8

 

Los días empezaron a tomar forma y fueron pasando. Al principio Ethel y Rosemary iban a verle juntas todas las tardes. Pronto dejó de desear que llegara la hora de las visitas. ¡Hablaban de cosas tan corrientes! Se quedaban de pie, junto a la cama, y por toda la sala había otras personas de pie y que hablaban de la misma forma. El señor Gibson se sentía como si estuviera en el zoo y vinieran los seres humanos a hacer ruido para comunicar a los animales sus buenos deseos, pero poco más. Como si los hombres que están en una sala de hospital hubieran perdido la razón, las ideas y la imaginación. Eran cuerpos que estaban curándose, y nada más. Durante la segunda y tercera semana venía a menudo Ethel sola diciendo que Rosemary estaba descansando. Ethel le daba noticias triviales y alegres. Violette era un gasto muy grande, pero la conservarían si Ken insistía. El tiempo era ideal. ¿Y Rosemary? ¡Oh!, Rosemary estaba siendo muy sensata, comía bien y se recuperaba estupendamente. El señor Gibson venció un sentimiento de celos al pensar que las dos congeniaban y que la casa marchaba demasiado bien sin él. Deseaba poder salir de allí. Pero no lo dijo. Sólo afirmó que él también iba mejorando.
Paul Townsend cayó por allí una o dos veces y le habló de alegres lugares comunes Era una vergüenza que tuviera que pasar aquello. Todos estaban bien en casa y todo marchaba perfectamente.
Solamente cuando algunos de sus compañeros profesores iban a verle y se ponían a charlar —como lo habían hecho durante tantos años de su vida—, comentando libros que recordaban, el señor Gibson disfrutaba un sentimiento de satisfacción por la visita.
Un día Rosemary vino sola. Ethel llevaba unos días diciendo cada vez más en serio que se iba a quedar con ellos definitivamente. Hoy había salido a ver qué trabajos había por ahí. Y, ante la sorpresa del señor Gibson, Rosemary se proponía salir también a buscar empleo.
—Al fin y al cabo —dijo junto a la cama, de pie, de la misma forma que Ethel—, hay un sustituto que va a terminar el curso en tu lugar, Kenneth, y luego viene el verano. No eres el hombre más rico del mundo... y no deberías hacer nada este verano, después de todos estos descalabros. A pesar del seguro, sabes que no podremos recuperar lo que nos ha costado todo esto —durante un momento pareció sentirse desamparada—. Pero no hay razón para que yo no pueda ayudar. Ahora ya estoy bien...
Estaba demasiado bien. Físicamente tenía un aspecto robusto. El no supo qué fue lo que le hizo inquietarse. Le pareció percibir en la voz de Rosemary ciertos matices de la vivacidad y el sentido práctico de Ethel... El enfermo de la cama de la derecha, que era nuevo, estaba escuchando atentamente cada palabra que decían, y el señor Gibson tampoco podía sustraer su propia conciencia de este hecho.
—Una mujer no tiene por qué ser un parásito —dijo Rosemary—, a no ser que esté casada con un gran magnate de la industria que pueda permitirse el lujo de mantener a un parásito.
—O que le gusten —murmuró—. Algunos hombres, están muy anticuados —revisó austeramente su pensamiento—. Si crees que vas a disfrutar trabajando, estoy de acuerdo, Rosemary. ¿Cómo... cómo está el jardín?
—Está bien, supongo.
—¿Has intentado pintar la pared pequeña? —él se esforzaba por rebuscar hacia atrás algo lejano, al otro lado de la niebla.
—No —dijo ella—, no lo he hecho. Nunca podré pintar bien, Kenneth. Sólo soy una aficionada. Ethel dice, ya lo sabes, que la gente se dedica a esas cosas para evadirse de la realidad, y creo que yo no he estado al corriente de... bueno, de la realidad económica... del mundo de los negocios... en fin del mundo real.
El señor Gibson pensó para sí mismo: «Sí, ésta es Ethel. Pero esto le viene bien.»
—Creo que he estado más o menos protegida demasiado tiempo —prosiguió Rosemary.
—Bueno... —repuso, pensativo—. No sé si yo lo llamaría así.
«Una prisión es una protección, en cierto modo», pensó.
—Ahora me doy cuenta —dijo ella, enérgicamente— de que todo era como un sueño, y yo no mostré la firmeza suficiente al dejar que se desarrollaran las cosas. Si hubiera tenido más sentido... si me hubiera enfrentado con los hechos... nunca hubiera tenido que encontrarme en el estado en que estaba...
—Estabas —exclamó con admiración—. Ahora pareces un joven muy resuelta.
—Y lo soy —aquello satisfacía su orgullo—. Hay trabajos que ahora puedo desempeñar.
—Sí.
El lo sabía, trabajos para gente con buena salud. Son los primeros pasos para obtener experiencia laboral.
—Bueno, nunca he pensado conservarte envuelta en algodón... para siempre.
«Rizos, Rizos, ¿cuándo vais a ser míos?»
«No tienes que fregar platos, ni alimentar a los cerdos, sino sentarte entre cojines y coser una fina tela y alimentarte con fresas, azúcar y crema», canturreó.
Esto le hizo reír (si su risa fue un tanto artificial y un poco forzada, fue tal vez debido a que el hombre que estaba en la cama contigua les miraba con cara de desprecio y largos bigotes.)
—¡Qué régimen tan desequilibrado! —exclamó Rosemary, intentando parecer alegre.
—Es demasiado rico en calorías, y seguramente me hará engordar —afirmó el señor Gibson, con aspecto soñoliento y estudiando encubiertamente su nueva vivacidad. ¿Sería auténtica? ¿Era así Rosemary? ¿Estaba equivocado al rechazarla?
—¿Necesitas más libros? —dijo ella, de repente—. No estaba segura...
El volvió la cabeza.
—Me cuesta mucho esfuerzo sostener un libro. A lo mejor he seguido una dieta de poesía demasiado uniforme. Cuando «la vida es real, la vida es seria — y allí voy» —su propia sonrisa le pareció un tanto artificial.
—Ethel me ha contado tantas cosas de ti —dijo su esposa—. ¡Cómo te has pasado la vida ayudando a la gente!
—Ah, bueno... —farfulló. Aquel tipo de juicio piadoso le desagradaba. Como todo el mundo, lo único que había intentado era encontrarse a gusto.
—Da igual —dijo Rosemary resueltamente—. Ethel y yo vamos a cuidar de ti, para variar.
(Al señor Gibson no le gustó aquello ni una pizca. Pero pensó que tal vez ella necesitaba desembarazarse del peso de su gratitud, y si ése era su modo de hacerlo, él tendría que aguantarlo.) Y así se lo dijo, con ojos forzadamente alegres, que imaginaba que sería maravilloso.

 

Cuando le dio la espalda al vecino curioso y se puso a repasar la conversación. Se dio cuenta de que la energía y la disposición de Rosemary eran para ella un esfuerzo. Se estaba esforzando por ser algo que nunca había sido. Pero quizá ahora necesitaba serlo. Bueno, si ella realmente deseaba sentirse útil para él, y ése era su modo de hacerlo, pues bien, él tendría que adquirir la gracia de aceptarlo.
Tendría que deshacerse de ese sentimiento de congoja, de esa noción absurda de que era él el que había estado recibiendo antes, y que ahora había perdido algo precioso. Si a Rosemary aquello le parecía un deber, bueno, pues lo entendería. El había creído también que lo suyo era un deber, y muy a menudo había disfrutado realizándolo. Debía olvidar ese sentimiento infundado de que había algo... algo escondido... que no marchaba bien en Rosemary. Al fin y al cabo, cavilaba con triste fantasía, si un hombre no puede vivir solamente de pan, tampoco puede una mujer sentirse satisfecha tomando solamente fresas con nata.
Intentó abandonar su vieja costumbre de hacer citas mentalmente. Había demasiados poemas de amor. Quizá todos lo fueran...
El señor Gibson recibió una fuerte impresión un día, cuando descubrió que algunos de los huesos de la pierna que habían resultado dañados se le habían soldado de forma extraña. A menos que se sometiera a una serie de operaciones en las que le romperían aquellos huesos para colocárselos bien, lo cual resultaría muy caro (y no le garantizaban el resultado), se quedaría cojo.
Pero cuando intentó andar, cuando se dio cuenta de qué tipo de cojera le quedaría en lo sucesivo... entonces sí le importó mucho.

 

Finalmente volvió a casa. Ethel fue a recogerle en un taxi. Rosemary se quedó esperándole junto al fuego. Le recibió en la puerta de la casita. Todavía con las muletas, el señor Gibson se deslizó hasta el salón, ansioso de percibir el calor del hogar en su corazón.
Pero no fue así. Los colores le parecieron un tanto cursis. Era evidente que los muebles no eran adecuados. Todo lo que él recordaba tan tiernamente debía de haber sido completamente subjetivo; algunas cosas estaban ligeramente cambiadas de sitio. Las sillas colocadas en ángulos diferentes. Se sentó, con pena.
Jeanie Townsend acudió con un ramo de flores y le dio la bienvenida y todo el mundo hizo como que no se daba cuenta de que toda la casa estaba ya llena de flores. Pero la chiquilla fue bien recibida. Con su presencia y su buena educación les ayudó a pasar ese momento de tensión.
Después, su padre apareció detrás de ella, con su ropa de estar en casa; la camisa blanca sin cuello pegada a su torso hercúleo hacía resaltar el moreno de sus brazos y de su cuello. Después de venir de una sala de hospital, resultaba casi ofensivo verle tan sano y enérgico.
—¡Qué lástima! —dijo, igual que ya lo había hecho dos veces antes en el hospital— que tenga que suceder una cosa semejante. Supongo que uno nunca sabe lo que va a pasar, ¿verdad? ¡Oh!, gracias, Rosie.
Rosemary estaba sirviendo el té con manos temblorosas.
—Supongo que habrás estado bien cuidado, como yo, por un regimiento de mujeres —alargó sus grandes manos morenas para coger un plato y una taza.
—He estado muy bien atendido —dijo el señor Gibson, aceptando con su pálida mano una gruesa porción de bizcocho seco que le ofreció Ethel (ella siempre lo había considerado un bocado exquisito, pero el señor Gibson prefería, aunque no fuera muy conveniente, un baño de azúcar en el bizcocho).
—Esto me recuerda —dijo Ethel—, al hablar de cuidar a alguien... a Violette. No merece la pena el dinero que nos está costando.
—Pero si vais a ir las dos a trabajar —dijo dulcemente el señor Gibson—, ¿queréis decirme quién se va a quedar conmigo cuidándome?
—Pero si todavía no nos vamos a ir —dijo Rosemary inmediatamente—. Hasta que tú estés perfectamente bien, no nos iremos. Estaba sentada en el borde de una silla y su actitud era como la de una criada nueva ante una situación desconocida, demasiado deseosa de encontrar su lugar y de agradar. El estaba deseando decirle: «Siéntate, Rosemary. Esta es tu casa.»
Ethel estaba diciendo:
—Incluso en ese caso, cuando nosotras nos vayamos, Ken... No me gusta la idea de dejar aquí a una extraña para que haga lo que quiera. Necesitan una persona que las vigile. Tienen pequeñas extravagancias, ya sabes. A veces desaparecen cosas de la nevera —pensando en la fragilidad humana, aquella cara áspera parecía animarse.
—Nosotros tenemos a Violette desde hace un año. Lo tiene todo tan limpio... —dijo Jeanie.
—¡Ah! —exclamó Ethel—, pero allí sólo estás tú, querida. Tu pobre abuela... En cambio, aquí no hay nada que hacer. Yo he tenido limpio mi apartamento y al mismo tiempo he trabajado durante años. Y aquí que somos dos para repartirnos las tareas... las dos mayores y capaces. Eso no cuesta trabajo.
—Rosie está bien ahora —dijo Paul.
Los ojos de Jeanie brillaron.
—Me gusta Violette.
—Es un derroche —insistió Ethel—. Prefiero hacerlo yo misma.
El señor Gibson, masticando el bizcocho, se dio cuenta angustiado que le sería incluso imposible preguntar a su hermana Ethel cuánto tiempo pensaba vivir en su casa, después de haber venido en seguida dejándolo todo por el bien de Rosemary y el suyo. Ni siquiera podía sugerirle que sería mejor que se fuera. En su lugar, sería Violette quien lo hiciera.
Así que las sillas seguirían estando en sitios que le molestaban ligeramente. El menú seguramente seguiría incluyendo bizcocho y algunos otros platos determinados. Rosemary nunca sería la señora de su propia casa, por lo menos no del todo. Ethel iba a dormir en la cama que había libre en la habitación de Rosemary.
Estaba avergonzado. Cambió el ritmo de sus pensamientos. ¡Era un miserable! ¡Y qué intolerable egoísta! (y también un loco). De treinta y dos a cincuenta y cinco van veintitrés, y por muchas matemáticas que estudiara, nunca obtendría otra respuesta mejor. El tenía su sitio, su propia cama y un lugar confortable entre sus libros.
¡Era un ingrato! Estaba allí en una hermosa casita, con dos mujeres solícitas, pendientes sólo de cuidarle, ¿por qué no se conformaba contando todas las ventajas que tenía y se daba por vencido, para siempre?... «¿Por qué no borrarlo de su mente y olvidarse de que era un hombre destinado a amar a una mujer y a ser amado, y aceptar la situación en los términos presentes, que eran excelentes...?», se gritaba a sí mismo en su interior. ¡Era estupendo! Pasaría los días inundado de amabilidad, buena voluntad y agradecimiento mutuo.

 

Paul Townsend se levantó y se estiró. Parecía que no podía evitar irradiar su exceso de salud. Dijo que tenía que irse. Había dejado la hiedra a medio podar.
—Y, por cierto, Rosie —añadió, con su cálida sonrisa—, si de verdad quieres algún esqueje, va a haber un montón de ellos.
—Muchas gracias, Paul, pero creo que no voy a tener tiempo... —repuso Rosemary.
—Claro que tendrás tiempo —exclamó el señor Gibson, extrañado—. No me dejes que te estorbe...
Ella sonrió y Paul dijo que, de todos modos, conservaría unas pocas docenas en agua, y Jeanie, que había estado allí callada la mayor parte del tiempo, al levantarse para salir dijo dulcemente:
—Estoy tremendamente contenta de que esté en casa otra vez, señor Gibson.
Con el rabillo del ojo, el señor Gibson vio la expresión, que tan bien conocía, en el rostro de su hermana. Era la expresión que ponía cuando no iba a decir lo que estaba pensando. Era fugazmente perturbadora. Justamente en ese momento, el señor Gibson se dio cuenta de que había perdido el contacto.
—Se me había olvidado —dijo Paul desde la puerta—, mi madre le manda recuerdos. Diga, señor Gibson, ¿por qué no se anima y va a verla alguna vez? A ella le gustaría.
—Puede que lo haga algún día —repuso el señor Gibson, lo más amablemente que pudo.
Rosemary acompañó a los Townsend hasta la puerta.
—Han sido tan amables —dijo al volver—. ¿Quieres más té, Kenneth?
—No, gracias —el señor Gibson rebuscó en su mente algún tópico que decir—. Jeanie es una niña muy callada, ¿verdad? Es una chiquilla muy agradable.
—No creo que sea especialmente callada con las niñas de su edad —dijo Ethel—. Aunque seguramente se quedará sentada como un gato observando a un ratón...
Está muy unida a su padre. Naturalmente, de forma inconsciente; está asustada de que pueda volver a casarse.
—¿Por qué dices eso? —preguntó el señor Gibson.
—Tiene que estarlo —dijo Ethel—, y, naturalmente, él se casará, eso es inevitable. Está en la flor de la vida y es un hombre muy atractivo para las mujeres, o por lo menos eso creo. Y, además, tiene dinero. No creo que pueda evitarlo. Le pescará alguna rubia —Ethel cogió el último trozo de bizcocho—. Me imagino que sólo estará esperando a que muera la vieja. Aunque hasta que la niña empiece los estudios o ella misma tenga algún romance, puede pensar que de esa parte puede venirle algún problema.
—¿Problema? —preguntó Rosemary educadamente.
—Los consabidos e inevitables celos —dijo Ethel—. Especialmente una cría de su edad, que puede ser tan difícil para su madrastra.
—No conozco muy bien a Jeanie —murmuró Rosemary, con gran tristeza.
—Estas adolescentes no tienen ningún interés en que se las conozca —dijo Ethel—. Les gusta creer que son muy sagaces —para ella debían de ser demasiado sagaces, o por lo menos el tono de su voz lo hacía creer así.
El señor Gibson había tratado con gran cantidad de gente joven que pasaba por sus clases. Pero aquella relación, se recordó a sí mismo, no era algo arbitrario. Se daba por sentado que le respetarían, por lo menos superficialmente. Había pasado muchas sesiones de agradable charla escuchando la confusión de sus pensamientos inquisitivos. Hacían alarde de ellos ante su profesor. Sería el último en conocerlos en su dimensión social o privada.
No obstante, insistió con un tono de rebeldía:
—Se sienten sagaces.
—¿Y no nos pasa eso a todos? —dijo Ethel con una de sus inteligentes miradas—. ¿Quieres que te diga quién me da pena? La señora Pyne, pobrecilla.
—Yo creo que no la conozco lo suficiente como para sentir pena por ella o no —continuó diciendo el señor Gibson, ya que por lo menos aquella era una conversación.
—¿No es evidente? —dijo Ethel—. Ser vieja y estar enferma y tener que depender de un yerno, es un destino bastante desgraciado. Los veo sacarla todos los días al porche; sentada en su silla de ruedas y quedarse allí sentada al sol. Pobrecilla. Debe de saber, quiera admitirlo o no, que es un estorbo. Debe de saber que será un alivio para toda esa gente cuando se muera. Si alguna vez me vuelvo vieja e inútil, llevadme a un asilo. Acordaos de esto.
—Lo apuntaré —dijo el señor Gibson con cierto matiz de aspereza. Pero en su mente hacía algunas cuentas angustiosas. Dentro de veinte años, Rosemary tendrá cincuenta y dos, no será mucho mayor de lo que Ethel es ahora, y nadie puede dar la imagen de la fuerza mejor que Ethel. Pero entonces él, Kenneth Gibson, tendría setenta y cinco... será anciano, decrépito, posiblemente estaré enfermo... posiblemente. Oh, Señor, perdónanos. Seré otro profesor James. Entonces Rosemary estará esperando a que muera.
—Me temo que voy a echarme un rato. Lo siento —afirmó con voz cansada.
Se levantaron inmediatamente para ayudarle a ir hasta su habitación, donde, en su propia cama, entre sus libros, sus antiguos libros, trató de descansar y recordar sin pena la frialdad y la conmiseración afligida del rostro de Rosemary.
Sencillamente una de sus piernas no tenía el mismo tamaño que la otra. Nunca podría ganarle aquella partida a su cuerpo. Estaba cojo. Viejo, agotado. Así estaba.