13

 

—Claro que le conozco —dijo la muchachita de la caja. Tenía el pelo negro y enredado, unos enormes ojos oscuros y llevaba gruesos pendientes dorados en las orejas.
—Siempre pensé que era un hombre agradable. ¿Sabe lo que quiero decir? Claro que lo vi. Es éste, ¿verdad? Pero no he visto ninguna bolsa de papel verde. Mire —se acercó al policía más alto y le miró casi compasivamente—. No suele venir mucha gente a la hora de la comida. Nunca. Así que le vi entrar. Justamente por esa puerta. No tenía buen aspecto. Parecía que estaba enfermo o algo así. Vi que llevaba las manos vacías. Si lo llevaba, entonces lo tendría en el bolsillo. ¿Le han mirado en los bolsillos?
—¿Le has mirado en los bolsillos? —Rosemary estaba inquieta y le acosaba continuamente. (Ella le parecía alguien desconocido.) Entonces la Policía empezó a registrarle, mientras el señor Gibson permanecía de pie, indefenso como un muñeco o como un niño pequeño cuyos padres no confiaran en la fidelidad de lo que decía.
La chica de la caja dijo, casi llorando:
—¿Por qué iba a querer hacer una cosa semejante? Pensé que era un hombre agradable... quiero decir que algunos clientes no son tan amables —empleaba el pretérito como si hubiera muerto. Nadie le contestó.
—Y, escuche, tampoco he puesto ninguna bolsa verde de papel entre las cosas de ningún cliente. Sólo han pasado tres o cuatro personas a través de mi caja. No está aquí. Probablemente nunca tuvo veneno —miró rápida y temerosamente al señor Gibson.
—Si no está aquí, debe estar en el autobús —dijo Rosemary.
—Espere un momento —exclamó el policía. Tenía los ojos fríos. Se quedaron fijos en el señor Gibson como si fuera un objeto y un obstáculo (podría decirse que él estaba acostumbrado a los obstáculos)—. ¿Está seguro de que llevaba la bolsa de papel con el veneno cuando se subió al autobús?
—Sí, estoy seguro —repuso el señor Gibson con perfecta sangre fría.
—¿Y cuándo llegó a casa?
—No estaba allí.
—¿Estaba preocupado emocionalmente? —dijo el policía—. ¿Entonces cree que lo olvidó en el autobús?
—Me lo olvidé —dijo el señor Gibson—, porque imagino que subconscientemente no quería... —las palabras le salían como a un papagayo.
Rosemary le cogió del brazo muy bruscamente.
—¿Quieres que muera una persona inocente? —le gritó. El puñal se le clavó.
—No —dijo—. No, no.
—¡Pues, entonces, lo ves, no es cierto! —dijo Rosemary con un extraño aire de triunfo.
—Espera un minuto. ¿Qué está haciendo la Policía? —dijo Paul.
—Están buscando en el autobús también. Y estamos dando la noticia en la radio. Voy a inspeccionar todo este edificio ahora, por si acaso —contestó el policía.
—¿Qué posibilidades cree que hay...?
El policía se encogió de hombros. No tenía muchas esperanzas. Era un hombre triste. Había visto muchos problemas. Lo hacía lo mejor que podía y se conformaba con eso.
—Cualquiera que pueda encontrar una botella, aunque parezca que es aceite de oliva, puede deshacerse de ella —dijo—. Puede llevársela a casa y emplearla. ¿Quién puede saber lo que va a hacer la gente?
Ethel puede, pensó el señor Gibson, y por un momento temió que iba a ponerse a sollozar.
—¿No podemos encontrar el autobús? —le apremió Rosemary.
—¡Eh!, Rosie, no lo sé. ¿No crees que debería ver a un médico? —indicó Paul, nerviosamente.
—De prisa, de prisa... —exclamó Rosemary.
—¡Oh, Dios mío!, espero que lo encuentren. ¡Espero que no pase nada malo! —dijo la cajera. Miró al señor Gibson con el rabillo del ojo—. Oiga, ahora está bien, ¿verdad? —parecía estar preocupada por él.
El señor Gibson no podía contestar. ¿Qué era estar bien?, pensó, con sombría tristeza.
Después volvieron al coche nuevamente.
—¿Es el número cinco, el autobús que baja por el bulevar? —preguntó Rosemary.
—Sí.
—Pero ¿cómo podemos saber cuál de ellos? ¿Te fijaste en la matrícula o en algún número?
—No.
—Pero la Policía puede enterarse del número del autobús en cuestión, ¿verdad?, ya que sabes a la hora que cogiste el autobús en la ciudad y la hora que te bajaste en el supermercado.
—Tal vez.
—Entonces, a lo mejor ya lo han encontrarlo. Deben haberlo hecho. Son las dos y cuarto.
Rosemary hablaba sin sentido. Estaba expresando su preocupación con palabras. El señor Gibson contestaba con monosílabos. Paul conducía el coche. No lo hacía demasiado bien. El coche daba bandazos y saltos. Estaba nervioso. El señor Gibson, tan alejado de todo ante la idea de su ruina, que era completa, se dio cuenta de que sus sentidos podían percibir. Sintió que resurgía su viejo poder. Ya no estaba indefenso. Se dio cuenta de que Paul se apartaba de él como del demonio. Paul estaba asustado, casi con superstición, de un hombre que había intentado suicidarse.
El señor Gibson pensó que debía intentar explicárselo. El problema era que... no se acordaba realmente ahora de cómo había sucedido todo, ni de todo el razonamiento. Le padecía extraño estar sentado en medio de ellos dos, tan interesados en evitarle el sino de convertirse en un asesino.
El sino... ¡ah, sí! Esa era la palabra. Ahora lo recordaba.
—Iba a escribir una carta —dijo en alto—. Iba a explicar... Al menos, yo...
—Bueno, no lo hagas —dijo Rosemary, con vehemencia—. Ahora no. No hables. No hables de eso. Sea lo que fuera lo que pensaras, o lo que piensas. Ahora tenemos que encontrar ese terrible veneno y evitar que dañe a nadie. Después puedes hablar de ello si quieres. Paul, ¿no puedes ir más de prisa?
—Escucha —dijo Paul, sudando y nervioso—. Prefiero que no nos estrellemos, sabes...
—Ya lo sé, ya lo sé —contestó Rosemary, y golpeó con sus pequeños puños de mujer el lado del coche en que iba Paul—. Pero es a mí a quien hay que culpar de esto.
El señor Gibson intentó protestar, pero ella se volvió y le miró cruelmente a los ojos.
—Y tú también eres culpable. Somos culpables los dos. Esto es cierto. Te lo demostraré. Estoy cansada. Estoy tan cansada...
—No hables, Rosie. Debe haberse vuelto loco. No hablemos más. Diremos que estaba loco —afirmó Paul.
Pero el señor Gibson experimentaba un extraño sentimiento de solidez.
Naturalmente, soy culpable, pensó.
El bulevar era una calle dividida. En el espacio central lleno de malas hierbas, había viejos carriles de tranvías que habían sido reemplazados por autobuses. El bulevar estaba bordeado por casas de apartamentos bajas, decoradas en el estilo encantador de California, rodeadas por jardincillos de césped y de colores variados y alegres... rosas, amarillos, verdes... todos brillantes y relucientes a la luz de aquel día maravilloso. Como grandes eslabones de aquella bonita cadena, de vez en cuando aparecían los centros comerciales. Un gran mercado de alimentación, con una hilera de naranjos, amarillos y rojos, a lo largo de la acera. Daba la impresión de ser como una gallina clueca junto a sus pollitos: la farmacia, la lavandería.
Al cabo de diez minutos de marcha, el bulevar perdía su banda central y se convertía, simplemente, en una calle que girando a través de distritos residenciales desembocaba en un largo valle donde las casas se hacían más pequeñas, más pobres y más amontonadas, en los límites raídos de la ciudad.
El señor Gibson sentado en el centro, miraba el paisaje como si hubiera llegado a un planeta nuevo.

 

Pasaron junto a un autobús que iba en su misma dirección. Al cabo de un rato pasó otro. Ninguno de los dos podía ser el que buscaban.
Ahora era Paul Townsend el que hablaba.
—Creo que el número cinco gira en el cruce. Veamos. Si se bajó aproximadamente a la una cuarenta y cinco, entonces llegará al final de la línea aproximadamente a las dos cuarenta o un poco después. Podemos encontrar el autobús que buscamos, cuando regrese. ¿Qué hora es ahora? Las dos y treinta.
—No sé cuál es el autobús que cogí exactamente —dijo el señor Gibson.
—La Policía sí puede saberlo. Observad el otro lado de la calle...
La mente del señor Gibson, aunque se encontraba débil, seguía dando vueltas.
—El que haya encontrado la botella —dijo con tranquilidad desinteresada—, puede haberse bajado del autobús en cualquier parada a lo largo del trayecto.
—Sí, pero... —los ojos de Paul le miraron nerviosos. Paul quería expresar su inquietud en voz alta pero con tacto.
—De hecho, una vez que el autobús haya dado la vuelta y esté de regreso, quiere decir que la gente que estaba en el autobús cuando yo iba en él ya se habrá bajado.
—Puede que quien la haya encontrado se la entregara al conductor. A lo mejor tienen una oficina de objetos perdidos...
—Tal vez —dijo el señor Gibson estoicamente.
—¿Quién se va a tomar una cosa que acaba de encontrar, especialmente si parece que está abierta? ¿Se rompió el precinto?
—No tenía precinto, solamente tuve que girar el tapón...
—¿Cómo estaba de llena la botella?
—Casi llena.
—No parecerá aceite de oliva.
—Está muy aceitosa —dijo el señor Gibson—. La botella olerá a aceite.
—Escuche —dijo Paul—, incluso si no la encontramos..., no olvide que la Policía está transmitiendo un aviso por radio. Eso es lo que han dicho.
—Todo el mundo no está oyendo la radio continuamente —insistió Gibson.
—Debemos enfrentarnos a los hechos, —dijo Rosemary. Volvió la cabeza y le miró desafiante, como había hecho antes. Tenía los ojos de un azul rabioso. El señor Gibson se dio cuenta de que dentro del cuerpo de Rosemary, detrás del rostro de Rosemary, dentro de todas las gracias que él adoraba, había algo más: un impulso desafiante y amargo que nunca había visto y que no conocía. Ese espíritu dijo audazmente—: Supongo que si muere alguien a causa de este veneno, irás a la cárcel, ¿verdad?
—Supongo —dijo, y se sintió indiferente.
—En cualquier caso, perderás tu puesto. —Sí.
—Se enterará todo el mundo.
La gente del mercado, la gente del autobús, la Policía, los veceros, el público. Sí, pensó el señor Gibson, todo el mundo se enterará.
—Pero si no muere nadie y encontramos el veneno —dijo Rosemary—, todo lo demás lo podremos soportar. ¿No es eso un hecho?
El señor Gibson se puso la mano delante de los ojos como para escudarse detrás de ella. Por lo que él sabía, era un hecho.
—Levanta la barbilla —dijo Paul nervioso—. ¿Quién sabe? ¿Qué hora es? Las tres menos diez. El autobús ya habrá dado la vuelta.
—Mira —dijo Rosemary—. Mira..., allí delante. ¡Ahí está! ¡Ahí está!