarse a dejar entrar a la Policía. Pero él me conoce —todos pensaban que nadie podía negarse a nada si la señora Boatright decidía lo contrario.
—Los dos Cadillacs están en el garaje y no estarán disponibles hasta las seis. Walter ha tenido que coger el coche de Dell. Me parece, Tom, que tendremos que usar el tuyo.
El muchacho quedó tan extrañado como si su madre le hubiera dicho que se quitara los pantalones para dejárselos a un vagabundo.
—Tenemos un coche, señora —dijo el conductor del autobús, con un movimiento admirativo de sus pestañas rubias—, y aún queda medio depósito de gasolina.
—Muy bien —dijo la señora Boatright—. Mona, tráeme mi chaqueta marrón, por favor, y mi bolso. Mientras tanto, Tom, registra la casa y busca un botella de aceite de oliva metida en una bolsa de papel verde. No toques de ningún modo el contenido. Es veneno. Geraldine, sirve la cena a las seis y media. Puede que llegue con retraso. Dell... —la muchacha había vuelto—, llama a tu padre. Dile que me han llamado. Si tardo, llama al señor Coster, del Gabinete de Educación, y dile que me retrasaré. Llama a la señora Peters y dile que no voy a tener las listas que me pidió hasta mañana. Que lo siento —cogió la chaqueta de las manos de su criada, que había hecho lo que le habían ordenado—. Vamos —dijo la señora Boatright. Atravesó la puerta delantera y los cinco salieron detrás de ella siguiendo su estela.
El conductor del autobús se puso al volante y colocó a la rubia a su lado y Paul se instaló en el asiento delantero derecho.
La señora Boatright dejó a Rosemary entrar primero en el asiento trasero, mientras ella se volvía y le decía a su hijo.
—No dejes que Dell se cuelgue del teléfono, puede que yo llame.
—Por Dios, mamá, encárgame algo más fácil —dijo el muchacho.
Su madre le dijo adiós con la mano, después se subió al coche y luego subió el señor Gibson, que se sentó a su lado.
—¿A dónde vamos? —preguntó el conductor, respetuosamente.
—Salga al bulevar —dijo la señora Boatright— y siga el mismo trayecto que el autobús hasta el final de la línea. El estudio de Marsh está en el campo. Es como un escondrijo. Pero creo que conozco el camino. Si no, podemos preguntarlo en el cruce.
El coche ya se dirigía hacia allí.
—No recuerdo a nadie con aspecto de pintor —dijo Lee— que se bajara al final del trayecto. ¿Usted dice un pintor artístico?
—Sí. Se bajó antes —explicó la señora Boatright—. No podemos saber a dónde iba, y de nada sirve hacer conjeturas. Debemos ir a lo seguro.
—Claro —dijo Lee—. Es, es absolutamente cierto.
—Es un estudio muy sencillo —continuó diciendo la señora Boatright—, él es un buen pintor. Pero me temo...
—¿Qué teme? —la voz de Rosemary sonaba cansada. El señor Gibson no podía verla ahora, porque la señora Boatright estaba en medio.
—Si Theo Marsh se encontrara una botella de oliva en un autobús... Por cierto, supongo que sería importada.
—Sí —dijo el señor Gibson.
—Lo aceptaría encantado, como si fuera un regalo de los dioses, y él y esa modelo suya lo añadirían sin duda al primer banquete que celebren. ¡Sería una gran pérdida! Un artista tan bueno. No podemos prescindir de los artistas.
—¿Qué hora es? —preguntó Rosemary, con los nervios en tensión.
—Sólo son las cuatro... Exactamente un minuto más —les dijo Paul—. Demasiado pronto para cenar.
—¡Vaya! —dijo la señora Boatright—. Supongo que Theo Marsh comerá cuando tenga hambre. Dudo que se ajuste a las comidas que llamamos normales.
—¿Está muy lejos? —preguntó Rosemary patéticamente.
—Treinta minutos —aseguró Lee Coffey—. ¡Si me conoceré yo este bulevar!
El coche aceleró y emprendió una veloz carrera bajando por las calles, llenas de curvas.
—Bueno, y ¿qué es todo eso del suicidio? —preguntó la señora Boatright, muy seria.
El señor Gibson se tapó los ojos con la mano.
—Desde que llegó Ethel —dijo Rosemary, apasionadamente—. ¡Desde el primer momento que llegó! No sé qué es lo que ha hecho. Yo estaba demasiado preocupada con lo que ella me había hecho a mí.
—¿Es usted su esposa, querida?
—Sí, señora —dijo Rosemary, en tono desafiante, como si alguien más hubiera reclamado ese privilegio.
—Y nuestro conductor es el conductor del autobús, ¿verdad? —la señora Boatright iba siguiendo un orden y haciendo caso omiso de las interrupciones—. ¿Y el otro caballero?
—Soy su vecino —dijo Paul—. Me llamo Paul Townsend.
—Y nuestro amigo —añadió Rosemary, con una dulzura forzada, como si estuviera luchando para permanecer tranquila y cortés.
—¿Y la señorita Severson era una pasajera? —continuó diciendo la señora Boatright—. ¿Recuerda alguno de ustedes el cuento del Ganso Dorado?
—¡Eh! —dijo el conductor del autobús—. Claro que lo recuerdo. Todo el que se adelanta tiene que ir detrás. Eso está muy bien, señora Boatright.
—Pero ¿quién es Ethel? —la señora Boatright estaba hecha un lío, y quería verlo todo claro.
—Ethel —dijo Rosemary, en un tono desesperadamente monótono—. Es la hermana de Kenneth. Es una buena mujer, una persona excelente que vino para cuidarnos, después del accidente... —alzó la voz—. No he debido decir lo que he dicho. Pero ya no puedo, no puedo, seguir agradeciéndoselo. Ya no es momento de ser agradecido. Eso ya no tiene importancia —la tensión era tan grande que empezó a llorar—. Esto es un problema terrible y se está haciendo tarde, y no quiero que la víctima sea un pintor... y que viva lejos, en el campo y sin ayuda cerca...
El señor Gibson también se imaginaba delante de un estudio lleno de cadáveres.
—No nos servirá de mucha ayuda —dijo Paul tristemente—. El veneno actúa de prisa.
—Cuando lleguemos allí lo veremos —dijo la señora Boatright—, y no antes. El señor Coffey va lo más rápido que puede. Estamos haciendo todo lo que podemos.
—Hace tanto tiempo... —dijo Rosemary, llorando.
La señora Boatright, que era a la vez madre y jefe a partes iguales, abrazó a Rosemary y la acurrucó junto a su pecho y empezó a acariciarle el pelo. El señor Gibson sintió un profundo alivio. Las tres cabezas del asiento delantero siguieron mirando hacia delante.
—El agradecimiento —dijo, de repente, el conductor del autobús— es para los pájaros. Hay todo tipo de facetas en estos, señora Boatright, y nosotros no sabemos ni la mitad. Pero esta Ethel, ¿comprende, señora Boatright?, le metió a Rosemary en la cabeza que ella provocó el accidente automovilístico a propósito, que fue la causa de la cojera que padece el señor Gibson. ¿Se ha dado cuenta de que es cojo? Bueno, pues esta Ethel le ha inculcado a Rosemary un enorme sentimiento de culpabilidad, ya que era ella la que conducía cuando tuvieron el choque, aunque éste fue un puro y simple accidente... pero esta Ethel es de las que saben mejor que uno mismo cuáles son los verdaderos motivos que tienes para hacer las cosas, ¿comprende?, y Rosemary cree que no debe enfadarse con Ethel, porque esta Ethel vino para ayudarles, y además es cuñada, y no creo que a Rosemary le guste discutir con sus parientes. Hay gente que disfruta con ello, ¿verdad? Hay quien hace de eso una profesión.
—Comprendo, comprendo —dijo la señora Boatright, deteniendo su discurso—. ¿Había tratado mucho a la cuñada anteriormente?
—Nunca —dijo Rosemary, sollozando.
—Dejadla llorar —indicó Virginia—. Llora lo que quieras, Rosemary.
Paul se volvió hacia atrás.
—Mire... no creo que todo esto vaya a servir de mucho.
—Ya es hora de que se desahogue —dijo la enfermera, con furia—, y el señor Gibson también.
Pero el señor Gibson estaba sentado, con los ojos secos y asombrados.
—Lo siento —suspiró Rosemary—. No es que sea Ethel por sí misma. Ya lo sé, son sus ideas, la forma que tiene de pensar y ¿qué puede uno hacer? Ya sé que soy como un conejito, pero incluso si no se es cobarde, ¿cómo se puede luchar contra una cosa así? Yo me lo digo a mí misma... y se lo he dicho a ella... que cómo podía yo desear una cosa así. Pero ella dice que yo no podía saberlo, que yo sería la última persona en saberlo. ¿Y cómo se puede discutir con una persona que le da la vuelta a todo lo que se le dice? ¿Que sólo te hace pensar, en cuanto abres la boca, que estás soltando una horrible bestia que llevas en el interior? Si insistes, ella dice: ¡Ajá!, protestas mucho, por lo tanto, eso quiere decir que realmente piensas lo contrario de lo que dices. Si hablas alto porque crees firmemente que tienes razón... entonces dice que el hablar muy alto sirve para ocultar la verdad y creerse las propias mentiras. Es algo enloquecedor. No puedes saber nada. No puedes confiar en tí misma en absoluto.
—Predestinada —dijo el señor Gibson, pensándolo al mismo tiempo. Pero nadie pareció oírle.
—Lo que me gustaría saber —dijo Lee Coffey, enojado— es quién le da esa Ethel licencia para leer las mentes, ¿eh? Le doy a Rosemary la misma oportunidad de saber, como Ethel, lo que Rosemary quiere decir cuando dice lo que dice.
—No, no puede —dijo Rosemary, llorando—. Usted es el último. ¡Eso es lo tremendo!
La enfermera soltó alguna palabra furiosa por lo bajo. El conductor asintió enérgicamente con la cabeza.
—El agradecimiento —dijo la señora Boatright, acariciando rítmicamente el pelo de Rosemary con una mano regordeta y enjoyada— dura algún tiempo después del hecho que lo ha causado. Pero es como el fuego. ¿No cree? Se enciende, arde, y calienta. Pero necesita combustible. No puede durar siempre si no se alimenta.
La señora Boatright estaba pronunciando un discurso. Tenía la voz clara y sabía cuándo y cómo debía respirar para resultar más elocuente. Incluso Rosemary dejó de llorar para poder oírla.
—Nadie debe sentirse prisionero de una vieja gratitud —recitó la señora Boatright—. Creo que los niños de este mundo están esclavizados por el comercio que hacen sus padres con su gratitud por antiguos hechos que, para empezar, solamente debieron haber sido realizados por amor. Creo que los padres que se lamentan por todos los problemas que les ha acarreado esa relación de cuerpo y sangre, están muy resentidos, y, sin embargo, la sangre, que es más espesa que el agua, se mortifica a sí misma por estar resentida. Me estremezco ante tanta desgracia. El agradecimiento puede ser algo terrible cuando se convierte en deuda, ¿sabe?, y hay culpa y repugnancia. Pero si continúa alimentándose, se crea la fe y el respeto mutuo y aumenta la confianza en el amor y en la amistad. Entonces la gratitud se convierte en algo mejor. En algo permanente —se detuvo y ¡parecía estar esperando que la gente golpeara la mesa con las manos. Pero sólo se oía el ruido del coche que iba a toda velocidad y a Rosemary que decía: «Lo sé...», atragantándose.
—Si, por ejemplo, los padres —dijo la señora Boatright melancólicamente, con una voz más íntima —pudieran crecer y convertirse en amigos de sus hijos... ¿tiene hijos, querida?
Paul dijo precipitadamente, casi alarmado:
—Sólo llevan casados... menos de tres meses.
Hubo un profundo silencio... excepto por el ruido que hacía el coche al avanzar.
—¿Es cierto? No lo sabía —exclamó Lee Coffey, al cabo de un momento.
—Una novia y un novio —dijo Virginia, despacio, acariciando tristemente con su voz las palabras.
La noticia empapó la estructura de sus especulaciones, tiñiéndolo todo de diferentes colores. El señor Gibson tenía ganas de gritarles: no, no lo entendéis. Sólo fue un arreglo tonto y poco realista. Yo tengo cincuenta y cinco años, y ella tiene treinta y tres. Nos llevamos veintitrés años.
Pero no gritó nada.
La señora Boatright se volvió y le dijo:
—Rosemary no se lleva bien con su hermana. Rosemary ha sido muy desgraciada. Pero Rosemary no fue la que robó el veneno, ¿verdad?
—No —dijo—. No.
—Entonces, ¿qué es lo que le pasa? —le preguntó.
No pudo contestar nada.
Paul se dio la vuelta.
—Usted, ciertamente, ha organizado un buen alboroto —dijo—. Podía haber pensado un poco en Rosie por lo menos. Y en Ethel. Y en mí, si a eso vamos. Si pensara en los demás y no sólo en usted...
—El piensa en los demás —dijo Rosemary débilmente.
—No. Hoy no —insistió Paul—, y lo que ha hecho es un pecado —echó la cabeza hacia adelante, esperando. Tenía el cuello tieso y estaba furioso.
—¡Oh!... Y que el Dios eterno no haya dictado su ley en contra de aquel que se mata a sí mismo... —murmuró por lo bajo el conductor del autobús—. Es eso lo que quiere decir, ¿eh?
—Usted ya sabe lo que quiero decir —dijo Paul, enfurruñado.
La señora Boatright, que tenía la costumbre de no abandonar un tema hasta dejarlo bien aclarado, dijo:
—He trabajado con la Cruz Roja, en el Gabinete de Educación, en la Sociedad de Fomento de las Naciones Unidas, en el Consejo de Bienestar Juvenil, de Mujeres Americanas, para la Higiene y Seguridad del Hogar y para la Iglesia, naturalmente, y colaboro con todos esos grupos. Pero no para «los demás». ¿No es éste mi mundo?, y, mientras estoy aquí, ¿no es asunto mío? Hay algo que falla en la palabra «otros» —dijo reservadamente—, que nunca me ha gustado.
—Eso no es determinante —dijo, de repente, Virginia—. Muéstreme un paciente. Un «otro».
—Las probabilidades no son buenas —dijo Lee Coffey, pensativamente—. Por lo menos hay dos billones de «otros», pero sólo hay uno como tú. No puedes interesarte, excepto de forma vaga y falsa, en todo el conjunto de personas que son los demás.
—Eso es —dijo la señora Boatright cordialmente—, sólo se puede empezar por donde se está.
—Aunque, una vez que te has metido en este negocio —dijo Virginia dulcemente—, sigues adelante.
—Una cosa va detrás de la otra —dijo el conductor, de acuerdo con ella, y la enfermera le miró nuevamente con aquella rápida inclinación de cabeza.
—¿Le pagaban a usted, señora Boatright? —dijo Rosemary, irguiéndose repentinamente.
—Naturalmente que no —contestó la señora Boatright, escandalizada.
—¿Lo ven? Ella es un solo parásito —dijo Rosemary, medio histérica.
—¡Eh! —exclamó Lee Coffey—. Esto me suena igual que si lo hubiera dicho Ethel. ¿Ethel dice que cualquier señora cuyo marido tenga dinero es sólo un parásito? Me apuesto algo a que lo dice. Por eso nunca encontró un ejecutivo poderoso como el señor Boatright. Les digo que esa Ethel lo tiene todo clasificado. ¡Eh!, y ¿qué dice de las rubias? No me lo han dicho.
—Las rubias —dijo Rosemary, claramente— son estúpidas aves voraces.
—¿Verdad que sí que lo son? —dijo Lee cariñosamente a su rubia—. ¿No lo son todas ellas? Esto quiere decir que tú también lo eres, cariño. Tú y el que se define como tu paciente —hizo castañetear los dedos—. ¡Oh!, amigos, eso es lo que le pasa a Ethel. Exactamente esto. Empieza con «algunos», sigue con «muchos», y no se da cuenta de que descarrila en «todos».
—Ethel es insoportable —dijo Paul, de mal humor—. Te lo dije, Rosie, el día en que hizo que casi te volvieras loca.
—Ethel —dijo la señora Boatright, pensativamente— empieza a parecerme como el chivo expiatorio.
El señor Gibson se estremeció y dijo, ásperamente:
—Sí, y todos ustedes son muy amables al estar a mi favor. No sé por qué... Pero me gustaría dejar esto bien claro: yo robé el veneno. Yo quería morirme. Yo, estúpida y criminalmente, lo dejé en el autobús. Yo soy el responsable, el culpable, y estoy equivocado y soy tremendamente culpable.
El sabía que eso era perfectamente cierto.
—Sí —dijo el conductor del autobús, pensativamente—, cuando uno lo piensa, esa es la verdad.
Pero el señor Gibson estaba pensando medio aturdido... «Sí, pero si yo soy digno de culpa, quiere decir que hay libertad. Podía haber actuado de otra manera. Sin libertad no hay culpabilidad, y viceversa.» Su cerebro estaba flotando. «No sé, creí que lo sabía, pero no lo sé.»
—No sirve de nada echar las culpas —estaba diciendo el conductor del autobús—. No debe consumirse. No se debe soplar en las cenizas, ¿eh, señora Boatright?
—Apunte un error —dijo la señora Boatright— para futuras ocasiones... Ahora, Rosemary, empólvese la nariz, píntese los labios y anímese. Quizá Teo Marsh estará completamente en una obra de arte y no piense de momento en alimentarse ni por lo más remoto. Sería muy propio de él.
—No tengo barra de labios —se lamentó Rosemary.
—Use la mía —dijo Virginia calurosamente.
—Poned buena cara, chicas —dijo el conductor del autobús, tolerante—, un hombre, con afeitarse...
El señor Gibson vio a Paul Townsend frotándose la cara.
Todo le extrañaba. Ellos seis. Aquella tripulación heterogénea lanzándose al campo con una suposición y una plegaria y conversando de aquella forma.
El señor Gibson se oyó a sí mismo riéndose entre dientes.
—¿Sabe? Esto es sorprendente —dijo. Ninguno de ellos se puso de acuerdo. Sintió que todos le miraban. Lee por el retrovisor, Virginia y Paul volviéndose. La señora Boatright a su lado, Rosemary volviendo la cabeza. Todo los ojos decían «¿Qué quieres decir?, ¡en absoluto!».
—¿Estamos llegando? —preguntó Rosemary.
—Sí —dijo la señora Boatright.
Cuando pasaron por el sitio donde dejaron el autobús amarillo en el borde de la calle, ya se había ido.
—¡A lo mejor me han despedido! —exclamó Lee.
Nadie pudo contestarle, y como parecía que lo había dicho alegremente, muy alegremente, con curiosidad, ninguno intentó consolarle tampoco.
Al cabo de un rato la señora Boatright dijo:
—Es una carretera muy sucia. Está a la derecha, unos metros más allá de la bifurcación. La casa es de madera pintada de marrón. Está sobre una loma.
—Veo una casa como ésa —dijo Virginia—. Mire, ¿es esa? ¿Allí arriba?