CAPITULO 11
— ¿Qué pasa, hermanita? —Ana me miró frunciendo el ceño—. ¿A qué viene esa cara de acelga rancia?
—Sí, la verdad es que no tienes buena cara—dijo Juanepi.
El sol entraba a raudales por las ventanas del ático, aunque su calidez no era suficiente para ahuyentar el frío que sentía. Maca estaba en uno de sus viajes y yo había citado a Ana y a Juanepi para comer, aunque solo se trataba de una excusa. Había algo que quería contarles, pero me estaba resultando más difícil de lo que creía.
—No estoy segura —dije.
—Segura ¿de qué? —preguntó Ana.
—Maca… —me limité a decir.
—Oh, ¿problemas en el paraíso? —se burló Ana—. Es que pasa con el puñetero amor, hermanita. Deberías seguir mi ejemplo: nada de ataduras. Yo tengo un sexo maravilloso con mi Pequeña Zanahoria porque carecemos de la presión del compromiso.
— ¿Quién es ese? —preguntó Juanepi.
—Esa —corrigió Ana.
—Tú y tu costumbre de ponerles motes —resopló Juanepi—. No es muy elegante, que digamos.
—Bueno, es bajita y pelirroja —replicó Ana, en tono obvio, alzándose de hombros.
—Creo que a esa no la conozco —comentó Juanepi, algo perdido—. Pero ¿no estabas con un tío esta vez?
—Sí, y sigo estándolo. Solo intento optimizar al máximo mis mejores años, ya sabes —sonrió—. Y no conoces a mi dulce pelirroja de bote porque, sencillamente, no salimos por el ambiente. Ella lo detesta y no le quito razón. Los gays pereceremos de pura endogamia, te lo digo yo —resopló para a continuación sonreír con suficiencia—. Se me acercó en el gimnasio hace unas semanas y flirteó descaradamente conmigo, así que no pude resistirme. Pero tampoco me decido a dejar a Palogordo —Juanepi puso los ojos en blanco, imaginándose a qué obvia referencia física haría el mote—, así que hago equilibrios con mi agenda social. Para mi suerte, aquí doña enamorada me hizo un favor largándose y dejándome la casa para mí sólita, lo cual ha optimizado mis sesiones de sexo con los dos —me miró, mientras una arruguita de alarma se formaba en su frente—. Oye, no me vendrás ahora con que te separas y quieres volver, ¿verdad? Ya sabes que a Pequeña Zanahoria le daba corte venir porque estabas tú y no me apetece nada volver a comerle el coño en el asiento del coche o en su mini habitación de alquiler.
—Tú siempre tan altruista —le reprochó Juanepi. Se volvió hacia mí—. A ver, ¿qué es lo que te pasa? ¿Le ocurre algo a Maca?
¿Le ocurría? ¿Eran o no señales preocupantes lo que había notado durante los últimos días? La convivencia era maravillosa con Maca, pero, de pronto, las dudas habían aparecido para infectarlo todo con sus sombras. Había intentado racionalizarlo sola, pero estaba claro que necesitaba un enfoque ajeno para aclarar lo que en mi cabeza era poco menos que un abismo muy distinto al que había deseado arrojarme cuando la conocí. En este abismo que ahora se abría bajo mis pies no había más que una inquietante oscuridad. Tomé aire y empecé a hablar.
—Creo que me oculta cosas —dije—. Últimamente está muy tensa y la noto preocupada. Intenta disimularlo, pero la conozco y sé que hay algo que la inquieta.
—Eso es que se folla a otra —sentenció Ana—. Ya decía yo que alguien que se llamara Mara Cara no podía ser de fiar. ¿Quién cono tiene un nombre así, joder?
—Ana, cállate —le conminó Juanepi—. Quizá sea el trabajo —me dijo.
—Sí, es lo primero que le pregunté. Y es justo la respuesta que me dio. Problemas en el trabajo.
— ¿Y no la crees?
Me removí, inquieta.
—Hace como una semana, creo que todo empezó ahí. Recibió una llamada a medianoche. Salió al salón y habló en susurros, aunque su enfado era más que evidente. Y cuando regresó a la cama tenía una expresión extraña y estaba muy agitada.
—No sé, Sara, tal vez fuese un problema especialmente grave del trabajo —aventuró Juanepi—. Además, es normal que reciba llamadas desde la otra punta del mundo, a deshoras, ¿no?
—Sí, pero estaba muy nerviosa. Tardó mucho en dormirse.
—Supongo que solo por esa llamada no estarás así, ¿no?
—No, hay más. —Hice una pausa—. Me miente.
Ana silbó y Juanepi la fulminó con la mirada.
— ¿Por qué dices eso? —preguntó él.
—Este martes, también por la noche, la llamaron desde su despacho, o eso me dijo, y se tuvo que ir. En primer lugar, creo que esa llamada no le hizo ninguna gracia.
—Si te lo estaba comiendo en ese momento, me solidarizo con ella —dijo Ana.
—Ana… —le amenazó Juanepi—. Sigue, Sara.
—Volvió a ponerse nerviosa. Me dijo que la necesitaban en la oficina y que no la esperara levantada. —Les miré, avergonzada de confesar lo que había hecho a continuación—. En cuanto se fue, esperé veinte minutos y llamé a su despacho. No estaba. La llamada saltó a recepción y el guarda me dijo que allí no había nadie, que no había ninguna reunión en ese momento y que él no tenía aviso de ninguna a lo largo de las siguientes horas. Cuando Maca regresó horas después le pregunté cómo había ido todo y me respondió que ya lo había solucionado. Que era un problema con un envío.
— ¡Joder! —exclamó Ana—. ¿Y no se lo hiciste ver? ¡Te había mentido descaradamente!
Bajé la vista, avergonzada.
—No pude. No me atreví.
— ¡Sara! —Ana palmeó la mesa—. ¿Qué coño te pasa? ¿El amor ha acabado con tu inteligencia o qué?
—Ana, basta —dijo Juanepi—. No sé, Sara, tal vez lo solucionó desde otro lugar o…
—Su reloj —dije.
— ¿Su reloj? —repitió Juanepi, sin comprender.
— ¿El reloj que perdió en casa el otro día, cuando vinisteis a cenar? —preguntó Ana—. Me llamó ayer para preguntarme si lo había visto y cuando volví por la noche de trabajar lo encontré en el sofá. ¿Qué problema hay con el reloj? —esbozó una sonrisa socarrona—. Bueno, cuando os fuisteis tuve una cita con mi zanahorita y lo hicimos en el sofá, pero yo diría que estaba limpio de fluidos cuando se lo devolví.
—Ana, por favor —la reprendió Juanepi. Me miró—. ¿Qué ocurre con el reloj, Sara?
—Que si el reloj estaba allí como dice Ana… —me mordí el labio inferior— ¿cómo es posible que lo viera ayer por la mañana en la librería, en la muñeca de una dienta?
—Lo siento, pero acabo de perderme —dijo Ana, levantando una mano—. O estoy algo espesa o no entiendo la teoría del reloj omnipresente,
—A ver —quiso aclarar Juanepi—. Antes de ayer, miércoles noche: cena casera, Maca pierde el reloj en el piso. Al día siguiente, jueves por la mañana, Sara lo ve en la muñeca de otra persona, en la librería. ¿Es así?
Asentí en silencio.
—Ya, y el mismo día Maca me llama para preguntarme si lo he visto —continúa Ana—. Como estoy en el trabajo le digo que no tengo ni idea, que cuando vuelva a casa echaría un vistazo. Lo hago y lo encuentro —me miró, arqueando las cejas—. Viernes, catorce horas: doña enamorada suelta una especie de teoría conspirativa con un reloj como prota principal. ¿Estás así porque viste un reloj igual al de Maca n la muñeca de otra mujer? —me miró como si hubiese perdido la cabeza—. Desde luego, el amor perjudica.
—Reconocería ese reloj… o al menos creo que lo reconocería —dije, insegura—. Era de su abuelo, tiene la correa desgastada, la esfera chapada en oro… No sé, me pareció que era el suyo. —Dudé en contarles el resto, pero prefería exponerme a sus burlas que seguir con mis dudas en solitario—. Y la mujer que lo llevaba… —vacilé—. En fin, vestía de un modo peculiar. Llevaba una gorra calada hasta las cejas, gafas oscuras y un enorme pañuelo al cuello.
La carcajada de Ana fue instantánea.
— ¿Y el carnet de espía prendido en la solapa? —Juanepi la miró con reproche, pero ella se defendió, alzando las palmas de las manos—. ¿Qué? ¡Anda que la pinta de la tía…!
—Y es que no es solo eso… —los miré con angustia—. Compró un libro y, mientras pagaba, dejó su cartera abierta en el mostrador frente a mí y me fijé en una tarjeta. Era como la que me dio Maca, de la misma empresa, estoy segura. Reconocí el logo.
— ¿Trabajan en la misma empresa? —preguntó Juanepi—. No tiene por qué ser sospechoso, ¿no?
—No pude leer el nombre del titular de la tarjeta, pero sí alcancé a ver que la dirección no era la de aquí. Era de Madrid.
—Vale —dijo Ana—. ¿Y la teoría es…?
Sentí un nudo en la garganta al verbalizar mis sospechas.
—La teoría es que no es que trabajen en la misma empresa, sino que la tarjeta era de Maca y se la dio a ella como en su momento me la dio a mí. Las llamadas que ha estado recibiendo, su nerviosismo… Creo que esa mujer es alguien de su pasado, de Madrid, alguien que ahora ha vuelto. Creo que se están viendo, que hay algo entre ellas, y lo demuestra el que esa mujer llevara su reloj —terminé, con voz tensa.
—Bueno, bueno —dijo Juanepi—. No adelantemos cosas. ¿Le preguntaste a esa mujer por el reloj?
—Claro que no. ¿Qué querías que le dijera? Además, todo me pilló de improviso, no reaccioné y esa mujer se marchó enseguida después de pagar.
—Puede haber docenas de relojes como ese, Sara—dijo Juanepi.
—El de Maca es antiguo y ese parecía idéntico, hasta en el desgaste de la correa. Es mucha casualidad —repliqué—. Y está lo de la tarjeta. Es como si la hubiera dejado a la vista para que yo la viera.
—A ver, enfoquémoslo desde otra perspectiva. Centrémonos en el reloj. Tal vez hacía tiempo que Maca no lo tenía. ¿Alguien se fijó en si lo llevaba en la cena? —preguntó Juanepi.
Ana negó con la cabeza.
—Yo tampoco —respondí—. Maca se dio cuenta de que lo había perdido al volver al ático —miré a Ana—. Le sugerí que podíamos llamarte para que lo buscaras, porque sé que le tiene un apego especial, pero dijo que podía esperar al día siguiente. Que era tarde para llamar y que no quería molestarte.
—Bueno—indicó Ana, alzando una ceja—, una excusa muy oportuna: así no se podía comprobar que realmente el reloj estaba en casa. ¿No recuerdas nada más de esa misteriosa mujer?
—No lo sé, ya os lo he dicho, no le vi bien la cara. —De .repente, recordé algo—. Sí, olía a ese perfume que está de moda, Helike.
—Pues siento decirte que eso no significa nada, hermanita, porque lo usa media ciudad, incluida yo y media docena de mis amantes —aseguró Ana—. De todas formas, paranoica de mis entretelas, olvidas un pequeño detalle que ‘a al traste con tu teoría. —Hizo una pausa para que sus palabras surtieran más efecto—: El reloj estaba allí, entre os cojines del sofá.
—Mierda, es verdad. —Me mordí el labio, sintiéndome como una idiota—. Creo que lo estoy sacando todo de quicio. —Las llaves —dijo de pronto Juanepi.
— ¿Qué?
—Creo que me estoy contagiando de esa paranoia tuya, Sara. A ver, reconozco que esto está tomado por los pelos, pero… tú tienes copias de las llaves de tu casa aquí en cija ático, ¿no? —me preguntó.
—Sí, claro. ¿Por qué?
—Según tu teoría, esa misteriosa mujer sería una antigua relación de Maca que, por lo que sea, está aquí. Bien. Pues tal vez esa noche que dices que Maca recibió una llamada y salió, el martes, y desapareció durante horas… en fin —me miró, como disculpándose—, se vieron. Y así acabó el reloj I en la muñeca de esa mujer.
Me puse lívida.
—Porque Maca lo deja olvidado donde se han encontrado y ella se lo queda —concluí, con la voz agarrotada.
—Lo siento, Sara. Creo que Maca aprovechó la cena para justificar la pérdida del reloj. Recupera el reloj, se inventa lo de que lo ha perdido, te coge las llaves, va a tu casa y lo deja en el sofá para que lo encuentre Ana. ]
— ¡Oh, por favor! —exclamó Ana—. ¿Soy la única que piensa en esta familia, coño? —nos miró—. A ver, lumbreras, ¿cómo iba a saber Maca lo que su supuesta amante iba a hacer? O sea, según vuestra teoría, se la tira el martes y se deja olvidado el reloj donde sea que se citaran, porque todos sabemos que es muchísimo mejor, dónde va a parar, follar sin reloj. Vale. Como se da cuenta de que no lo tiene y que, con toda probabilidad, lo tiene su amante, se inventa que ha perdido el reloj en casa, previendo, por supuesto, que la pérfida amante iba a presentarse al día siguiente en la librería con él en la muñeca, ¿no? —alzó las manos—. ¿Es pitonisa, acaso?
Juanepi me miró de reojo.
—Bueno, sí, la verdad es que visto así…
—Además —continuó Ana—, ¿para qué coño montar todo ese rollo de que lo ha perdido en casa? Habría sido más fácil decir que lo había perdido aquí, en el ático, ¿no?
—Pero tal vez necesitaba testigos de ello —replicó a su vez Juanepi.
—Creo que doña enamorada, sí, te ha contagiado su paranoia- Juanepi —bufó Ana—. Incluso la teoría de la amante disfrazada que se presenta en la librería es absurda.
—Sea como sea —dije yo—, algo le pasa a Maca. Las llamadas, su comportamiento… Y todo coincide en el tiempo con esa extraña mujer y el reloj y la tarjeta de su empresa—Me llevé las manos a la cara, masajeándomela—. ¡Y me mintió, joder, me mintió cuando dijo que estaría en el trabajo!-
—Oh, venga, hermanita, pero se trata de Maca —arguyó Ana—. Es tu principita azul, ¿no? Tal vez le pase algo que no pueda contarte. ¿Acaso no es la reserva en persona esa mujer?
Una idea me atravesó en ese momento, metiéndome el frío en los huesos.
—Me lo advirtió —susurré.
— ¿Qué? ¿Quién te advirtió qué? —preguntó Ana.
—Maca. «Soy muy buena engañando», fueron sus palabras. Joder a propósito una relación. Un par de relaciones serias echadas al cubo de la basura.
— ¿De qué hablas, Sara? —preguntó Juanepi.
—Lo está haciendo —respondí, angustiada—. Sé lo que está haciendo.
— ¿Qué está haciendo? ¿Crees que Maca quiere romper la relación?
—No —cabeceé—. Ella no toma esas decisiones —aseguré, con amargura, mirando a ambos—. Quiere que la rompa yo.