15

 

—Mi nombre el Lee Coffey —dijo el conductor del autobús, de repente. Paul se enderezó como relajándose, sintiéndose mejor.
—Yo soy Paul Townsend, un vecino de los Gibson —dijo, en tono que recordaba su voz amable de siempre.
—Ya lo veo... Y la señora es la señora Gibson.
—Rosie —dijo Paul—, éste es Lee Coffey.
—Se llama Rosemary —se oyó decir a sí mismo el señor Gibson—. Me llamo Kenneth Gibson. Soy el hombre que...
—¿Cómo está usted, señora Rosemary?
—dijo el conductor del autobús por encima del hombro—. Diga, señor Kenneth Gibson, ¿cuál fue lo que le dio... prefería tomarse el veneno?
El señor Gibson intentó tragar, aunque tenía la boca seca.
Paul dijo rápidamente:
—No, no, no hablamos de ello. Fue una cosa temporal... Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo. Debía de estar loco. Ahora ya está bien.
—¿Qué le ha puesto bien de repente?
—preguntó el conductor.
—Bueno, él sabe... que tiene amigos. Tiene todo lo que necesita para vivir.
—¿Caramelos? —dijo el conductor.
—No sé qué quiere decir.
—Eso no lo he podido entender nunca —dijo el conductor del autobús deslizando diestramente el coche por un sitio estratégico en el centro de la calzada—. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede un suicida sentarse ahí arriba en el borde de una ventana...? La gente intenta disuadirle, ofreciéndole pirulís. Todo el mundo es amigo suyo, le dicen. Vamos a casa. El perro te necesita. O que puede tomarse cervezas, o comerse una chocolatina... Creo que si una persona decide quitarse la vida, tiene cosas más serias en qué pensar. No es momento para caramelos, verdad?
—Está equivocado —dijo el señor Gibson enérgicamente.
—¿Ah, sí?
—Hay veces en que un pirulí resulta decisivo.
—Ya lo veo —dijo el conductor del autobús'—. Ya... bueno, usted sabrá. Es muy interesante.
El coche avanzó. No estaba acelerando, pero no perdía un momento por indecisión o por incertidumbre. El señor Gibson se encontró a sí mismo admirándose con extraño placer.
—Si quiere hablar de ello... —dijo el conductor del autobús.
Y Paul dijo otra vez:
—No, no...
—Me gustaría hablar con usted sobre esto. Pero supongo que éste no es el momento —afirmó Gibson con sinceridad.
Se sentía relajado y distendido en contacto con una mente que le interesaba. Una mente que amablemente había levantado cierta tapadera... Una tapadera que había estado ahogándole, amortiguando y callando aquello que era importante para él.
Miró de reojo a Rosemary, y sus ojos parecían mostrar algo así como el fantasma de una sonrisa.
—Hábleme de su rubia, señor Coffey —dijo, casi radiante.
—Míreme, voy volando a rescatarla —dijo el conductor del autobús—. Es una rubia que ni siquiera sabe que es mía. Le contaré un poco. La veo casi todos los días. La espero. Tengo que conocerla. Estoy intentando ver si tengo valor para hablarle. Nunca lo he tenido. Pero no importa. Yo ya sé que me gusta un montón, así que ¿cómo puedo dejarla que se tome un veneno? ¿Cree que esto la molestará, señora Gibson?
—No. Esto no la puede molestar, señor Coffey. No la molestará en absoluto —dijo Rosemary, muy seria.
—Llámeme Lee —dijo el conductor del autobús—. Esta circunstancia no es normal. Escuche, Rosemary, ella es una rubia muy bonita.
—Usted es un hombre muy interesante —dijo Rosemary.
—Puede —repuso Lee Coffey, pensativo.
Fue Paul el que interrumpió con una pregunta corriente:
—¿Hace mucho tiempo que es usted conductor de autobús?
—Diez años. Desde que salí del Ejército. Porque me gusta pensar.
—¿Le gusta pensar? —repitió Paul. Parecía que aquello resultaba incomprensible y oscuro.
—Meditar, meditar —insistió el conductor del autobús—. Por eso me gusta hacer un trabajo útil, pero que no sea creativo. Siempre se intenta conseguir un propósito... o incluso hay quien intenta ganar un millón de dólares... esto corrompe el pensamiento. Mis pensamientos por lo menos, los que me gustan...
Paul, impaciente, preguntó, desconcertado:
—¿Cómo puede encontrar a esa muchacha, a esa rubia, donde quiera que esté...?
—La encontrará —dijo Rosemary, separando los labios—, ¿no crees Kenneth?
—Sí —dijo el señor Gibson—, creo que sí —se sintió extrañado. El coche llegó deslizándose hasta un disco rojo y se detuvo suavemente.
—Señor Coffey. ¡Lee! —de repente, Rosemary respiró profundamente y se puso de rodillas en la parte posterior del coche—. Por favor, ayúdeme. Dígame una cosa.
—Si puedo, desde luego.
—Usted es un conductor experto. Ya lo veo que lo es. Dígame... Creo que usted lo sabrá. Puedo creerle.
—¿Qué problema tiene? —dijo el conductor del autobús, arrancando rápidamente cuando cambió el disco.
El señor Gibson permaneció inmóvil mientras Rosemary se arrodillaba y dejaba correr sus palabras al oído del conductor.
—Es una noche de niebla —dijo—. Yo voy conduciendo. Intento ir con cuidado... lo mejor que sé... Voy por mi lado de la carretera.
—Siga —dijo el hombre, animándola.
—Pienso también que creo que hay una zanja profunda a mi derecha. Creo que hemos llegado hasta un punto... ¿me entiende?
—Sí... sí...
—Y de repente aparece un coche de frente... y viene por su izquierda. Tengo que hacer algo rápidamente.
—Eso no puedo negarlo —dijo alegremente Coffey.
—Giré a la izquierda —continuó Rosemary, vehementemente—. Ya ve, creí que... —escondió la cara en el brazo.
—¿Y qué pasó? —le preguntó el conductor.
—El giró a su derecha, así que chocamos. Por favor, dígame... dígame usted si me equivoqué.
El conductor del autobús consideró la situación mentalmente. Mientras se deslizaban por el bulevar y habían llegado ya al lugar donde comenzaba la calle dividida, el paisaje iba pasando velozmente.
—Tenía tres posibilidades —dijo el hombre tranquilamente al cabo de un momento—. Podía haber girado a la derecha, pensando que había espacio... y haberse arriesgado con la zanja. Seguramente habría sido peligroso. Pudo quedarse donde estaba porque su situación era correcta... y confiar en que el otro tipo corrigiera su posición y girara a tiempo. Para eso es necesario tener sangre fría y y un montón de obstinada integridad. O pudo girar a la izquierda, como lo hizo, y pasar al otro lado de él, al lado libre... incluso aunque de hecho fuera el lado izquierdo... de la carretera, ¿eh?
—Parecía evidente...
—¿Sí?
—Bueno, sí. Realmente, estaba claro. Ya lo ve, pensé... pensé que él estaba distraído y creía que iba por su derecha. No sabía que él iba a girar. ¿Cómo podía yo saberlo?
—Usted no cometió ningún error —dijo Lee Coffey con seriedad—. Usted intentó buscar una solución. ¿Quién puede hacer más? Para mí tiene sentido..
La respiración de Rosemary se aceleró.
—Pero el resultado fue que el coche nos golpeó en la parte derecha y Kenneth resultó herido. Solamente Kenneth. No yo. Dígame, por favor... ¿acaso quería yo interponer a Kenneth entre el otro coche y yo? ¿Preferí que fuera él el herido en vez de yo? ¿Es por eso por lo que giré a la izquierda, realmente?
—Acaba de decirme por qué giró a la izquierda, ¿verdad? —dijo Lee Coffey.
—Creí que estaba intentando salvarnos a los dos. Pero ya ve... no había zanja, estaba equivocada respecto a eso. No habíamos llegado al lugar donde empezaba la zanja, a lo largo de la parte derecha de la calzada.
—Fue la niebla —dijo el conductor del autobús—. Está bien. Usted iba por la derecha.
—Sí.
—Y él, el otro tipo, iba por su izquierda.
—Sí.
—¿Y usted pensó que había una zanja?
—Creo que lo pensé; pero Ethel dice que los accidentes no existen. Como si... como si... subconscientemente yo hubiera querido que pasara...
—¡Que no existen los accidentes! —gritó el conductor del autobús—. ¿Dónde ha estado viviendo esa Ethel?
—Espere —dijo Rosemary, con tono de aviso—. Ella es... muy inteligente. No es tonta... y es buena...
—Lo es, ¿eh? Bueno, le diré algo. Nadie es tan inteligente. Existen un montón de accidentes.
—Pero ¿lo son de verdad? ¿Realmente?
—El subconsciente, ¿eh? —exclamó el conductor del autobús—. Bueno, ya veo lo que busca, está claro. Hay gente que son propensos a los accidentes... eso es algo que se ha descubierto. Es igual que la gente que se pone enferma antes que hacer algo... Ciertamente. Pero no es así, en su caso.
—¿No...? —dijo Rosemary, temblando.
—¿Cómo podría serlo? —preguntó el conductor del autobús—. ¿Quizá hizo su subconsciente? Explíquemelo. ¿Se fue a algún lugar del éter y mantuvo allí una charla con el subconsciente del otro tipo? El no hubiera tenido ningún accidente tampoco si Ethel tuviera razón. ¿Eh? Así que su subconsciente le dijo al otro subconsciente: «está bien, está bien, chocaremos. Yo también estaba programado para tener un accidente, ¿a ti qué te parece? ¿Te viene bien ahora? Así que vamos a hacerlo de esta forma...» ¡Ah! —el conductor del autobús hizo como si escupiera.
—Explíqueme cómo se encontraron estos dos subconscientes en ese momento y lugar preciso, si no es accidentalmente. O si me va a decir... que sólo uno de ellos quería hacerlo... entonces tendrá que admitir que de todos modos el otro tuvo un accidente. Entonces, ¿cuál de los dos lo tuvo... o no lo tuvo? ¿Usted o él? ¿Eh?
Rosemary no dijo nada. Se arrodilló como si estuviera rezando.
—Ciertamente —continuó Coffey—, no habría accidentes si pudiera saberse todo. Pero ¿quién puede saberlo todo? No se pueden prever las cosas. Usted no puede, no puede siempre adivinar quién va a hacer qué, ni dónde. Ni usted, ni tampoco su subconsciente. ¡Es demasiado! Pasan demasiadas cosas en este mundo. Por eso ocurren cosas que llamamos accidentes. ¿Comprende lo que quiero decir?
—Sí —dijo Rosemary—. Sí, lo comprendo —suspiró profundamente.
—Los que se libran de tener accidentes son los que tienen cuidado, los que prevén los acontecimientos y esas cosas. Pero, además de todo eso, será mejor que tengan unos reflejos muy buenos, ¿sabe? E incluso así no siempre se escabullen de todas las cosas con las que se encuentran.
—Rosemary —dijo el señor Gibson, con firmeza—. Ethel nunca te ha dicho eso. No ha podido decirte que me heriste deliberadamente.
—No. Deliberadamente, no, pero cree que yo debí desearlo, porque lo hice —sollozó Rosemary—. Siempre me está diciendo que no me culpa. Siempre dice que «comprende». ¡Oh, Kenneth!, lo siento, yo no diría nada contra Ethel, pero esto... esto ha sido...
—Ya te dije que no debías hacerle caso a Ethel.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —dijo el conductor del autobús de forma clara, correcta y asombrosa.
—El destino —murmuró el señor Gibson, recobrándose de una sensación de aturdimiento—. Sí, el destino... bueno...
—En cuanto al subconsciente —dijo el conductor del autobús, moviendo una mano como si estuviera dando una conferencia y fuera a empezar otro párrafo—, está aquí dentro y funciona correctamente, tal como lo que dicen. Pero hay algo más. Por ejemplo, ¿por qué iba usted a querer hacerle daño?
—¿Por qué? —dijo Rosemary, inquisitivamente—. Pero no es verdad. —retrocedió y se sentó otra vez en el asiento.
—Yo diría que tuvo usted un accidente —le dijo Lee Coffey—. Por el amor de Jesús, María y José... No sé lo que pretende esa Ethel.
Rosemary estaba llorando.
El señor Gibson estaba empezando a enfadarse en nombre de Rosemary.
—Ethel no es infalible, ratoncito —dijo, indignado. El notó también un impulso de malicia.
—He oído, por ejemplo, decir a Ethel que los conductores de autobuses son unos despiadados y perfectos animales. Vamos, evidentemente...
—¿Qué? —dijo Lee Coffey, levantando la cabeza—. Permítame que le diga para su información, que no hay nadie más compasivo que nosotros, los conductores de autobuses. La compasión es nuestro oficio. Es un trabajo que requiere mucha responsabilidad y nada de bromas. Tienes que conducir con el tiempo que sea, esté como esté el tráfico, y seguir un horario, y te encuentres con lo que te encuentres, hay que pensar siempre en la seguridad del público. Escuche. Tenemos más piedad que veinticinco conductores privados juntos puedan tener —estaba echando chispas—. No podemos correr ningún riesgo. No tenemos libertad para hacerlo. Tenemos que cuidar de todos en este mundo... de los pasajeros, de los peatones, de los escolares, de los imbéciles, de los borrachos... Tenemos que resolverlo, y si tenemos un accidente, créame, es un accidente. ¿Qué significan esas ideas de Ethel? ¿Quién es esa Ethel?
—Mi hermana —dijo el señor Gibson, vapuleado por la tormenta de esta explosión, aunque en cierto modo le dieron ganas de reír fuertemente en alto, lo que no le parecía muy apropiado.
—Vaya hermana —dijo el conductor del autobús tristemente.
—Vino a... cuidar de nosotros... después del accidente...
—Debo confesar —intervino Paul, silabeando rápidamente— que nosotros no... Mamá, Jeanie y yo... no hacemos mucho caso a Ethel. Parece tan fría y tan superior...
—¡Es mi hermana Ethel! —dijo el señor Gibson.
—Desgraciados, ¿eh? —murmuró el conductor del autobús—. Todos y cada uno de nosotros, ¿eh? «Ah, tú atacas a todos los hombres...»
—¿Le gusta Shakespeare? —preguntó el señor Gibson.
—Claro que sí. No sólo me gusta mucho su lenguaje, sino también su ritmo. A usted también le gusta Shakespeare, ¿verdad?
—Me gusta mucho —dijo el señor Gibson, poniéndosele el pelo de punta de delicioso asombro—. ¿Le gusta Browning? —le preguntó, con extraña insistencia.
—Algunas cosas. Bastantes. Claro que tienes que ponerte en su onda.
—Era un autor para mujeres.
—Las señoras eran las que tenían tiempo para, ya sabe, reflexionar, de una forma muy refinada —dijo Lee Coffey—, o solían hacerlo hasta que empezaron a convertirse en cazadoras y magnates.
—Eso es —dijo el señor Gibson, casi confortablemente.
Rosemary ya no lloraba. Estaba sentada apoyándose en su hombro.
—¿Has oído a Ethel hablar alguna vez de una rubia? —dijo gravemente.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el conductor del autobús.
Pero Paul Townsend estaba inquieto.
—Mire, no quiero seguir preocupándome, pero ¿dónde está esa rubia? ¿Sabe que puede tomarse el veneno? Puede estar en peligro. Puede estar muerta. No sé cómo puede ponerse a hablar de Shakespeare y de Browning.
El conductor del autobús dijo tranquilamente:
—Debe vivir a una o dos manzanas de esta esquina próxima. ¿Qué hora es?
—Las tres y veinte. Las tres y veintidós, para ser exacto.
—Está bien. No hay mucha gente que tome aceite de oliva de aperitivo entre las comidas.
—¡Oh!, eso es cierto —gritó Rosemary, dando palmas—. Tenemos más tiempo del que creemos.
—Puede —dijo el señor Gibson, con esperanza, pero notó en su interior un pinchazo: el dolor de la vida como un hormiguillo. Los accidentes existen. Notó una agradable sensación de distensión y de alarma penetrante al mismo tiempo.
Los accidentes son posibles.