5

 

El diecinueve de mayo Rosemary se levantó antes que él para prepararle el desayuno. Llevaba un traje de algodón nuevo, «para estar por casa», dijo. Era rosa, concretamente de ese rosa primaveral. Se puso a charlar por los codos. Le gustaría echarle a ese macizo una clase nueva de fertilizante; Paul Townsend decía que hacía maravillas. ¿Le parecería mucho si gastaba 3,95 dólares en comprarlo? ¿Y querría comer cordero asado para cenar? ¿Preferiría salsa de menta o gelatina de menta con el cordero? ¿No era maravilloso el efecto que producía el sol sobre la pared de piedra? Dorado pálido sobre gris. ¿Por qué el sol por la mañana era tan frágil y luego por la tarde parecía como la miel espesa?
—¿Y las sombras? —dijo él—. Algún día deberías intentar pintar lo que ves, Rosemary.
Replicó que no era demasiado buena pintando, aunque lo intentaría...
—Por lo menos —dijo, inclinando la cabeza—, Violette debería lavar y almidonar las cortinas de la cocina. Parecerían más ligeras para hacer juego con la luz de la mañana. ¿No le parecía?
El señor Gibson estaba allí, sentado a la mesa, observándola y escuchando, y sus ojos de repente se aclararon. Vio a Rosemary, no como había sido, o como él pensaba que era, sino como estaba realmente esta mañana.
El traje ligero resaltaba una figura que aunque era delgada ya no podía ser descrita como flacucha. Tampoco estaba ya torcida y vacía como cuando, debido a su debilidad, debía adoptar esa postura. Por el contrario, estaba sentada muy tiesa y sobre su cintura estrecha se perfilaba un pecho bonito, y los huesos de sus hombros estaban cubiertos por suave carne. Luego estaba su pelo. ¡Lo tenía espeso y brillante, lleno de reflejos de color castaño! ¿De dónde había salido? Bueno. ¿Y esa cara? Esa cara no era blanca y macilenta ni le colgaba la carne arrugada. Casi era firme y tostada por el sol con un color rosa dorado, y las arrugas de la frente eran un signo de madurez (más interesante que pueda serlo una limpia frente juvenil). Los ojos azules le chispeaban al pensar en los proyectos que tenía para aquel día. Los extraños pliegues de las comisuras de sus ojos eran tan característicos, tan propios del fino humor que tenía. Todo su rostro estaba tan animado y..., no sabía cómo llamarlo, pero era tan... de Rosemary. Y aquella risa explosiva que ella siempre tenía en la garganta.
Su pecho se hundió. «Bueno. ¡Ya está bien!», pensó.
El señor Gibson lo ocultó como un secreto temporalmente mientras sonreía y aplaudía todos sus planes, animándola..., luego le dijo adiós.
Pero se fue en el autobús con la alegría estallándole en el corazón. «Está bien otra vez. Rosemary está viva y bien.» Era como si hubiera vuelto de entre los muertos.
Durante todo el día el milagro vibró en su corazón. Volvería con ella, volvería con ella. Su corazón latía con violencia y sonaba como una campana.
Cuando regresó a casa para admirar el cordero, observar su apetito delicado y escuchar cómo había pasado la jornada, que sólo era el cimiento del día siguiente, dijo firmemente:
—Rosemary, mañana por la noche vamos a ir a celebrar algo.
—¿Nosotros? ¿Por qué?
—¿Puedes conducir quince kilómetros? ¿Podrá el coche rodar quince kilómetros?
—¡Claro que puede! —dijo alegremente—. No sé por qué no.
—Entonces vamos a salir a cenar a un restaurante que conozco. Está junto a la autopista. ¡Ah! Seguro que te va a gustar.
—Pero, ¿por qué?
—Para celebrarlo —dijo misteriosamente.
—¿Celebrar, qué, Kenneth?
—Es un secreto. Quizá te lo diga mañana.
—¿De qué diablos estás hablando?
—No importa —dijo vergonzosamente—. No quería compartir este auténtico milagro, ni siquiera con ella.

 

El día siguiente por la tarde (que era viernes) el viejo coche avanzó despacio por la autopista, hacia la parte oeste de la ciudad. Era viejo y estaba anticuado y andaba pesadamente haciendo un ruido sordo, como una corpulenta matrona que no obstante conserva su dignidad. Rosemary llevaba un vestido blanco, nuevo, con un ramillete de rosas en el talle, con un chal de suave lana roja echado por los hombros. Condujo como si no le costara demasiado trabajo. «Puede hacerlo», pensó el señor Gibson con orgullo, «porque está bien, y no hay duda de ello».
El señor Gibson había llegado hasta a reservar una mesa, ya que aquel pequeño restaurante era muy famoso, tanto por su exquisita comida francesa como por su ambiente, que era ligero y humeante y olía a salsas deliciosas. Tampoco era barato. Pero aquello era una celebración.
Bebieron un poco de vino. Comieron con satisfacción un delicioso plato detrás de otro, y el señor Gibson estuvo bromeando para evitar la verdadera razón de aquella salida y aquel derroche. Era estupendo poder estar juntos en la niebla de humo y con aquellos deliciosos olores entre el suave murmullo de las conversaciones de los demás. El señor Gibson sabía que se estaba pavoneando, Rosemary también.
Como si fueran actores o máscaras y estuvieran fuera de sí mismos y, sin embargo, fueran ellos mismos pero de una forma más libre y verdadera. No podía evitar sentirse delicado y alegre como un perrito. Disfrutó la velada. Rosemary parecía sentirse adorable también. Y desde luego lo era, pensó.
A la hora de los postres tomaron una gota de coñac con el café. Después, sin previo aviso, estas dos personas que vivían en un mundo aparte cayeron en un acceso de hilaridad infantil.
Fue simplemente algo que dijo él. Un giro de una frase.
Y Rosemary la remató.
Y él lo exageró.
Y saltaron, y la cosa aumentó. Era cada vez más y más divertida. Se estaban comportando como un par de locos. El señor Gibson se reía tan fuerte que tuvo que esconderse detrás de la servilleta. De tanto reírse empezó a sentir dolor. Rosemary tenía las manos sobre el ramito de rosas que llevaba en el talle como si a ella también le doliera. Los dos se balanceaban juntos. Chocaron con la cabeza. Y aquello fue un tumulto total. Se decían cosas uno al otro, con la cara roja y los ojos húmedos.
Se reían y se desafiaban.
La gente se volvía y les miraba con cara de pocos amigos, y aquello fue lo más divertido que jamás habían visto. Y empezaron otra vez. No podía haber en el mundo nada tan divertido. Pero nunca podrían explicarle a los demás, el porqué. Qué era lo que les parecía tan divertido.
Entonces la gente empezó a sonreír por contagio, observándoles con verdadera curiosidad. Así que intentaron controlarse y apretaron la boca y bebieron brandy. Rosemary pensó en otra palabra más y la dijo, y otra vez empezaron a retorcerse de risa, echándose hacia atrás, olvidándose del mundo como si estuvieran en otro planeta.
Les costó mucho trabajo calmarse. Pero al final, de forma igualmente repentina, apareció la tristeza. Se acabó. No debían tratar de empezar otra vez. No, no hay que forzar nada. Allí sentado, con un suave regusto en la garganta. El sabor que le queda a uno en la boca después de haber estado riéndose es como un verdadero alivio.
—¿Cuándo vas a decirme lo que estamos celebrando? —preguntó Rosemary? bastante seria.
—Te lo voy a decir ahora —se bebió la última gota de coñac—. Te estamos celebrando a ti. Porque ya estás bien, otra vez.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y no contestó.
—Bueno, es tarde. Cero que debemos irnos —dijo él, tranquilamente.
—Sí —colgó el chal de lana rojo que estaba detrás de ella. Parecía que estaba temblando. El camarero separó la mesa para que pudieran levantarse. Salieron despacio, como si aún estuvieran en trance, recordando aún, suavemente, la cena y la diversión. El tomó el suave y amplio chal y lo sostuvo; ella se dio la vuelta y él la envolvió en él. Quería arroparle bien la garganta para que estuviera calentita y no se enfriara. No pudo evitar que sus manos lo hicieran con ternura.
Rosemary inclinó la cabeza y durante un momento fugaz y alocado ella oprimió la cálida piel de su mejilla descuidadamente contra la piel desnuda de su mano.
Sólo duró un momento. Pero su mundo cambió por completo.
El señor Gibson la siguió al pequeño vestíbulo y sostuvo la puerta que el dueño le ayudó a abrir (mientras les daba las buenas noches y les decía que se había extendido la niebla y que debían tener mucho cuidado). El señor Gibson le contestó mecánicamente. Estaba completamente aturdido.
Acababa de darse cuenta de que estaba enamorado de su esposa Rosemary, que era veintitrés años más joven que él, pero eso no importaba. Y qué, estaba loco por ella. Ahora se daba cuenta de lo que la gente sentía cuando decían que estaban «enamorados». ¡Enamorados... enamorados... enamorados!
Rosemary retrocedió y se apoyó en él para descansar un momento. Sus cuerpos era lo único que había en el mundo y lo único que importaba. A cubierto de todo lo demás. Al otro lado de la carretera los campos se adormecieron y ahogaron un suspiro.
—¿Prefieres que conduzca yo? —le preguntó.
—No, no —dijo ella—. Yo conozco bien el coche. Oh, Kenneth, ¿no es maravilloso?
Sintieron una vibración que él apreció. Era demasiado íntima y demasiado nueva y aún más hermosa para comentarla.
Subieron al coche. Rosemary puso en marcha el ruidoso motor, y retrocedió para salir del aparcamiento. El señor Gibson se esforzaba mirando a través de la niebla. Pero casi no sabía lo que veía. Ella conducía muy despacio y con mucho cuidado. El enorme coche viejo marchaba sin parar. El mundo era invisible por delante de ellos, y por detrás desaparecía. No estaban en ningún sitio y, sin embargo, estaban allí. Juntos, y sólo a unos quince kilómetros de casa.
El señor Gibson no pensaba con demasiada claridad en lo que había alrededor, ni en la distancia. Sólo sabía que estaba enamorado y todo, todo resultaba completamente diferente y hermoso.
Unos faros aparecieron de repente, como si acabaran de ser creados. Un coche se precipitó hacia ellos, de frente. Vio que Rosemary giraba repentinamente el volante. Eso fue lo único que vio, a excepción de un ruido brutal, un dolor intenso y luego el mundo desapareció de sus sentidos.