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En los idus de abril por la tarde (ya que
siempre iba después de las clases, cuando todavía era de día),
Rosemary estaba sentada en un viejo sillón del color del barro. El
señor Gibson podía ver la capa de polvo acumulada sobre las
costuras. Pensó para sí: es imposible que nadie pueda estar sano en
este lugar horrible. Tenía que sacarla de allí.
Llevaba el pelo recogido hacia arriba,
formándole una cola en el cogote, retenida con un lazo rojo
descolorido. Aquello no le hacía parecer más infantil. Parecía
trasnochada.
Ella dijo, afectadamente, como si lo hubiera
aprendido de memoria:
—Me siento tan bien. La medicina me ha
sentado estupendamente; estoy tranquila y es reconfortante saber,
por lo menos, lo que a uno le pasa —levantó los párpados—. Señor
Gibson, quiero irme..., no venga más.
—¿Por qué? —exclamó con un sobresalto.
—Porque yo no soy nada suyo. No debe
molestarse por mí. Usted, ni siquiera era amigo nuestro.
El señor Gibson no la comprendió mal.
—Claro que sí, ahora soy su amigo —le
reprendió amablemente.
—Sí, lo es —admitió con un seco gemido—, y
el único..., pero me ha ayudado. Ya es suficiente. Dese por
satisfecho, por favor.
Se levantó y se puso a caminar.
Le pareció bien. Pero estaba
preocupado.
—¿Qué va a hacer el día uno de mayo?
—Si no hay otra cosa que hacer... Iré al
campo.
—Ya veo, ¿está preocupada por mí?
¿No quiere que siga ayudándole?
Movió la cabeza sin hablar. Parecía como si
ya hubiera gastado hasta la última gota de su energía.
—Me han dicho —murmuró en alto el señor
Gibson, mirando el horrible papel de la pared— que es mejor dar que
recibir, pero me parece que en este caso alguien tiene que estar
dispuesto a recibir, y hacerlo agradablemente —ella parpadeó como
si la hubiera pegado—. ¡Oh, ya sé que no es fácil! —le aseguró
rápidamente.
Entonces él vaciló un poco, pero no por
mucho tiempo.
El problema era que su imaginación había
estado trabajando. Debía de saber que si se puede imaginar una cosa
vivamente, se puede conseguir y probablemente así se hará. Se sentó
y se inclinó hacia adelante con gravedad.
—Rosemary, imagínese que hubiera algo que
pudiera hacer por mí.
—Cualquier cosa que pudiera hacer por usted
—dijo ahogadamente—, me sentiré obligada a hacerlo.
—Bueno, ahora vamos a darlo por sentado.
Usted me está agradecida, pero deje de repetirlo. Es un terrible
aburrimiento para los dos. Y no lo paso bien viéndola llorar, ya lo
sabe. No lo paso nada bien.
Apretó los párpados.
—Tengo cincuenta y cinco años —ella abrió
los párpados húmedos, sorprendida—. ¿No lo parezco? Bueno, como
siempre digo, he estado conservándome en la poesía. Gano siete mil
al año. Quiero que conozca estas..., es..., estadísticas antes de
preguntarle si quiere casarse conmigo.
Se puso ambas manos delante de los
ojos.
—Escuche un minuto —continuó amablemente—.
No he estado casado nunca. Nunca he tenido una mujer que arreglara
la casa para mí. Tal vez me he perdido algo... Esa es una de sus
habilidades, Rosemary. Usted sabe cómo llevar una casa. Lo ha
estado haciendo durante años. Puede hacerlo y muy bien. Estoy
seguro de que lo hará cuando esté bien otra vez. Por eso estaba
pensando...
No se movió. Ni siquiera se miró las
manos.
—Puede ser un buen trato para nosotros
—continuó—. Somos amigos, diga lo que diga. Creo que no somos
incompatibles. Hemos pasado horas agradables juntos. Podemos ser
buenos compañeros. ¿No lo puede considerar como si fuera un
experimento? ¿O una aventura? Digamos que no es para siempre.
Imagine que lo pasamos bien juntos. Además, ya sabe, hoy en día el
divorcio se acepta bastante bien. Especialmente... Rosemary, ¿es
usted una mujer religiosa?
—No lo sé —repuso penosamente a través de
las manos.
—Bueno, creo —continuó—, que en vez de una
promesa sagrada... hacemos un trato —empezó a hablar más alto—,
querida mía, no estoy enamorado de usted. No hablo de amor ni de
romances. A mi edad sería un poco tonto. Nunca he esperado tener un
amor romántico ni he intentado darlo. Estoy pensando en un arreglo.
Intento ser franco. ¿Me quiere decir si me entiende?
—Si —dijo entrecortadamente—, entiendo lo
que quiere decir, pero no es en absoluto un buen trato, señor
Gibson, yo no le sirvo a nadie para nada...
—No, de momento no —coincidió alegremente
con ella—. No espero que se ponga a hacer la colada el lunes
próximo, ya lo sabe. Pero estoy pensando, y por favor, piénselo
usted también seriamente... Aunque hay un punto que quiero tratar
rápidamente. No quiero engañarle.
—¿Engañarme? —dijo con voz ronca.
—Usted sólo tiene treinta y dos años. Sea
franca conmigo.
Ella dejó caer las manos.
—¿Cómo puedo decir que prefiero acogerme a
la caridad pública?
—Puede decirlo si es así —le dijo sonriendo.
El aire en la habitación pareció aligerarse. Todo pareció más
alegre—. ¿Has tenido alguna vez una afición, Rosemary?
—¿Una afición? Sí, ya..., una o dos veces.
Tuve un jardín. Durante un tiempo... intenté pintar —parecía estar
aturdida.
—Entonces deja que te cuente. Estoy
realmente cautivado por la idea de ponerte bien otra vez. Quiero
que te recuperes, Rosemary, y que seas tú misma de nuevo. De hecho
es como si hacerlo fuera un hobby para mí. Ahora bien, estoy siendo
honesto. ¡Cuánto me gustaría! Realmente me gustaría. Me encantaría
llevarte a un sitio agradable y brillante; alimentarte y ver cómo
engordas y te pones atrayente. No me imagino nada que pudiera
resultar más divertido.
Ella se puso las manos sobre la cara y
empezó a mecerse.
—¿No? —preguntó él en voz baja—. Si la idea
te repele, naturalmente será imposible. Pero, ¿qué vas a hacer
Rosemary? ¿Qué va a ser de ti? ¿No te das cuenta de que no puedo
dejar de preocuparme por ti? ¿Cómo puedes tú detenerme, si yo no
puedo detenerme a mí mismo? Me gustaría que me dejaras prestarte
dinero, por lo menos.
—Sé guisar, señor Gibson —repuso ella en voz
baja.
—Entonces —dijo él rápidamente—. Entonces,
me temo que tendrás que empezar a llamarme Kenneth.
—Sí, Kenneth, lo haré.
Se casaron el veinte de abril ante un juez
de paz.
Uno de los testigos fue Paul Townsend.
Esto fue debido a que en aquellos cinco días
de lucha y de nerviosismo, cuando el señor Gibson estaba tratando
de encontrar una casa por todos los medios, tropezó con Paul
Townsend, le confió su problema y Paul se lo resolvió.
—Oiga —su rostro hermoso y genial se
iluminó—, tengo el lugar ideal para usted, será perfecto. Mi
inquilino se fue hace una semana. Mañana se irán los pintores. ¡Qué
coincidencia! Gibson, ya está dentro.
—¿Estoy dentro de dónde?
—En mi casa, en la parcela al lado de la
mía. Es una casita ideal para unos recién casados.
—¿Está amueblada?
—Claro que está amueblada. Está un poco
lejos.
—¿A qué distancia?
—A treinta minutos en autobús. ¿No
conduce?
—Rosemary tiene un coche que es un cacharro;
un viejo monstruo. Ni siquiera merece la pena venderlo.
—Está bien, entonces. También hay un garaje.
¿Qué le parece esto? Salón, dormitorio, baño, un gran cuarto de
estudio lleno de estantes para libros, un comedorcito y una cocina.
Hay una chimenea.
—¿Estantes para libros? —dijo el señor
Gibson—. ¿Una chimenea?
—Y un jardín.
—¿Jardín? —exclamó el señor Gibson casi en
trance.
—Soy muy aficionado a la jardinería. Venga a
verlo.
La boda tuvo lugar por la tarde, a las tres,
en una oficina gris, sin música de trompetas ni mucho olor a
santidad. El juez era un tipo vulgar que entre dientes,
tristemente. No había nadie presente más que los testigos
necesarios.
El señor Gibson había pensado que sería
mejor no invitar a ninguno de sus colegas a que le vieran casarse
de aquella manera, con aquella mujer de cara blanca que llevaba un
viejo traje azul y que casi no se tenía de pié. Sus dedos delgados
temblaban de tal forma que casi no podía ponerle el anillo en el
dedo.
Además, Rosemary no tenía a nadie. Y la
única hermana de Gibson, Ethel, aunque fue invitada «por los viejos
tiempos», no pudo venir. Escribió que suponía que sabría lo que
estaba haciendo a su edad, y que se alegraba si él se sentía feliz;
que intentaría ir a visitarles alguna vez, quizá durante el verano,
y entonces conocería a la novia, a la cual le enviaba sus mejores
deseos.
Fue una boda horrible y lúgubre. Esto hizo
estremecerse el alma de Gibson, pero fue rápida y se terminó
pronto. Se esforzó por considerarlo como un hecho simplemente
necesario, como una píldora desagradable.