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La vida en la casita reanudó rápidamente su
curso. Algunas semanas más tarde el señor Gibson meditaba sobre
este hecho. Uno debería dar coces como un novillo (si es que los
novillos realmente daban coces) en el primer momento de cualquier
régimen, porque el hábito rápidamente adquiere fuerza y en seguida
resulta demasiado tarde.
Seguramente su hermana Ethel no había
pensado dominarle. Era una persona demasiado honrada y razonable.
Pero estaba acostumbrada desde hacía mucho! tiempo a ser
independiente, a tomar decisiones. Creía que había estado demasiado
débil físicamente (y demasiado preocupado emocionalmente) para
darse cuenta de lo que estaba pasando. Naturalmente, Rosemary no
parecía pensar que necesitara afirmarse en su puesto, ya que estaba
tan profundamente agradecida. Agradecida a él. Agradecida a
Ethel.
Sin embargo, había sucedido. Las horas que
pasaban juntos eran las horas de Ethel. Comían pronto, lo cual
hacía que las mañanas fueran demasiado cortas y demasiado llenas de
pequeños detalles. Por las tardes se dedicaban a dormir la siesta e
inmediatamente después a preparar una cena temprana. Los menús
reflejaban las preferencias gastronómicas de Ethel, aunque sólo
fuera porque a ella le gustaban y los Gibson eran demasiado amables
y flexibles.
Compartían las veladas entre los tres. Eran
largas y estaban dedicadas a la música. Las preferencias de Ethel
eran severamente clásicas, y a veces había que escuchar con solemne
expresión. Otras veces hablaban de música y Ethel dirigía la
conversación. Ethel tenía muchas ideas y era difícil no escucharlas
y estar de acuerdo con ellas. Al señor Gibson le desagradaban las
discusiones.
Después, a Ethel le apetecía jugar al
ajedrez. Rosemary no jugaba. Una vez el señor Gibson intentó leer
en alto durante media hora. Pero cuando Ethel interrumpió la
lectura con una fina y culta sentencia en la que se ridiculizaba a
Browming haciéndole aparecer como un periquito entre mujeres
victorianas, sin que él pudiera discutirle la veracidad de lo que
decía, proyectó una semblanza tan ridícula en la mente del señor
Gibson, que éste puso el libro de nuevo en el estante, excusándose
ante un viejo amigo.
De hecho, ahora vivía con su hermana
Ethel.
Durante los largos años que había pasado en
Nueva York, Ethel había perdido la costumbre de asistir a reuniones
sociales. Ethel gozaba siendo una del trío. Para ella, eso era una
multitud. Tenían pocos visitantes. De vez en cuando iban por allí
Paul Townsend o Jeanie. Sus visitas no eran especialmente
estimulantes. Paul se mostraba indiferente y Jeanie era toda
educación.
Los viejos amigos del señor Gibson no les
visitaban. Parecía que se había divorciado de la Facultad, al estar
tan alejado en aquella casita y mientras todo el trabajo se hacía
sin él.
Así, pues, vivía con Ethel, y Rosemary
estaba allí, en la misma casa. Por ejemplo, era lógicamente su
hermana Ethel, y no su mujer, relativamente nueva y extraña, la que
se ocupaba de hacer de enfermera para el señor Gibson, porque,
naturalmente, ella estaba más preparada para enfrentarse con
ciertos aspectos físicos indecentes.
El señor Gibson había empezado a pensar que
estaba metido en una trampa, suave pero sin escapatoria posible.
Era incapaz de luchar por salir de allí. No sabía si debería
intentarlo. Rosemary cedía ante Ethel en todas las cosas. Parecía"
como si no quisiera quedarse sola con él. A veces pensaba si había
algo desconocido en Rosemary. Oh, estaba bien y estaba entretenida,
agradable y dispuesta... pero parecía que él y ella estaban
encerrados, lejos uno de otro, sin poder comunicarse, y él encubría
las dudas que le asaltaban ocultándose tras la armadura de una
perfecta cortesía.
Una mañana el señor Gibson estaba sentado en
el soleado salón, que era donde le gustaba estar. No solía sentarse
fuera, donde únicamente podía ver a la señora Pyne en su silla de
ruedas, en el porche de los Townsend. Había descubierto que no
disfrutaba con eso. Tal vez la luz era demasiado cruel, y caía con
excesiva intensidad desde el cielo. Tal vez él se había
acostumbrado a un efecto más enclaustrado, y estando físicamente
débil, lo prefería. De todos modos, aquella mañana estaba sentado
dentro y pensaba para sí mismo que nunca había conocido nada tan
penoso, nada tan enloquecedor, como aquella atmósfera que se
respiraba entre unos adultos que se soportaban mutuamente en una
armonía perfecta y sin sentido.
Mientras, imaginaba modos y maneras de
rebelarse, sólo con la mitad de un corazón que le dolía sordamente
pero sin tregua. Violette estaba limpiando el polvo. (Tanto
Rosemary como Ethel le habían preguntado si le importaba, y él,
naturalmente, había dicho que no.)
La observaba moverse con rápida coordinación
sintiendo un ligero y vago placer. Violette no tenía precisamente
aspecto de tener excesiva buena voluntad. Ella hacía su trabajo a
su manera fría y silenciosa, sin tener en cuenta si a él le
importaba. A él casi le aliviaba. Estaba quitando los adornos del
estante de la chimenea cuando pareció darse cuenta, de repente, de
algo que había a Sus espaldas. Volvió la cabeza y con aquel brusco
movimiento el trapo que tenía en la mano golpeó ligeramente un
florerito azul y lo tiró al suelo. Se hizo mil pedazos.
—¡Oh, querida! —exclamó Ethel, que había
llegado sin hacer ruido—. Pertenecía al señor Townsend.
—Podemos encontrar otro —dijo el señor
Gibson automáticamente.
Violette se agachó y empezó a recoger los
trozos. El observó cómo doblaba las piernas con facilidad y
contempló su espalda recta y firme.
—¡Con el azul tan bonito que tenía! ¿No lo
comenté ayer mismo? —insistió Ethel.
—No lo he hecho a propósito —dijo de repente
Violette con un asombroso estallido de ira.
—Claro que no quería hacerlo —afirmó Ethel
dulcemente—. No ha podido evitarlo.
El señor Gibson, que estaba observando el
rostro de Violette, empezó a parpadear. ¿Por qué se había enfadado
tanto?
Rosemary entró, atraída desde su habitación
por el ruido.
—¡Oh!, qué pena... supongo que no valdría
mucho, ¿verdad?
—No, no. Los he visto en el almacén de
oportunidades. No es caro —afirmó Ethel.
—Por favor, no se preocupe por esto,
Violette —dijo en seguida Rosemary—. Espero que no se haya
cortado.
—No, señora —repuso Violette, levantándose.
Miró a Ethel descaradamente durante un segundo—, Lo pagaré —añadió
desdeñosamente. Atravesó la habitación con los trozos en la mano y
se metió en la cocina.
—No podemos permitir que lo pague, puesto
que sólo ha sido un accidente —dijo el señor Gibson.
Ethel sonreía con su expresión
peculiar.
—Parece que ella sabe que no ha sido un
simple accidente —dijo en un susurro—. ¡Qué extraño!
—¿Qué quieres decir con eso de que no ha
sido un accidente? —exclamó el señor Gibson, sorprendido.
—Naturalmente, lo ha hecho porque me
odia.
—¡Ethel!
—Es cierto, ya lo sabes. Yo había ponderado
ayer mismo el color de ese jarrón delante de ella. Me odia porque
la vigilo, que es más de lo que al parecer hacéis vosotros.
—Pero... ¿qué necesidad...?
—¿Qué necesidad? ¡Oh, Dios mío! —suspiró
Ethel, sentándose—. Creo que un criado podría robaros a ciegas y
ninguno de los dos lo descubriría nunca.
El señor Gibson se sentía como un niño
perdido. Semejante pensamiento no se le había ocurrido nunca.
—No creo que fuera a robarnos —dijo Rosemary
en voz baja e indecisa—. ¿Y tú, Kenneth?
—Claro que no —explotó.
—Claro que no —repitió Ethel en tono de
burla—. Nada de que no haría nada de eso. Estos extranjeros no
tiene el mismo concepto de la honradez que nosotros. Ella no lo
llamaría robar, pero tú si lo harías, y yo también.
—¿Qué ha robado? —dijo Rosemary, poniéndose
un poco colorada.
—Se lleva comida —afirmó Ethel, con cierto
misterio.
—Todos los extranjeros se llevan comida. No
lo consideran como algo mal hecho.
—Come a escondidas —dijo Rosemary—. Eso es
cierto.
Ellas estaban discutiendo. El señor Gibson
contuvo el aliento, culpable y sorprendido.
—Es un poco mentirosa —siguió diciendo
Ethel, arrastrando las palabras—. ¿Nunca tomáis precauciones,
queridos confiados? ¿No creéis que existe el robo en sí? Me da
miedo pensar lo que sería de vosotros si estuvierais en un sitio
menos bucólico. Aunque no lo creáis, existe la maldad por el
mundo
—Realmente —dijo el señor Gibson, muy
enfadado—. No veo que haya más razón para creer que Violette nos
roba que para creer que rompió ese jarrón a propósito. Yo estaba
exactamente aquí, Ethel, y vi lo que pasó.
—Crees que lo viste —afirmó Ethel, como si
hablara con un niño pequeño.
El se sintió desconcertado.
—Es la primera cosa que ha roto —empezó a
decir Rosemary—. Ha sido muy cuidadosa...
—Ahí está la cosa —dijo Ethel, satisfecha—.
Naturalmente que es lo primero que rompe. ¿No os dais cuenta de que
quiere molestarme, y que ha estado intentando hacerlo desde el
momento que llegué? Por eso ha roto algo que me gustaba. No la
estoy acusando. Simplemente lo comprendo.
Al señor Gibson le pareció que había algo
que estaba desapareciendo de su visión periférica.
—¡Por Dios bendito, Ethel! —gritó—.
¡Cualquiera puede tener un accidente!
—No existen los accidentes —dijo Ethel
tranquilamente—. Francamente, Kenneth, en algunas cosas eres un
ignorante. Subconscientemente quería molestarme. Le gusta estar
completamente sola, como vosotros la dejabais. Pero, claro, yo no
soy tan fácil de engañar.
—¿Qué demonios estás diciendo? —dijo el
señor Gibson, hecho un lío—. Claro que existen cosas como los
accidentes. Ella se volvió a mirar porque tú la asustaste... y
entonces, con la mano...
—¡Oh, no! —insistió Ethel.
—Espera un momento —el señor Gibson se
volvió para ver la expresión que tenía el rostro de Rosemary, pero
ésta ya no estaba en la habitación. Se había ido. Era
desconcertante.
El señor Gibson se dio la vuelta y dijo
severamente:
—No estoy de acuerdo con tus sospechas,
Ethel.
—¿Sospechas? ¿O precauciones normales? El
hecho es, querido, que no podemos vivir todos en un mundo
romántico, poético y totalmente amable. Algunos tenemos que
enfrentarnos con las cosas tal como son —sus claros ojos miraban
francamente y con honestidad, y él temía que tuvieran razón—.
Enfréntate con la realidad.
—¿Qué realidad? —preguntó bruscamente.
—Los hechos —dijo Ethel—. La malicia, el
resentimiento, el egoísmo. Las necesidades del ego. Todas las
fuerzas reales por las que la gente se mueve. La mente consciente,
querido mío, sólo es la punta del iceberg. Tú crees muy fácilmente
en la hermosa superficie...
—¡Claro!
—Sí, tú —dijo Ethel amablemente—. Tú no
sabes nada de lo que pasa, Ken. Estás en las nubes. Siempre lo has
estado. Naturalmente, te quiero por eso... Pero por cada santo que
tiene la cabeza en las nubes supongo que tiene que haber alguien
que acepte la maldad de las cosas como son realmente.
—No veo el motivo, —dijo el señor Gibson con
los labios apretados— para desconfiar de Violette.
—Tú no ves razón ninguna para desconfiar de
nadie —dijo Ethel con indulgencia— hasta que el hecho se presentara
inesperadamente y te golpea tu preciosa y delicada nariz. Siempre
has esquivado las verdades desagradables de este mundo, hermano
querido. Debes ser más enérgico.
El se quedó mirándola.
—¡Oh! —lo siento—, dijo ella, y
verdaderamente parecía sentirlo—. No debería decir estas
cosas...
—¿Por qué no? —gritó él—. Si crees en
ellas...
Pero Ethel evadió la contestación.
—Te pareces mucho a mamá, ¿sabes? Creo que
deberías haber sido una mujer, Ken, y yo debía haber nacido
hombre.
—¿Qué quieres decir?
—No debes prestarme atención. Tu mundo de
poesía y de bondad quijotesca, de fe y de todo lo demás es un lugar
muy agradable...
—¿Y tu mundo? —preguntó él, estimulado por
la ira—. Supongo que le llamarás a eso el mundo real.
Ethel respondió a su ira:
—¿El mío? —le miró a los ojos—. Resulta que
está lleno de cuchilladas por la espalda y de todo tipo de
indignidades humanas. No se puede evitar. Los hombres son animales.
Te guste o no te guste.
—¿Y tú dices —retrocedió, buscando algún
argumento sólido con que desafiarla— que Violette rompió el jarrón
azul deliberadamente?
—Claro, no es que lo planeara
conscientemente —dijo Ethel—. No lo has entendido, sino que lo hizo
para molestarme, que es lo mismo.
—No lo creo —dijo el señor Gibson.
—Pues no te lo creas. Sigue siendo tan dulce
como siempre... Esto es una canción, ¿no? —le sonrió y él se dio
cuenta de que le estaba tomando el pelo como para disculparse—.
Eres como un corderito, Ken, y todo el mundo te quiere. No puedo
evitar el hecho de que yo no sea ningún corderito, ya lo sabes.
Bueno, no te habré molestado, ¿verdad?
El pensó que estaba más molesto de lo que
había estado nunca en toda su vida. Apenas podía saber por qué,
pero tenía miedo por Rosemary. Así que se levantó, tomó su bastón y
se fue cojeando hasta la cocina.
Violette estaba fregando el mostrador con
energía. Rosemary estaba allí también, mirando por la ventana. El
pensó que parecía solitaria.
—Por favor, Violette —dijo—, quiero que sepa
que yo pagaré el jarrón. Usted no tuvo la culpa.
Violette se encogió de hombros y no dijo
nada.
—Violette dice que tiene que dejarnos,
Kenneth. Se va fuera con su marido la semana próxima —dijo Rosemary
con tono cortante.
—Sí, nos vamos a las montañas —dijo
Violette—. El está buscando un trabajo nuevo para los dos. Si lo
conseguimos nos quedamos allí.
—En un rancho —dijo Rosemary—. ¡Qué
agradable debe ser! —su voz sonaba desesperadamente alegre—. Pero
vamos a echarla de menos, Violette.
Violette no respondió. No le importaba que
la echaran de menos. Ni siquiera estaba ya enfadada con Ethel, por
lo que podía ver el señor Gibson.
—¿Deberíamos intentar buscar a otra persona?
—le preguntó Rosemary con preocupación.
—No. No, yo ya estoy bien. Ethel y yo
podremos arreglárnoslas —él no pudo leer nada en sus ojos.
—Sí, pero si un día Ethel se va a vivir por
su cuenta, entonces...
—¡Oh!, no debe hacer eso —gritó Rosemary—.
Sería una vergüenza. Es tu única hermana, y ha sido tan buena
viniendo... —él no vio cómo ponía las manos en la madera redonda de
la silla de la cocina. Tenía los nudillos blanquiazules—. Una
persona tan agradable, tan inteligente y tan buena.
El señor Gibson estaba asustado. Había algo
que no marchaba bien en Rosemary. Parecía extraña y lejana, pero
cómo podía él adivinar lo que le estaba pasando, si parecía que
ella se cerraba ante él... cuando le miraba con aquellos ojos
tan... ¿podría ser?... asustados. Tenía que reconocer que Ethel
tenía razón. Debían de estar pasando muchas cosas que él no sabía.
Se sintió perdido. ¿A qué ansiedad o presión estaría sometida para
que tuviera aquella mirada?
—Sí —expresó, ausente—. Naturalmente.
Mientras tanto, Violette estaba fregando
enérgicamente en la habitación pequeña. Ethel entró y dijo
gentilmente:
—¿Comemos, queridos? Empezaremos por la
verdura.
Fuera, en el patio, Paul Townsend estaba
trabajando junto al pequeño muro de piedra. Estaba de vacaciones.
Jeanie andaba por allí cerca; la señora Pyne estaba sentada en el
porche. No había intimidad alguna.