9

 

La vida en la casita reanudó rápidamente su curso. Algunas semanas más tarde el señor Gibson meditaba sobre este hecho. Uno debería dar coces como un novillo (si es que los novillos realmente daban coces) en el primer momento de cualquier régimen, porque el hábito rápidamente adquiere fuerza y en seguida resulta demasiado tarde.
Seguramente su hermana Ethel no había pensado dominarle. Era una persona demasiado honrada y razonable. Pero estaba acostumbrada desde hacía mucho! tiempo a ser independiente, a tomar decisiones. Creía que había estado demasiado débil físicamente (y demasiado preocupado emocionalmente) para darse cuenta de lo que estaba pasando. Naturalmente, Rosemary no parecía pensar que necesitara afirmarse en su puesto, ya que estaba tan profundamente agradecida. Agradecida a él. Agradecida a Ethel.
Sin embargo, había sucedido. Las horas que pasaban juntos eran las horas de Ethel. Comían pronto, lo cual hacía que las mañanas fueran demasiado cortas y demasiado llenas de pequeños detalles. Por las tardes se dedicaban a dormir la siesta e inmediatamente después a preparar una cena temprana. Los menús reflejaban las preferencias gastronómicas de Ethel, aunque sólo fuera porque a ella le gustaban y los Gibson eran demasiado amables y flexibles.
Compartían las veladas entre los tres. Eran largas y estaban dedicadas a la música. Las preferencias de Ethel eran severamente clásicas, y a veces había que escuchar con solemne expresión. Otras veces hablaban de música y Ethel dirigía la conversación. Ethel tenía muchas ideas y era difícil no escucharlas y estar de acuerdo con ellas. Al señor Gibson le desagradaban las discusiones.
Después, a Ethel le apetecía jugar al ajedrez. Rosemary no jugaba. Una vez el señor Gibson intentó leer en alto durante media hora. Pero cuando Ethel interrumpió la lectura con una fina y culta sentencia en la que se ridiculizaba a Browming haciéndole aparecer como un periquito entre mujeres victorianas, sin que él pudiera discutirle la veracidad de lo que decía, proyectó una semblanza tan ridícula en la mente del señor Gibson, que éste puso el libro de nuevo en el estante, excusándose ante un viejo amigo.
De hecho, ahora vivía con su hermana Ethel.
Durante los largos años que había pasado en Nueva York, Ethel había perdido la costumbre de asistir a reuniones sociales. Ethel gozaba siendo una del trío. Para ella, eso era una multitud. Tenían pocos visitantes. De vez en cuando iban por allí Paul Townsend o Jeanie. Sus visitas no eran especialmente estimulantes. Paul se mostraba indiferente y Jeanie era toda educación.
Los viejos amigos del señor Gibson no les visitaban. Parecía que se había divorciado de la Facultad, al estar tan alejado en aquella casita y mientras todo el trabajo se hacía sin él.
Así, pues, vivía con Ethel, y Rosemary estaba allí, en la misma casa. Por ejemplo, era lógicamente su hermana Ethel, y no su mujer, relativamente nueva y extraña, la que se ocupaba de hacer de enfermera para el señor Gibson, porque, naturalmente, ella estaba más preparada para enfrentarse con ciertos aspectos físicos indecentes.
El señor Gibson había empezado a pensar que estaba metido en una trampa, suave pero sin escapatoria posible. Era incapaz de luchar por salir de allí. No sabía si debería intentarlo. Rosemary cedía ante Ethel en todas las cosas. Parecía" como si no quisiera quedarse sola con él. A veces pensaba si había algo desconocido en Rosemary. Oh, estaba bien y estaba entretenida, agradable y dispuesta... pero parecía que él y ella estaban encerrados, lejos uno de otro, sin poder comunicarse, y él encubría las dudas que le asaltaban ocultándose tras la armadura de una perfecta cortesía.

 

Una mañana el señor Gibson estaba sentado en el soleado salón, que era donde le gustaba estar. No solía sentarse fuera, donde únicamente podía ver a la señora Pyne en su silla de ruedas, en el porche de los Townsend. Había descubierto que no disfrutaba con eso. Tal vez la luz era demasiado cruel, y caía con excesiva intensidad desde el cielo. Tal vez él se había acostumbrado a un efecto más enclaustrado, y estando físicamente débil, lo prefería. De todos modos, aquella mañana estaba sentado dentro y pensaba para sí mismo que nunca había conocido nada tan penoso, nada tan enloquecedor, como aquella atmósfera que se respiraba entre unos adultos que se soportaban mutuamente en una armonía perfecta y sin sentido.
Mientras, imaginaba modos y maneras de rebelarse, sólo con la mitad de un corazón que le dolía sordamente pero sin tregua. Violette estaba limpiando el polvo. (Tanto Rosemary como Ethel le habían preguntado si le importaba, y él, naturalmente, había dicho que no.)
La observaba moverse con rápida coordinación sintiendo un ligero y vago placer. Violette no tenía precisamente aspecto de tener excesiva buena voluntad. Ella hacía su trabajo a su manera fría y silenciosa, sin tener en cuenta si a él le importaba. A él casi le aliviaba. Estaba quitando los adornos del estante de la chimenea cuando pareció darse cuenta, de repente, de algo que había a Sus espaldas. Volvió la cabeza y con aquel brusco movimiento el trapo que tenía en la mano golpeó ligeramente un florerito azul y lo tiró al suelo. Se hizo mil pedazos.
—¡Oh, querida! —exclamó Ethel, que había llegado sin hacer ruido—. Pertenecía al señor Townsend.
—Podemos encontrar otro —dijo el señor Gibson automáticamente.
Violette se agachó y empezó a recoger los trozos. El observó cómo doblaba las piernas con facilidad y contempló su espalda recta y firme.
—¡Con el azul tan bonito que tenía! ¿No lo comenté ayer mismo? —insistió Ethel.
—No lo he hecho a propósito —dijo de repente Violette con un asombroso estallido de ira.
—Claro que no quería hacerlo —afirmó Ethel dulcemente—. No ha podido evitarlo.
El señor Gibson, que estaba observando el rostro de Violette, empezó a parpadear. ¿Por qué se había enfadado tanto?
Rosemary entró, atraída desde su habitación por el ruido.
—¡Oh!, qué pena... supongo que no valdría mucho, ¿verdad?
—No, no. Los he visto en el almacén de oportunidades. No es caro —afirmó Ethel.
—Por favor, no se preocupe por esto, Violette —dijo en seguida Rosemary—. Espero que no se haya cortado.
—No, señora —repuso Violette, levantándose. Miró a Ethel descaradamente durante un segundo—, Lo pagaré —añadió desdeñosamente. Atravesó la habitación con los trozos en la mano y se metió en la cocina.
—No podemos permitir que lo pague, puesto que sólo ha sido un accidente —dijo el señor Gibson.
Ethel sonreía con su expresión peculiar.
—Parece que ella sabe que no ha sido un simple accidente —dijo en un susurro—. ¡Qué extraño!
—¿Qué quieres decir con eso de que no ha sido un accidente? —exclamó el señor Gibson, sorprendido.
—Naturalmente, lo ha hecho porque me odia.
—¡Ethel!
—Es cierto, ya lo sabes. Yo había ponderado ayer mismo el color de ese jarrón delante de ella. Me odia porque la vigilo, que es más de lo que al parecer hacéis vosotros.
—Pero... ¿qué necesidad...?
—¿Qué necesidad? ¡Oh, Dios mío! —suspiró Ethel, sentándose—. Creo que un criado podría robaros a ciegas y ninguno de los dos lo descubriría nunca.
El señor Gibson se sentía como un niño perdido. Semejante pensamiento no se le había ocurrido nunca.
—No creo que fuera a robarnos —dijo Rosemary en voz baja e indecisa—. ¿Y tú, Kenneth?
—Claro que no —explotó.
—Claro que no —repitió Ethel en tono de burla—. Nada de que no haría nada de eso. Estos extranjeros no tiene el mismo concepto de la honradez que nosotros. Ella no lo llamaría robar, pero tú si lo harías, y yo también.
—¿Qué ha robado? —dijo Rosemary, poniéndose un poco colorada.
—Se lleva comida —afirmó Ethel, con cierto misterio.
—Todos los extranjeros se llevan comida. No lo consideran como algo mal hecho.
—Come a escondidas —dijo Rosemary—. Eso es cierto.
Ellas estaban discutiendo. El señor Gibson contuvo el aliento, culpable y sorprendido.
—Es un poco mentirosa —siguió diciendo Ethel, arrastrando las palabras—. ¿Nunca tomáis precauciones, queridos confiados? ¿No creéis que existe el robo en sí? Me da miedo pensar lo que sería de vosotros si estuvierais en un sitio menos bucólico. Aunque no lo creáis, existe la maldad por el mundo
—Realmente —dijo el señor Gibson, muy enfadado—. No veo que haya más razón para creer que Violette nos roba que para creer que rompió ese jarrón a propósito. Yo estaba exactamente aquí, Ethel, y vi lo que pasó.
—Crees que lo viste —afirmó Ethel, como si hablara con un niño pequeño.
El se sintió desconcertado.
—Es la primera cosa que ha roto —empezó a decir Rosemary—. Ha sido muy cuidadosa...
—Ahí está la cosa —dijo Ethel, satisfecha—. Naturalmente que es lo primero que rompe. ¿No os dais cuenta de que quiere molestarme, y que ha estado intentando hacerlo desde el momento que llegué? Por eso ha roto algo que me gustaba. No la estoy acusando. Simplemente lo comprendo.
Al señor Gibson le pareció que había algo que estaba desapareciendo de su visión periférica.
—¡Por Dios bendito, Ethel! —gritó—. ¡Cualquiera puede tener un accidente!
—No existen los accidentes —dijo Ethel tranquilamente—. Francamente, Kenneth, en algunas cosas eres un ignorante. Subconscientemente quería molestarme. Le gusta estar completamente sola, como vosotros la dejabais. Pero, claro, yo no soy tan fácil de engañar.
—¿Qué demonios estás diciendo? —dijo el señor Gibson, hecho un lío—. Claro que existen cosas como los accidentes. Ella se volvió a mirar porque tú la asustaste... y entonces, con la mano...
—¡Oh, no! —insistió Ethel.
—Espera un momento —el señor Gibson se volvió para ver la expresión que tenía el rostro de Rosemary, pero ésta ya no estaba en la habitación. Se había ido. Era desconcertante.
El señor Gibson se dio la vuelta y dijo severamente:
—No estoy de acuerdo con tus sospechas, Ethel.
—¿Sospechas? ¿O precauciones normales? El hecho es, querido, que no podemos vivir todos en un mundo romántico, poético y totalmente amable. Algunos tenemos que enfrentarnos con las cosas tal como son —sus claros ojos miraban francamente y con honestidad, y él temía que tuvieran razón—. Enfréntate con la realidad.
—¿Qué realidad? —preguntó bruscamente.
—Los hechos —dijo Ethel—. La malicia, el resentimiento, el egoísmo. Las necesidades del ego. Todas las fuerzas reales por las que la gente se mueve. La mente consciente, querido mío, sólo es la punta del iceberg. Tú crees muy fácilmente en la hermosa superficie...
—¡Claro!
—Sí, tú —dijo Ethel amablemente—. Tú no sabes nada de lo que pasa, Ken. Estás en las nubes. Siempre lo has estado. Naturalmente, te quiero por eso... Pero por cada santo que tiene la cabeza en las nubes supongo que tiene que haber alguien que acepte la maldad de las cosas como son realmente.
—No veo el motivo, —dijo el señor Gibson con los labios apretados— para desconfiar de Violette.
—Tú no ves razón ninguna para desconfiar de nadie —dijo Ethel con indulgencia— hasta que el hecho se presentara inesperadamente y te golpea tu preciosa y delicada nariz. Siempre has esquivado las verdades desagradables de este mundo, hermano querido. Debes ser más enérgico.
El se quedó mirándola.
—¡Oh! —lo siento—, dijo ella, y verdaderamente parecía sentirlo—. No debería decir estas cosas...
—¿Por qué no? —gritó él—. Si crees en ellas...
Pero Ethel evadió la contestación.
—Te pareces mucho a mamá, ¿sabes? Creo que deberías haber sido una mujer, Ken, y yo debía haber nacido hombre.
—¿Qué quieres decir?
—No debes prestarme atención. Tu mundo de poesía y de bondad quijotesca, de fe y de todo lo demás es un lugar muy agradable...
—¿Y tu mundo? —preguntó él, estimulado por la ira—. Supongo que le llamarás a eso el mundo real.
Ethel respondió a su ira:
—¿El mío? —le miró a los ojos—. Resulta que está lleno de cuchilladas por la espalda y de todo tipo de indignidades humanas. No se puede evitar. Los hombres son animales. Te guste o no te guste.
—¿Y tú dices —retrocedió, buscando algún argumento sólido con que desafiarla— que Violette rompió el jarrón azul deliberadamente?
—Claro, no es que lo planeara conscientemente —dijo Ethel—. No lo has entendido, sino que lo hizo para molestarme, que es lo mismo.
—No lo creo —dijo el señor Gibson.
—Pues no te lo creas. Sigue siendo tan dulce como siempre... Esto es una canción, ¿no? —le sonrió y él se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo como para disculparse—. Eres como un corderito, Ken, y todo el mundo te quiere. No puedo evitar el hecho de que yo no sea ningún corderito, ya lo sabes. Bueno, no te habré molestado, ¿verdad?
El pensó que estaba más molesto de lo que había estado nunca en toda su vida. Apenas podía saber por qué, pero tenía miedo por Rosemary. Así que se levantó, tomó su bastón y se fue cojeando hasta la cocina.

 

Violette estaba fregando el mostrador con energía. Rosemary estaba allí también, mirando por la ventana. El pensó que parecía solitaria.
—Por favor, Violette —dijo—, quiero que sepa que yo pagaré el jarrón. Usted no tuvo la culpa.
Violette se encogió de hombros y no dijo nada.
—Violette dice que tiene que dejarnos, Kenneth. Se va fuera con su marido la semana próxima —dijo Rosemary con tono cortante.
—Sí, nos vamos a las montañas —dijo Violette—. El está buscando un trabajo nuevo para los dos. Si lo conseguimos nos quedamos allí.
—En un rancho —dijo Rosemary—. ¡Qué agradable debe ser! —su voz sonaba desesperadamente alegre—. Pero vamos a echarla de menos, Violette.
Violette no respondió. No le importaba que la echaran de menos. Ni siquiera estaba ya enfadada con Ethel, por lo que podía ver el señor Gibson.
—¿Deberíamos intentar buscar a otra persona? —le preguntó Rosemary con preocupación.
—No. No, yo ya estoy bien. Ethel y yo podremos arreglárnoslas —él no pudo leer nada en sus ojos.
—Sí, pero si un día Ethel se va a vivir por su cuenta, entonces...
—¡Oh!, no debe hacer eso —gritó Rosemary—. Sería una vergüenza. Es tu única hermana, y ha sido tan buena viniendo... —él no vio cómo ponía las manos en la madera redonda de la silla de la cocina. Tenía los nudillos blanquiazules—. Una persona tan agradable, tan inteligente y tan buena.
El señor Gibson estaba asustado. Había algo que no marchaba bien en Rosemary. Parecía extraña y lejana, pero cómo podía él adivinar lo que le estaba pasando, si parecía que ella se cerraba ante él... cuando le miraba con aquellos ojos tan... ¿podría ser?... asustados. Tenía que reconocer que Ethel tenía razón. Debían de estar pasando muchas cosas que él no sabía. Se sintió perdido. ¿A qué ansiedad o presión estaría sometida para que tuviera aquella mirada?
—Sí —expresó, ausente—. Naturalmente.
Mientras tanto, Violette estaba fregando enérgicamente en la habitación pequeña. Ethel entró y dijo gentilmente:
—¿Comemos, queridos? Empezaremos por la verdura.
Fuera, en el patio, Paul Townsend estaba trabajando junto al pequeño muro de piedra. Estaba de vacaciones. Jeanie andaba por allí cerca; la señora Pyne estaba sentada en el porche. No había intimidad alguna.