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Estaba maniatado encadenado como un perro en una perrera. No podía, aunque hubiera querido intentarlo, levantarse de la cama y huir de los artilugios que le tenían aprisionado.
—Entonces, ¿ella está bien? —preguntó—. ¿La ha visto usted, realmente? —intentó torcer la mirada y estudiar aquella cara, pero la muchacha que tenía el cuaderno se había sentado también y estaba muy baja. Se veía lo alto de la cabeza, pero los ojos no.
—Bueno, no —oyó que decía la voz—. De hecho, no la he visto. Pero he estado en la planta donde está. Intentando... ya sabe... obtener alguna información. Y está bien, señor Gibson. Palabra. Todo el mundo se lo ha dicho.
—¿Qué quiere decir con eso de que está bien? —preguntó, con irritación. Tenía una pierna levantada colgando de una forma extraña. La espalda oprimida de algún modo, los sentidos embotados. Estaba completamente sumido en el shock producido por el dolor de las heridas... Sin embargo, él mismo «estaba bien» en el lenguaje médico'. Y eso ¿qué quería decir, excepto que no estaba en peligro de muerte? ¿Y ella?
—Me han dicho que perdió el conocimiento unos minutos, y que estuvo algo agitada —dijo la voz tosca—. Pero eso es todo. Ahora, por favor, señor Gibson.
Giró la cabeza, que era lo único que podía hacer. Pero, pensó, inundado por la pena, ¿quién va a hacer sonreír a Rosemary?
—¿Le duele algo? —le preguntó la muchacha con amabilidad—. Tal vez pueda volver dentro de un rato.
—Claro que tengo dolores. Exactamente, justo aquí dentro. Estoy metido como en el capullo de un gusano de seda, hecho de niebla y de pelusa... (¿Niebla? Se le encogió el corazón. Debían de tenerle drogado. Tenía la lengua pastosa y a la vez floja)—. No siento dolor, ¿sabe?, pero sé que está ahí, alrededor de mí. Y sabe que yo lo sé. ¿Qué día es hoy? ¿Qué hora es? ¿Dónde estoy? —bromeó, con labios asustados.
—Es sábado, veinte de mayo —le dijo despacio y con paciencia—. Son las nueve y veinte de la mañana, y está en el Andrews Memorial. Fue hospitalizado anoche, y palabra, señor Gibson, lo siento, pero tengo que obtener estos datos para Información.
—Ya lo sé.
Estaba asustado, sudaba porque tenía miedo de que todos le estuvieran mintiendo. No era impensable.
Posiblemente, roto y apaleado como estaba, habían decidido, según su criterio, conspirar contra él para evitarle sufrimientos. Abrió los ojos todo lo que pudo y se esforzó por levantar la cabeza y observar a la muchacha a través de la pelusa y de la niebla.
—Siéntese un poco más arriba, no puedo verla —le suplicó.
La muchacha se levantó pensando: vaya, tiene unos ojos bonitos. En una chica serían maravillosos. ¿Verdad que lo serían? Es como si mi hermana y yo tuviéramos el pelo lacio y los chicos hubieran sacado ondas naturales en el pelo... Bajó los ojos para que no le pillaran aquellos pensamientos.
—¿Qué le están haciendo a ella? —dijo el señor Gibson, con furia.
—¿Por qué? Supongo que la tendrán sedada. Al menos no he podido hablar con ella. Seguramente querrán tenerla algunos días en observación.
—Eso está bien —repuso, nervioso—. Sí, eso es lo que deben hacer. Mantenerla y observarla. Ya lo ve, no ha estado muy fuerte últimamente. Ha pasado una temporada muy mala, y esto puede significa un retroceso.
La muchacha suspiró y oprimió el lápiz.
—Tengo su nombre y su dirección; ahora, veamos... ¿Cuándo nació usted, señor Gibson? Por favor, sería tan amable de ayudarme a rellenar estos espacios en blanco...?
—Lo siento. El cinco de enero de mil novecientos; como verá, es muy fácil averiguar mi edad. Ni siquiera tiene que restar, ¿verdad?
La muchacha apuntó.
—Sí. ¿Casado?... ¿Cuánto tiempo lleva casado, señor Gibson? —preguntó en alto.
—Cinco semanas.
—¡Oh!, ¿de verdad? —su voz se volvió ligera e interesada. La siguiente pregunta que estaba en blanco era «¿Hijos?». Empezó a escribir «no» y se detuvo.
—¿Es ésta su primera esposa?
—La primera... y la única... ¿Quiere decirme una cosa? —luchaba por verla de cerca—. ¿Está sufriendo?
—Mire —dijo la muchacha, esta vez con voz firme—. ¿Qué puedo hacer para que me crea, señor Gibson? Palabra de honor. Nadie está tratando de engañarle. No creen ni que tenga una conmoción siquiera. Yo me hubiera enterado si ella tuviera algo malo. Créame, se lo hubiera dicho.
Ahora podía verle la cara, y ésta era amable, reluciente y ansiosa.
—Creo que lo haría —dijo débilmente—. Sí, gracias.

 

Estaba en una sala del hospital. No había teléfono. Estaba separado de Rosemary. Estaba más lejos de ella que si hubiera estado a mil kilómetros. Entonces dijo, con desesperada extravagancia:
—¿Puedo enviarle una postal?
—Bueno, tal vez es probable que ella pueda bajar aquí a verle... posiblemente mañana.
—¿La dejarán salir a ella antes que a mí? —preguntó en seguida el señor Gibson, alarmado.
—Bueno, creo que sí. Al fin y al cabo, usted va a tener que esperar un poco.
—No pueden permitírselo —no podía aceptar que Rosemary estuviera sola. Habrá que contratar a Violette para que se quede en casa, pero Violette es tan despegada y tan fría... Paul Townsend se portaría bien, pero no se puede quedar con ella. No había nadie, pensó, horrorizado. Sí, claro que lo había. Rosemary no tenía familia, pero él tenía a una persona. El tenía una hermana.
—¿Puede enviar un telegrama?
—Creo que podré hacerlo por usted, o, si no, la enfermera...
—Hágalo usted. A la señorita Ethel Gibson —le dio la dirección—. ¿Lo está escribiendo? Envíe esto: «No te preocupes. Accidente de coche. Estoy en el hospital. Rosemary está bien, te necesitamos. ¿Puedes venir?»
—¿Besos? —preguntó la muchacha, solícitamente.
—«Besos, Ken».
—Veinte palabras.
—No importa. Envíelo, por favor. ¿Puede hacerlo por mí? No sé dónde tendré el dinero...
—Yo lo buscaré —susurró—. Pueden cargárselo en su cuenta. Bueno, ¿qué tal se siente? ¿Está mejor? ¿Puede contestarme ahora a todas estas preguntas?
El le dio todas las contestaciones.
—Esta bien —dijo ella finalmente—. Creo que tengo toda la historia de su vida. Ahora, no se preocupe, señor Gibson. Voy a poner el telegrama sin más demora.
—Es usted muy buena.
—Gracias —sonrió. Le gustaba aquel hombre. Era atractivo. De todas formas, tampoco representaba cincuenta y cinco años, con el tipo de piel que tenía, rubio, delgado y fuerte. Cualquier mujer a su edad ya habría tenido que hacerse estirar la piel. Y sólo llevaba casado cinco semanas con su primera esposa. Pensó que era atractivo, y un poco divertido—. No se preocupe tanto por su esposa —le dijo, con afecto.
—Intentaré no hacerlo —le prometió. Pero aquello divertía a la muchacha y pensó que no iba a poner al descubierto su vida para divertimento de la gente extraña, otra vez.
Cuando se hubo ido, pensó confusamente: La historia de mi vida. No se ha enterado de nada... Entonces, toda su vida pasó por su mente como una ráfaga y su corazón latió fuertemente debido a su desilusión y a su sentimiento de postergación.
Pero se contuvo y se armó de paciencia. El tiempo le curaría dolorosamente. El dolor no significaba nada, podía soportarse. No estaría de acuerdo con el tiempo que eso le supondría, pero podría soportarlo.
¡Si al menos Rosemary no hubiera retrocedido demasiado! Si su querida hermana Ethel, en la que podía confiar plenamente, pudiera venir a quedarse... y llevar la casa. Estaba seguro de que respondería igual que él habría respondido si hubiera recibido un telegrama semejante. Ethel podrá incluso venir en avión. Su hermana Ethel no estaba lejos de él en el tiempo como lo estaba Rosemary, recluida en un piso más arriba. Ethel vendría y se haría cargo y con el tiempo todo iría bien otra vez.
Mientras tanto, el señor Gibson vio que el hombre que había a su derecha yacía estúpidamente inerte con un tubo que le salía de forma desagradable de la nariz. El hombre que estaba a su derecha tenía la oreja sobre la almohada, bajo la cual había una especie de disco magnético que emitía un serial radiofónico. La sala del hospital estaba llena de hombres que esperaban lo mejor que podían... y la mayoría de ellos sufrían. Algunos también podían estar enamorados, según creían ellos mismos.
El señor Gibson yacía allí recordando palabras, ya que las palabras ayudaban a soportar el dolor —esa cosa tan ardua y callada— y a pasar el tiempo.
... una huella para toda la vida.
Que observa la tempestad y nunca se hunde.
Es la estrella de todas las barcas a la deriva.
Cuyo valor es
Desconocido...
Desconocido...
Desconocido...
Parecía que se había quedado dormido.

 

Aquel mismo día, más tarde, le llevaron un telegrama: IRÉ EN AVIÓN LO ANTES QUE PUEDA.
El señor Gibson suspiró tan profundamente que le dolió el pecho.
—Ya casi se me olvida, su esposa le envía su cariño —le dijo la enfermera, alegremente.
—¿De verdad?
—Estaba muy preocupada por saber cómo estaba usted. Deje que le ahueque la almohada. ¿Está así más cómodo?
—Estoy a gusto —dijo, afectadamente—. ¿Puede decirle que me acuerdo mucho de ella?
—Claro que puedo —exclamó la enfermera—. Lo haré por una vía misteriosa.
La gente es buena, pensó el señor Gibson, débil y satisfecho. La gente es realmente estupenda. ¡Qué enfermera tan buena! ¡Querida hermana Ethel, qué buena eres! Todo este dolor pasará.