14

 

Efectivamente, había dos autobuses. Un vehículo amarillo y ancho estaba detenido en lo alto de la calle. Un coche de Policía blanco y negro le seguía por detrás. A su lado había un grupo de tres personas: dos policías y el conductor del autobús.
El otro autobús se había parado unos metros más lejos y un grupo de personas, diez o doce, se estaban subiendo a él. Parecía que toda aquella gente estaba mirando hacia atrás, con la cabeza torcida, en dirección a donde estaba la Policía.
Paul hizo un brusco giro a la izquierda. Su coche saltaba y titubeaba, y se paró detrás del coche de Policía. Eran las 2,45. El señor Gibson se encontró cojeando, detrás de sus compañeros, sobre la tierra desigual a través de los hierbajos cubiertos de polvo que crecían entre la carretera y el seto de alambre remendado. Era un escenario inesperado para una crisis. La mayoría de las crisis tienen lugar en los escenarios inesperados.
—Soy la señora Gibson —oyó que Rosemary gritaba—. Fue mi marido. ¿Lo han encontrado? ¿Está aquí? ¿El veneno?
Ninguno de los tres hombres abrió la boca. Por lo que el señor Gibson comprendió que no lo habían encontrado.
—¿Quiénes son esas personas que se están subiendo en el otro autobús? —gritó Rosemary, enfrentándose a su silencio—. ¿Qué está pasando?
—Pasajeros —dijo uno de los policías—: Ninguno de ellos sabe nada. Les dejamos que se ocupen de sus cosas. ¿Usted es el hombre que dejó el veneno en algún sitio dentro de una botella de aceite? —había escogido como interlocutor al señor Gibson en vez de a Paul... y el señor Gibson asintió.
—Bueno, no lo hemos podido encontrar en el autobús.
—¿En qué sitio se sentó? —preguntó, de repente, el otro policía.
El señor Gibson negó con la cabeza.
—¿Cómo era de grande el paquete?
El señor Gibson se lo indicó en silencio, empleando las manos.
—¿Estaba en una bolsa de papel?
Gibson asintió. Este policía, que era joven, le lanzó una mirada de asco. Aspiró el aire por un lado de la boca y subió por la puerta abierta del autobús. No le gustaba ningún aspecto de esta situación. Su compañero era un hombre más mayor. Tenía un aspecto más recio y ayudó a Rosemary a subir sujetándola por el codo. Paul también subió. Los cuatro se agacharon y movieron todo buscando por allí, donde la Policía ya debía de haber buscado.

 

El señor Gibson se quedó entre los hierbajos polvorientos. ¿Era éste el autobús? ¿Había ido en ese autobús? No tenía ni idea, ni se había fijado en ningún detalle. Ahora estaba allí, de pie y al sol, en la tierra polvorienta, con el campo extendiéndose delante... y él era el único superviviente.
El conductor del autobús, un hombre delgado de unos treinta años y con el rostro extraordinariamente pálido, también estaba entre los hierbajos, de pie, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, mirándole.
—¿Así que usted quiso buscarse su propia muerte? —dijo tranquilamente.
—Lo estropeé todo —repuso el señor Gibson, sumamente sorprendido.
El conductor del autobús frunció los labios y pareció que iba a tocarse la lengua por encima de los dientes. Retrocedió lo suficiente como para apoyarse en la puerta del autobús.
—Este hombre se sentó hacia el centro del autobús, en el lado derecho, cerca de la ventana, solo —gritó.
Los cuatro que había dentro respondieron, agrupándose todos en la puerta derecha del autobús. El conductor se adelantó lo suficiente como para apoyarse en el costado amarillo del autobús.
—Ha hecho una buena chapuza —dijo al señor Gibson—. Hamlet también organizó un buen lío, ¿eh? ¿Va a volver a intentarlo? —insistió el hombre. Tenía las pestañas rubias.
—Lo dudo. Aceptaré lo que me suceda —repuso Gibson bruscamente y echó los hombros hacia atrás.
—Usted es Gibson, ¿eh? Da clases en la facultad, ¿verdad? ¿Qué enseña?
—Poesía.
—¡Poesía! ¡Oh! Supongo que habrá muchos poemas sobre la muerte.
—Y también sobre el amor —dijo el señor Gibson con los labios helados. Esta conversación era la más inesperada y extraña que había mantenido nunca.
—Seguro. Amor y muerte —dijo el conductor del autobús—, y Dios y el hombre, y todas las cosas reales.
—¿Reales? —preguntó el señor Gibson, parpadeando.
—¿Cree que no lo son? —dijo el conductor del autobús—. No me diga eso.
El policía más joven bajó del autobús.
—Nada. No hubo éxito. Dentro de un poco volveremos a mirar otra vez.
—Ya —dijo el conductor—. ¿Qué pasa? No confían en ustedes mismos.
—Los ojos pueden jugarnos malas pasadas —dijo el policía muy tieso.
—Por mí, está bien. No me importa estar fuera de servicio. Hace un buen día —el conductor del autobús miró otra vez al señor Gibson con ojos pensativos.
Rosemary saltó del autobús.
—¿Qué podemos hacer?
Paul estaba detrás de ella. La tomó del brazo.
—Es mejor que volvamos a casa, Rosie. Ahora la radio es nuestra única esperanza. No podemos hacer nada más que esperar.
—¿Le recuerda usted? —gritó Rosemary al conductor del autobús.
—Sí, señora, claro.
—¿Vio usted la bolsa de papel?
—Pudiera ser —dijo el conductor, arrugando los ojos—. Me parece que tengo la impresión de que se cambió un paquete pequeño de mano cuando fue a pagar el billete. Sólo es una impresión. Puede significar algo.
—¿Vio si lo llevaba en la mano cuando se apeó?
—No, señora. La gente al bajarse lo hace de espaldas a mí.
—¿Vio quién se sentó en el sitio que él había ocupado...?
—No, señora; vamos a ver. ¿Se bajó en Lambert? Bueno, yo estuve jugando al póquer con un Pontiac verde, por la zona donde él se bajó. El Pontiac y yo estábamos picados uno con el otro, así que no presté atención...
—¿Iba el autobús lleno?
—No, señora; a esa hora, no.
—¿Entiende usted lo que pasa? —dijo Rosemary—, es un veneno mortal que está en una botella que es de otra cosa. ¿Entiende eso?
El conductor del autobús repuso dulcemente:
—Lo entiendo.
—¿Se fijó en alguien que se bajara del autobús con una bolsa de papel verde en la mano?
—No les veo las manos cuando se bajan, señora —recordó pacientemente.
Rosemary cruzó los brazos y miró a lo lejos, hacia el campo.
—Alguien lo cogió, se lo llevó y no hay manera de saber quién fue. El aviso que están radiando puede que les llegue o que no —dijo Paul.
Los dos policías escuchaban tranquilamente. El más mayor dejó caer todo su peso.
—Quizá. Puede que haya algo que podemos hacer. Usted estaba allí —le dijo Rosemary al conductor del autobús—. ¿Reconoció a alguien más de los que en ese momento iban en el autobús?
—¿Eh? —dijo el conductor del autobús, frunciendo el entrecejo.
—Alguien a quien podamos buscar y preguntarle. Alguien que también estuviera allí y pudiera haberlo visto.
—Espere un momento —el conductor pareció hacer un ademán de resolución—. Esa cosa es veneno, ¿verdad?
—Y terriblemente peligroso —dijo Paul. Parecía estar enfadado—. Lo cogió de mi laboratorio. Nunca debió... ¡Oh!, vámonos a casa, Rosie.
—Un desconocido que se fiara de la marca —dijo Rosemary dirigiéndose aún al conductor del autobús—. Algún desconocido, que no desea morir. La gente confía en las marcas...
—Sí —dijo—, tienen derecho a ello. Estaba mi rubia.
—¿Rubia?
—Sí, y aunque no creo que ella haya..., no creo... Nadie —dijo el conductor del autobús potentemente, enderezándose, dejó de apoyarse en el autobús— va a envenenar a mi rubia. ¿Ese coche es suyo?
—¿Quién es esa rubia? —dijo el policía joven avanzando.
—No sé cómo se llama.
—¿Dónde vive?
—No sé dónde vive.
—¿Iba en el autobús?
—Sí. Iba en el autobús.
—Si no la conoce... ¿cómo...?
—Ella no sabe que es mi rubia, todavía no. Uno de estos días... Estaba esperando el momento propicio. Ahora veamos —dijo el conductor del autobús—. Una cosa que sé segura es la parada en la que se baja siempre. Yo puedo encontrarla. Y nadie va a envenenar a mi rubia.
Echó a andar hacia el coche de Paul.
—¡Oh!, sí, Paul —gritó Rosemary—. ¡Vamos, Kenneth! Vamos todos a buscarla. Puede que ella se haya dado cuenta... vamos, ¡de prisa!
Todo el grupo se dirigió hacia el coche de Paul.
El policía mayor exclamó:
—Espere... puedo llamar, ya sabe. Pueden mandarme un coche patrulla en unos segundos...
—¿Dónde? —dijo el conductor—. Si ni siquiera yo sé dónde. Lo único que sé es la parada. Es la esquina de Alien y Bulevar. ¿Qué se puede hacer con eso? De todas formas, gracias, pero creo que debo ir a buscarla yo mismo. Cuando la vea la conoceré, ¿sabe?
—¿Y qué hay del autobús?
—Es cuestión de vida o muerte —dijo el conductor con la mano en el coche de Paul—. Déjeles que me despidan —Paul estaba justamente detrás de él—, Deme las llaves —le dijo el conductor.
—Es mi coche... yo conduciré —parecía que Paul estaba sufriendo. Tenía la boca torcida.
—Usted es un aficionado —dijo el conductor, y le quitó a Paul las llaves de la mano.
El señor Gibson sólo sabía que las manos de Rosemary le empujaban y le sacudían. Ellos dos se instalaron en el asiento de atrás. Paul se sentó delante, al lado del empleado del autobús.
—Buena suerte —dijo el policía viejo, con mucha amabilidad—. Llama ahora —el policía joven estaba masticando unas briznas de hierba.
El conductor del autobús manipuló el cambio de marchas y el coche se movió hacia atrás y se incorporó al tráfico. Parecía que respondía con gusto a la mano del maestro.
—Puedo ir más de prisa, eso es todo. Conducir es mi oficio. Todos los oficios tienen sus trucos.
—Está bien —murmuró Paul.
Iban de nuevo hacia la ciudad.