2

 

El señor se sentó decorosamente en la lúgubre capillita y soportó la ceremonia, cruel pero necesaria, poniendo en juego un truco que había desarrollado, mediante el cual desligaba deliberadamente gran parte de su atención. Cuando terminó se dio cuenta, con un pinchazo de remordimiento, que a un lado, detrás de una cortina, en el «lugar reservado a la familia», había estado sentada sola Rosemary James durante toda la ceremonia. ¡Si lo hubiera sabido! No había tratado nunca a la muchacha —pobrecilla—, pero sabía que habría revuelto todo el mundo hasta encontrar a alguien, cualquiera, que permaneciera con ella. O se hubiera sentado allí él mismo. Odiaba los funerales, de quien fuera, y no pudo evitar imaginarse el mal rato pasado por la muchacha, y esto le enfureció.
Cuando le tomó la mano al pie de la tumba sintió la vibración de angustiada soledad. Percibió en la médula de sus huesos que estaba agotada y desesperada y que necesitaba tener esperanza. Tenía que tener algo en lo que esperar, aunque fuera insignificante. Sin eso podría morir.
Así que de pie al sol, en el triste césped, con las flores amontonadas detrás de ellos, le dijo:
—Su padre debe de tener muchos papeles. Supongo que alguno de ellos debería ser publicado.
—No sé —repuso Rosemary.
—Me pregunto —insistió el señor Gibson— si le gustaría que yo los revisara. Quién sabe, a lo mejor hay algo de valor.
—¡Oh!, supongo que puede haberlo, no sabría decirle, parecía tímida, la pobrecilla.
—Me gustaría mucho ayudarle, si puedo —dijo amablemente.
—Gracias, señor Gibson.
—Entonces puedo ir..., ¿tal vez mañana?
—Sí, por favor. Es muy amable de su parte, ¿no será mucha molestia?
—Será un placer —dijo. Eligió la palabra deliberadamente. Hablar de placer al pie de una tumba era duro e incluso chocante. Pero ella necesitaba que alguien le inculcara esa palabra en la mente.
Ella se lo agradeció una vez más, vacilante. Era una joven vergonzosa que estaba demasiado trastornada, asustada e indecisa. Desde luego no era una niña. Seguramente tendría casi treinta años. Era delgada..., de hecho daba pena ver lo delgada que estaba, temblando a causa de la tensión y de la fatiga pero resistiendo de un modo u otro. Tenía la cara blanca, unos ojos azules asustados, con unos pequeños pliegues que se le formaban en las comisuras y que le caían tristemente. Su frente blanca estaba arrugada; tenía el pelo castaño, liso y sin vida. No llevaba la boca pintada e intentaba, conmovedoramente, sonreír y no sonreír a la vez. Bueno, ahora podía esperar algo para mañana aunque fuera tan poco.
—Ya veremos —dijo el señor Gibson, y sonrió ampliamente—. ¿Quién sabe? —añadió alegremente—. Tal vez encontremos algún tesoro.
Sus ojos se transformaron y él pudo ver que brillaban con admiración, con esperanza, y se sintió muy contento de sí mismo.
Al volver a casa estaba indignado. ¡Pobrecilla! Parecía que un vampiro le hubiera chupado la sangre. Y a lo mejor lo había hecho: el viejo arrogante cuyo cerebro le había traicionado y que vivió su última década intentando desesperadamente cazar sus propios pensamientos, que seguían escapándosele. Al señor Gibson le daba mucha pena la pobre chica. Sin dinero, sin atractivo, cansada, era una criatura torturada. Había sido un funeral horrible, no debía haber estado allí sola.

 

Los James vivían en el primer piso de una casa vieja cerca del campus de la universidad. En cuanto al señor Gibson entró en el vestíbulo percibió un halo de pobreza, de ruina y de oscuridad. Si aquel sitio había tenido color alguna vez, ahora estaba descolorido, formando una mancha turbia que destruía la luz. Todo, aunque estaba muy limpio, parecía manchado en cierto modo. Todo era viejo y había un desorden provocado por el hecho de no recibir nunca a nadie y no ver nunca la propia casa con nuevos ojos.
A pesar de todo se dio cuenta de que Rosemary se había arreglado el pelo, sin gracia, cuidadosamente; que se acababa de planchar el vestido y que llevaba un collar de cuentas azules. Al señor Gibson el darse cuenta de estas cosas no le hacía sonreír. Le daban ganas de llorar.
Le saludó seria y tímidamente. Le llevó, con prisa nerviosa, directamente al refugio del viejo.
—Bueno —exclamó el señor Gibson con triste asombro.
La vieja mesa de despacho estaba llena de papeles amontonados que yacían, unos junto a otros, formando ángulos extraños.
—Parece un pajar —dijo Rosemary con valiente actitud, cosa que le sorprendió.
—Desde luego —agradeció aquella frase y le hizo sonreír—. Y nuestro trabajo consiste en encontrar la aguja. Ahora venga, sentémonos aquí. Empezaremos en el centro desde arriba e iremos revolviendo hasta llegar a tocar la madera de la mesa. ¿Le parece bien?
Se sentaron. El señor Gibson empezó a inundarlo todo con su propia naturaleza de esfuerzo alegre, organizada y llena de propósitos. Al poco rato ella dejó de respirar nerviosamente y despegó los labios. Era inteligente.
Pero al cabo de un rato no había nada que pudiera salvar la situación de la tragedia a no ser un buen sentido del humor.
El viejo profesor había estado garabateando papeles durante muchas horas. Pero tenía una letra atroz y lo que era aún peor, lo que había escrito era indescifrable y parecía no tener un sentido razonable.
El señor Gibson, intentando defenderse automáticamente, se esforzó por ver el lado divertido del asunto.
—Si esto es una T mayúscula, la palabra puede ser «tanto», ¿usted qué cree? Claro que también puede poner «tonto».
—O «tacto» —dijo Rosemary, ansiosamente.
—«Tal vez» parece la palabra vencedora —dedujo él—. O pone «a la vez».
—¿Y «en vez de»?
—No sé por qué me da que aquí hay una «V», ¿y si fuera una «t» otra vez? «¿Otra vez tú, Romeo?» ¿No cree, señorita James, que puede poner incluso «Romeo»?
Era demasiado trabajo para algo que casi no tenía importancia.
—No creo —dijo ella seriamente. Después se quedó asombrada y luego le entró la risa.
Era como si el ave fénix hubiera resurgido de sus cenizas. Su risa era muy profunda y melodiosa. Los minúsculos pliegues de las comisuras de los ojos estaban hechos para reír. Esa era su función; eran graciosos. Sus ojos perdieron aquel aspecto polvoriento y se hicieron un poco sonrientes. Hasta su piel pareció adquirir un matiz de color.
—Le apuesto a que podemos leer lo que queramos —dijo el señor Gibson con entusiasmo—. ¿Ha oído hablar del monograma Bacon-Shakespeare?
Ella no había oído hablar de aquello y escuchó lo que él le contó sobre aquel descabellado asunto.
Más tarde, mientras la joven estaba todavía relajada y divertida, él dijo amablemente:
—¿Sabe qué le digo?, que creo que lo mejor es mirar lo de abajo del montón.
—¿Antes?, quiere decir —era inteligente.
—Eso creo, querida.
—El... lo intentó con mucho interés —sacó el pañuelo.
—Era un valiente por perseverar intentando algo —dijo—. Realmente lo era, y nosotros también vamos a perseverar.
—Hay montones de papeles en los cajones. Algunos están escritos a máquina.
—¡Viva!
—Pero, señor Gibson, eso llevará mucho tiempo.
—Claro —dijo amablemente—, nunca pensé acabar con todo en una hora. ¿Y usted?
—No debe fatigarse.
—¿Está usted fatigada? —él creía que sí lo estaba.
—Creo... ¿Toma usted té?
—Si me lo ofrecen...
Ella se levantó torpemente y fue a preparar el té que le había ofrecido de una forma tan temeraria. El señor Gibson se quedó esperando contemplando seriamente la mesa y todo aquel papel desperdiciado. No creía que fueran a encontrar ningún tesoro. También sabía que de nuevo había vuelto a ser un loco y un impetuoso. Se había dejado dominar por un impulso. ¿Cuándo aprendería a no hacer aquellas cosas? Había hecho crecer la esperanza donde no había muchas posibilidades reales. Lo mejor sería que hiciera morir suavemente aquellas expectativas que había provocado. Pero mucho se temía que el asunto fuera demasiado importante para ella.
Mientras tomaban el te y comían unas delgadas galletas del supermercado..., una pequeña fiesta que ella había preparado lo más finamente que pudo..., el señor Gibson sintió que debía fisgonear un poco.
—¿Esta casa le pertenece? —le preguntó.
—¡Oh, no!, sólo tenemos alquilada esta mitad.
—¿Va a quedarse aquí?
—No puedo. Es demasiado grande. Para mí sola es muy grande.
El temió que quisiera decir demasiado cara.
—Perdone que le pregunte, ¿tiene algo de dinero? ¿Algún tipo de acciones?
—Puedo vender los muebles y el coche.
—¿El coche?
—Tiene diez años —vio que tragaba saliva—, pero tendrá algún valor.
—La renta de su padre..., ¿era vitalicia?
—Sí.
—Entonces, ¿no le queda nada? —aventuró bruscamente.
—Bueno..., los muebles... —se detuvo como insinuando que los muebles no valían nada, y se encontró con sus ojos—. Tendré que buscar un empleo, simplemente. No sé exactamente de qué tipo... —retorció las cuentas del collar—. Espero... —y se puso a mirar los papeles.
—¿Sabe escribir a máquina? —le preguntó rápidamente. Ella sacudió la cabeza negativamente—. ¿Ha trabajado alguna vez, señorita James?
—No, yo... Papá me necesitaba. Cuando mamá murió sólo quedaba yo. Ya ve.
Le resultaba muy fácil al señor Gibson imaginarse perfectamente lo que le había pasado.
—¿Tiene a alguien que pueda aconsejarla? —le preguntó—. ¿Algún familiar?
—A nadie.
—¿Cuántos años tiene? —le preguntó amablemente—. Puesto que soy lo suficiente mayor como para ser su padre, espero que no tenga inconveniente en que se lo pregunte.
—Tengo treinta y dos. Y ya es tarde, ¿verdad? Pero encontraré algo que hacer.
Pensó que necesitaba un sitio para descansar, antes que nada.
—¿Tiene algún amigo? ¿Algún sitio donde pueda ir?
—Tendré que buscar un sitio para vivir —repuso evasivamente. Y él adivinó que no había tal amigo. Seguramente el viejo, extraño y difícil, había espantado a cualquiera que llegara con buenas intenciones—. El casero quiere que me vaya antes del uno de marzo. Quiere arreglar la casa. Realmente lo necesita —e hizo un gesto nervioso.
El señor Gibson maldijo al casero, silenciosamente.
—Está en un apuro, ¿verdad? —le dijo animadamente—. Déjeme que investigue a ver qué tipo de trabajo hay por ahí. ¿Puedo hacerlo?
Sus ojos volvieron a agrandarse. Su cuerpo se enderezó. Parecía cambiada.
—No quiero ser una carga...
—No va a ser ninguna carga —dijo gentilmente—. Puedo echar algún cable por ahí, ¿sabe? Tal vez mejor que pueda hacerlo usted. «Se necesita trabajo bien remunerado para persona sin experiencia en los negocios o similar.» Mire, querida, no es imposible. Al fin y al cabo, los niños nacen, y ellos no han tenido experiencia y, sin embargo, acaban por encontrar trabajo —consiguió hacerla sonreír—. Ahora vamos a encontrar algo aquí, pero es mejor que le diga esto, señorita James. No es ni fácil ni rápido encontrar un editor. Me temo que es algo muy lento. Tampoco se obtiene mucho dinero con el trabajo de tipo académico.
—Muchas gracias por ser tan amable, señor Gibson.
—No tiene por qué darlas.
No le estaba rechazando. En el decaimiento de su cuerpo podía adivinarse toda su debilidad y su fatiga. Pero no obstante estaba sentada, lo más erguida que podía e intentando parecer lo más útil posible. Estaba intentando liberarle.
Pero lo que acababa de decir no era verdad. Ojalá. No tenía por qué ser amable. El quería intentar ayudarla... y mantenerla con gotitas de esperanza. No sabía cómo podía hacerlo de otra manera.
—Le diré una cosa. Imagine que vengo otra vez..., veamos..., ¿el viernes por la tarde? Nos pondremos con el material que está escrito a máquina. Ahora ya no le molesto más. Mientras tanto buscaré algo por ahí. Y me ha gustado mucho el té —le dijo.
Ella no volvió a darle las gracias, cosa que él agradeció y salió a respirar el aire libre.
El señor Gibson estuvo preocupado durante todo el jueves porque sabía que había sido débil y no quería permitirse pensar en ello.
El viernes cuando volvió a ir (tenía que hacerlo, lo había prometido) resultó que las páginas escritas a máquinas del cajón de abajo de la mesa del profesor eran en su mayor parte correspondencia que, en lo que al profesor se refería, era cada vez más agresiva y menos coherente a medida que los conductos nerviosos de su cerebro habían empezado a chocar y a cruzarse unos con otros. El señor Gibson simuló que eran interesantes. Lo eran, pero en un sentido trágico, no como un tesoro.
No obstante, el señor Gibson extendió su tarea y siguió visitándola. ¡Ah!, pero sabía exactamente lo que estaba haciendo. Cuando pensó en ello no lo aprobó en absoluto. Era una debilidad. Se había enredado en todo aquello y cada visita iba tejiendo otro hilo más de la tela de araña. Lo sabía muy bien. Nadie sabía mejor que él que debía retirarse discretamente. Ella no era responsabilidad suya.
Podía retirarse. En estos días modernos, en los Estados Unidos de América, no aparece ningún cadáver en la calle, muerto por indigencia. Hay instituciones públicas y de caridad. Existe un auxilio social. Tampoco Rosemary le hubiera culpado si se hubiera quitado de su camino. Simplemente seguiría estándole agradecida por todo lo que había hecho por ella o intentado hacer.
Pero era incapaz de pensar con este sentido común. Ahora, ya sabía exactamente cómo hacerla reír. Ninguna organización de caridad lo hubiera sabido. Era un poco ridículo cómo este pensamiento llegó a pesar en él. Pero había llegado ya demasiado lejos en el tema de Rosemary y ella también lo sabía. Incluso la joven se lo había advertido. Ahora ya era demasiado tarde. Estaba haciendo el papel del que sujeta la zanahoria que se pone delante de la nariz del burro para que ande..., sin la cual éste se pararía, desistiría o incluso moriría.
Mientras tanto vinieron comerciantes a ver los muebles y le ofrecieron cantidades mínimas e insolentes. Los libros, desgraciadamente tenían muy poco valor en dinero. Un día un hombre le dijo que le daría cincuenta dólares por el viejo coche. Cuando Rosemary acordó aceptarlos con el señor Gibson, ya había retirado incluso la oferta. Sus posesiones no tenían ningún valor.
Mientras tanto, también el señor Gibson había estado buscando empleo en nombre de Rosemary. Descubrió que había incluso algunos que no exigían experiencia, sólo buena salud y algo de fuerza en su lugar. Rosemary tampoco tenía esas facultades.
Por el contrario, era evidente para el señor Gibson que se encaminaba a una crisis peligrosa. El veía como arreglaba cada vez menos sus habitaciones, porque no podía hacer nada. Suponía que ella misma sólo se arreglaba a costa de un terrible esfuerzo, por un destello obstinado de orgullo natural. Por lo demás, estaba delgada debido a la inercia del agotamiento emocional y físico. Y el hacerla hablar, ir a verla y provocar un poco de alivio en su rostro tres veces a la semana realmente no era bastante.
¿Qué iba a hacer? Esto empezó a obsesionarle. Parecía que comía algo..., él no estaba seguro de cuanto. Pronto acabaría por no tener un sitio donde comer o dormir, ya que el primero de marzo se acercaba inexorablemente.
El veinticinco de febrero le anunció con decisión, que acababa de pagarle la renta hasta el mes de abril.
—Necesitaba este tiempo. Debe tenerlo. Está bien, me debe el dinero. Eso no es nada. Yo he debido dinero...
Ella se vino abajo y estuvo llorando hasta que él se asustó.
—Vamos, ratoncito —dijo—. Por favor... —sentía un nudo en la garganta.
Ella le dijo que tenía miedo de volverse loca, como le había pasado a su padre, pues estaba muy apesadumbrada con aquella postración y aquel entumecimiento. El, alarmado, insistió en llevar a su propio médico para que la viera.
El médico se burló de él. La enfermedad del viejo profesor James no era hereditaria. Esta mujer estaba destruyéndose peligrosamente. Con poco peso, mal alimentada, anémica, agotada psíquicamente. El sabía lo que necesitaba: medicinas, comidas adecuadas, y un largo descanso. Parecía creer que lo había resuelto todo.
El señor Gibson se mordió los labios.
—Dígame, señor Gibson, ¿qué lugar ocupa usted en todo esto? —le preguntó el médico, afablemente.
Aquella misma tarde uno de sus colegas, al que se encontró casualmente, le dio un codazo en los riñones y le dijo:
—¡Qué astuto eres Gibson! He oído que estás tratando de ganarte la amistad de la hija del viejo James. ¿Cuándo es la boda, eh?