CAPÍTULO 9

El día de ese punto sin retorno llegó una tormentosa tarde de junio. Empezaba a anochecer y llovía torrencialmente cuando sonó el timbre. Al abrir, una empapada Maca me sonrió desde el umbral.

—Hola.

—Hola —me apresuré a hacerla entrar—. Estás chorreando.

—Lo siento —se disculpó—. Estoy llenando el suelo de gua.

—No te preocupes por eso. Pasa. Espera, ahora vuelvo.

La dejé en el salón y fui a la habitación a coger una toalla, Se la di y ella empezó secarse el pelo.

—Pensaba que las asistentes de importación-exportación erais más listas y no salíais sin paraguas en días de tormentas.

—Hay tantas leyendas acerca de nosotras… —replicó con sorna mientras dejaba la toalla a un lado, se quitaba la mojada chaqueta y la dejaba pulcramente sobre el respaldo de una silla.

—Has terminado pronto hoy.

—Estaba harta del despacho. Y tampoco me apetecía volver a casa. —Me miró—. Espero que no te importe.

— ¿Cómo va a importarme? —dije, sonriendo para tranquilizarla.

Esa era otra faceta de Maca que había descubierto, con gran sorpresa por mi parte. Conocía su parte resolutiva, como mujer de negocios. También su parte contenida, que podría hacerla parecer fría ante ojos que no la conocieran como yo lo estaba haciendo. Y había una parte de ella, una parte pequeñita, pero que estaba allí, que la dejaba indefensa ante la inseguridad. Viendo cómo se manejaba en su trabajo y en otras facetas de su vida podría resultar inaudito pensar que Maca se mostrara insegura, pero yo había podido captar pinceladas de ese lado que casi siempre lograba ocultar muy bien. Cuando decidimos empezar a salir, parecía tener sus reservas en todo lo referente a mi tiempo y mi espacio. Al principio lo había confundido con miedo al compromiso por su parte, pero no podía estar más equivocada. Simplemente, quería darme ventaja. Espacio para maniobrar, para echarme atrás si así lo decidía. Cuando lo entendí, cuando comprendí que ella también era vulnerable, la amé mucho más. Era esa parte de mujer perdida en medio de una tormenta, la insólita mezcla con la mujer segura y fuerte, la que completó el cuadro que me había hecho de ella, la que terminó conmigo en el fondo de ese abismo tan deseado.

Para disipar sus dudas acerca de la conveniencia de su inesperada visita me acerqué a ella y la besé. Tenía la piel húmeda y fría, pero sus labios reaccionaron de inmediato con calidez. El agua de lluvia se mezcló en nuestros labios. Alargué el beso todo lo que pude y me separé de ella. Maca me miró con intensidad. Hacía poco que esa mirada en concreto había aparecido en el azabache de sus ojos, haciendo mucho más difícil el precario equilibrio de mi deseo. Una mirada despojada de ese leve escudo de sobriedad que siempre parecía acompañarla. Si dependiera de esa mirada, estaría segura, no habría ninguna duda. Sería el espejo de lo que yo sentía por ella.

Le devolví su mirada, queriendo que se viera reflejada en mis ojos como yo me sentía reflejada en los suyos. Posé la mano en su antebrazo.

—Pareces cansada —dije.

—Me duele un poco la espalda—sonrió, arqueando una ceja.

— ¿Un masaje? —ofrecí, dando un pequeño paso hacia atrás, que ella anuló haciendo presa sobre la mano que yo apoyaba en su antebrazo.

Me detuve, ladeando la cabeza, turbada sin saber por _qué. Me miró y fue como si en ese momento alguien volara una cometa sobre mi cabeza para atraer un rayo. Estoy segura de que algo empezó a lanzar chispas dentro de mí a partir de ese instante.

—Creo que solo necesito que me beses otra vez —dijo en un susurro, con sus ojos clavados en los míos.

No iba a contrariarla, turbada o no. La besé. Maca sujetó con firmeza la base de mi espalda para atraerme más hacia ella. Su mano libre subió hasta mi cuello, acariciando mi nuca con la yema de los dedos. Cada trocito de piel que tocaba era un mensaje de deseo directo a mis entrañas, y las yemas de sus dedos activaban y reactivaban una y otra vez ese deseo, lanzándolo hacia una espiral infinita. Latigazos de deseo que me recorrían de punta a punta y que hacían que fuese total y absolutamente consciente de todas y cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo.

—Solo un beso —susurró, antes de cubrir mi boca de nuevo con la suya.

Olvidé por un momento lo que era respirar, y el beso terminó en un jadeo. Nos miramos con intensidad. Yo no quería dar un paso atrás y supe que ella tampoco. Sonreí y deslicé mi mano por su costado, bajo su camisa. Cuando logré apoyar mi palma sobre su piel cálida como un día de primavera, el mundo desapareció. No bastarían dos besos para todo lo que estaba sintiendo, ni la tarde que languidecía, ni la noche que prometía. Necesitaría otra vida y otro mundo, inventar nuevas normas que romper. Quería danzar, quería gritar. O solo susurrar. Había algo que bailaba dentro de mí cuando descubrí esa nueva verdad en el fondo de su mirada. Quizás no fuese la única, última o justa verdad, pero era en la que quería creer a partir de ese momento.

La empujé con suavidad hacia atrás y ella sonrió, los ojos brillantes presos de los míos. Ninguna de las dos habló; yo era consciente de su respiración agitada, de cómo se elevaba su pecho a bocanadas, cómo fruncía levísimamente el labio superior en un gesto que con el tiempo aprendí como preludio de su excitación. Quizás, por un segundo, temió que me echara atrás o dudara, pero no sabía lo que había hecho dándome su boca de esa manera. Me acerqué, la atraje hacia mí sujetándola por la cintura del pantalón y, entonces, sentí un momentáneo acceso de pánico cuando fui consciente de que la tenía al alcance de todas las caricias que había estado soñando. Mis manos se detuvieron un segundo en el aire, temerosas de cometer el error que lo echaría todo a perder. Ella se dio cuenta de mi indecisión. Tenía los labios húmedos, ligeramente entreabiertos, y la mirada oscurecida por el deseo. Cogió mis manos y las guio hacia su cuerpo.

Entendí que para ella también había empezado y ninguna de las dos lo iba a detener. El pulso de su garganta latió con celeridad. Sentí un latigazo de deseo tan poderoso que llegó a dolerme. Adelanté mi mano y ceñí su garganta, acariciando con mi pulgar la base de su barbilla. Nuestra intimidad, ahora lo sé, estuvo siempre guiada por el imperativo del tacto de nuestras manos, como si solo nos reconociéramos con, a través y por ellas. Al tocarla de nuevo, dejé atrás cualquier duda.

—Fresas con nata —fue lo único que se me ocurrió decir antes de empezar a devorarla.

Ya le explicaría después que era en nuestro primer beso en lo que pensaba cuando la besaba, le desabrochaba la camisa, alcanzaba las lindes de su estómago y cerraba los ojos para no pensar más que en ella y solo en ella, desprendiéndome de todo lo demás, material e inmaterial. Un ponderoso estruendo hizo entonces que me alterara: el clamor del relámpago había hecho vibrar los cristales, hallando eco en mí, como si hubiera tenido la capacidad de agitarme de pies a cabeza. Abrí los ojos y dejé de besarla, echando la cabeza hacia atrás. Ella me miró y leí el deseo desatado en sus ojos. Respirábamos de forma agitada. Me di cuenta de que había estado a punto de tomarla allí mismo, de forma precipitada, con mi mano rondando su cadera, y no era eso lo que quería. Di un paso atrás y ella me miró, consternada por el hecho de que hubiera retirado mi mano. Para tranquilizarla, se la ofrecí y ella la cogió, sonriendo. Tenía intención de guiarla hasta mi habitación, pero ella, al parecer, tenía otra idea. Me atrajo de nuevo. Por un momento, me quedé paralizada ante la expresión de su rostro. Era otra Maca la que se ofrecía a mí en ese momento. Una Maca con un deseo completa y abiertamente expuesto, como si hubiera dejado atrás cualquier freno o reparo. Me pegó a ella, haciendo presa en mi espalda, y se inclinó para besarme. Fue un beso lento, agónico, durante el que delineó mi boca con sus labios y después con su lengua. Me besó durante un tiempo interminable y mi deseo se disparó, incrementándose hasta límites imposibles. Con otro movimiento me giró, colocándome de espaldas a ella, sin apenas un milímetro entre nuestros cuerpos; cercó mi cuerpo con uno de sus brazos, enlazándome el estómago con la palma de la mano, mientras con la otra empezaba a acariciar suavemente mi costado. Su mano subía y bajaba con pereza, haciendo que empezara a temblar de pura exaltación. Eché la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos, extasiada. Su mano bordeó con el dorso la curva de mi pecho, con un toque delicado que me enardeció. La mano que enlazaba mi estómago se movió y sus dedos se desplazaron cautelosamente hasta las lindes de mi pubis. Las yemas acariciaban con pereza mi piel, sin urgencia, pero sin tregua. Atrapada entre su deseo y mi excitación, Maca empezó a besarme de nuevo, pausados besos que se iniciaron en mi nuca y continuaron por la curva de mi cuello hasta el nacimiento de mi garganta. Supe entonces que me había equivocado en cuanto a mis límites. No existían. Empezaba a doler, notaba el deseo enroscándose en todo mi ser, aniquilando toda prudencia. Jadeé. Temí caerme: tal era la debilidad que sentía. Ella lo notó y me sujetó con más fuerza, instándome a volverme hacia ella. Me miró, un último instante, una última confirmación y, sin más transición, atrapó mi boca en un beso ansioso, empujándome al mismo tiempo para que me moviera junto a ella. Solo había unos metros hasta mi habitación, pero tardamos una eternidad en llegar hasta ella. Por el camino, Maca me quitó la camiseta y la lanzó al suelo. Su exploración ya le había confirmado que no llevaba nada debajo; aun así, se detuvo y se tomó un instante para mirarme sin pudor. Trazó una erótica ruta sobre mis pechos con sus dedos, hasta finalizar apoyando la palma de la mano sobre mi acelerado corazón. Volvió a besarme y esta vez perdí el control. Tomando la iniciativa, la aparté y la insté a que se desprendiera de la camisa, mientras trataba de conducirla hasta la puerta de la habitación. Ella sonrió y me obedeció, desabrochándose la prenda y lanzándola al suelo, pero su obediencia solo duró hasta que llegamos a la habitación. Allí volvió a marcar el ritmo, soltándome el pantalón y acariciándome en la frontera del deseo hasta que gemí en su boca de forma incontrolada.

—Maca —susurré, irracional.

— ¿Sí? —me contestó ella en el mismo tono.

—Ya, por favor —pedí.

Noté su sonrisa en mis labios. No me hizo rogar una segunda vez. Con soltura, hizo que me desprendiera del calzado y los vaqueros. Después, sin apartar la mirada de mis ojos, jugó con la cinturilla de mi ropa interior, pasando los dedos por ella en un movimiento provocador, hasta que leyó en mí que no debía demorarlo más. Con un movimiento fluido me la quitó y yo la impelí a que terminara de desnudarse. La quería en igualdad de condiciones. Lo hizo con rapidez: al parecer el juego inicial se había acabado. Nos dimos apenas un segundo para mirarnos la una a la otra y yo me mordí el labio inferior intentando reprimir un gemido de puro deseo. Fue todo lo que ella necesitó. Me acercó a la cama a base de besos y me tumbó sobre ella. Quise ser yo la que lo hiciera, pero ella me retuvo con firmeza. Fue una buena decisión, porque yo no podía esperar más. Se colocó sobre mí y empezó a tocarme con delicadeza, como si sus manos fueran instrumentos y yo una melodía que ejecutar.

La cabeza empezaba a darme vueltas y entonces ella acercó su mano a mí sexo y me paralicé. Fue un instante, ella me miró, interrogante, y yo sonreí con fiereza. Mi gesto la tranquilizó y continuó, sin dejar de mirarme. Las puntas de sus dedos empezaron a tantear con delicadeza y después se posaron con mayor seguridad, incrementando la presión de su caricia. Empecé a respirar con pesadez. Mi pecho subía y bajaba a un ritmo lento y dilatado. Maca, atenta a todas y a cada una de mis reacciones, sonrió y colocó dos dedos sobre el centro de mi deseo, haciéndome respingar. Los movió de arriba abajo, sin prisa, mientras yo creía que no iba a poder soportarlo más. Gemí, cerrando los ojos y arqueando la espalda; ella apoyó la palma de la mano cubriendo todo mi sexo y presionó. Abrí los ojos un instante y la miré. Ella sonrió de forma delicada y yo cerré los ojos de nuevo, rendida. Era suya. La noté moverse, dejando caer el peso de su cuerpo sobre mi costado. Pasó una mano tras mi nuca, mientras la otra empezaba a cobrar vida. Sus dedos iniciaron una erótica danza alrededor de mi sexo, se inclinó y me susurró junto al oído: «¿Quieres?», justo en el momento en el que uno de ellos se detenía sobre la entrada. Solo pude gemir y mover la cabeza afirmativamente. Ella me penetró con un fluido movimiento. Su pulgar empezó a acariciar mi clítoris al mismo tiempo y yo era incapaz de detener el movimiento de mis caderas. Maca acarició mi rostro con el suyo, sus dedos se engarzaron en mi nuca y empezó a moverse dentro de mí. En un momento dado hundió un segundo dedo e incrementó sus caricias. Yo ladeé la cabeza para mirarla, vi sus ojos cubiertos por una pátina de deseo, la danza de la lujuria enroscándose sin cortapisas en ellos y, de súbito, la ola llegó.

Intenté seguir mirándola, pero me fue imposible. Cerré los ojos. Su pulgar excitaba mi punto sensible al ritmo del vaivén de su penetración y empecé a sentir cómo un globo crecía, crecía y crecía dentro de mí hasta convertirse en un todo con mi sangre, mis músculos, mi piel y mis nervios. Sacudí mis caderas con desesperación y ella incrementó el ritmo. El orgasmo me arrasó, haciendo que gimiera y jadeara de forma inarticulada. Las sacudidas me agitaron lo que me pareció una eternidad, mientras ella seguía dentro de mí. Tardé mucho en calmarme y, aun así, continué sintiendo las réplicas del orgasmo en mi interior. Cuando logré acompasar mi respiración, tomé una desesperada bocanada de aire y la observé.

Su mirada era de otro mundo. Era una mirada rendida, entregada y abierta. ¿Vería ella lo mismo en la mía? Alcé un brazo tembloroso y atraje su cara hacia la mía. Nos besamos con sosiego, aunque sabía que solo era una momentánea tregua. Tiré de ella para que se pegara a mí y, con un respingo, noté cómo salía de mi interior. Volví a mirarla a los ojos. Ella estaba completamente excitada, pero me esperaba a mí. Yo sentía una lujuriosa lasitud y me sorprendí deseando que no hubiera habido tregua y que sus dedos siguieran dentro de mí. Maca me abrazó, pegando su cuerpo al mío, y noté la calidez de su aliento haciéndome cosquillas en el cuello. Empecé a acariciar su espalda y volví a sentirme excitada. Pero ahora le tocaba a ella, así que me obligué a mantener bajo control mi excitación para culminar la suya. Hice que me besara, cogiendo su cara con ambas manos, sintiendo el peso de su cuerpo sobre el mío. Moví mis caderas y hallé una inmediata respuesta en ella, que se agitó gimiendo. La desplacé hasta que nuestros cuerpos quedaron encajados, llevé mi mano bajo su cuerpo y busqué su sexo. Ella se alzó para facilitarme el acceso. Era una sensación deliciosa. Del mismo modo que lo había sido recibiendo, ahora lo era dando. Noté cómo se acrecentaba su respiración y volvía a gemir. Con la mano libre enlacé su espalda y empecé a moverme, tocándola. Suspiró entrecortadamente, enterrando su cara en mi cuello. Estuvimos así unos segundos, balanceándonos al compás, mientras acariciaba su sexo con lentitud. Sabía que ella no aguantaría mucho más. Me senté a horcajadas sobre ella. Me incliné y la besé y, mientras lo hacía, la penetré. Ahogó un gemido en mi boca, pero no terminé el beso hasta que su respiración no empezó a dar muestras de que comenzaba a perder el control. Abandoné su boca y me incliné a un lado. La penetraba despacio, entrando y saliendo en amplias caricias que implicaban a su sensible centro. Lamí el hueco de su clavícula y ella empezó a mecerse cada vez más rápido. Dejé de tocarla y ella emitió un débil «No» parecido a un sollozo, detuvo todo movimiento y alzó la cabeza para mirarme de modo enajenado. Sonreí y poco a poco fui descendiendo por el camino de su estómago. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza de nuevo cuando me vio llevar mi boca hasta su sexo. La acaricié con los labios. Maca se retorció de pasión. Lamí su sexo y la penetré con la lengua. No hubo suavidad ni delicadeza a partir de ese momento. Empujé y lamí, acariciándola, hasta que noté que llegaba el orgasmo, con un largo, prolongado y agónico gemido. Sacudió las caderas de manera frenética, alcanzando el cénit, y entonces me alcé sobre ella y le pedí que no cerrara los ojos. Lo hizo, y me regaló así la sinfonía más hermosa, las líneas mejor declamadas y el color más intenso que nadie afín al arte y la belleza podría jamás desear. Cuando los últimos estertores empezaban a sosegarla coloqué mis brazos a cada lado de su cabeza, alzándome ligeramente, inserté mi pierna entre las suyas y empecé a moverme muy despacio. Había asistido a su orgasmo excitada, pero ahora necesitaba algo más. Ella supo lo que quería y alzó su pierna para encajar conmigo.

Me dejé caer sobre su cuerpo y nos acoplamos hasta formar una sola. Nos abrazamos y empezamos a movernos al mismo ritmo, muy lentamente, dando tiempo a que su excitación se reactivara. Nos besamos y nos mecimos hasta que sentimos que el orgasmo nos llegaba a ambas al mismo tiempo. Fue una sensación apabullante notar cómo mi estremecimiento se hacía uno con el suyo y cómo temblábamos la una por la otra. Me tumbé sobre ella y cerré los ojos, saciada. Ella besó mi cabello y permanecimos así varios minutos, sin necesidad de nada más, palabras o gestos, acompasando nuestras respiraciones y caricias, buceando en nuestro deseo. Toqué su piel, aspiré su aroma, tuve el latido de su corazón en mi interior y me regocijé con el recuerdo de la niebla de pasión en su mirada.

—Cariño —susurró muy bajito, quizás pensando que me había dormido.

—Sí —respondí, absurdamente emocionada por que hubiera utilizado esa expresión. Hasta ahora no lo había hecho.

Noté cómo su pecho se hinchaba para tomar aire y que dudaba en cómo continuar.

—Todo está bien, ¿no? —interrogué entonces, súbitamente aprensiva. ¿No lo estaba?

Me moví hasta encararla. Ella sonrió con timidez.

—Espero que sí —dijo con cautela.

—Sí. —La besé en la barbilla—. ¿Y tú?

Me miró ladeando la cabeza y después sonrió.

—Has tardado —susurró. Hice un gesto de extrañeza—. En decidir que podíamos acostarnos —explicó.

— ¿Era mi decisión?

—Toda tuya, te lo aseguro.

Rio con suavidad. Hablábamos en susurros, y no sabía por qué, ya que estábamos solas. Apoyé de nuevo la cabeza en su pecho.

—No lo sabía —contesté—. Parecías tener tus reservas. —Acaricié el dorso de su mano, que descansaba sobre mi estómago.

—Solo quería que fuese realmente lo que tú deseabas y cuando tú lo desearas.

—Pues lo he deseado desde hace bastante, Maca.

—Es una lástima no haberlo sabido antes. —Noté su sonrisa prendida en mi pelo.

—Lo siento. Me dabas miedo —dije, sin pensar.

— ¿Miedo, yo? —estaba sorprendida.

—Sí.

— ¿Por qué? —la curiosidad impregnó su tono.

—Porque te quiero —solté de golpe.

La escuché inspirar, pero ni una sola palabra salió de sus labios. Lamenté habérselo dicho. El miedo me golpeó de lleno. Ahora se iría, se escurriría bajo cualquier excusa, asustada por mi exigencia, pues una declaración en toda regla, y no otra cosa, eran esas tres simples palabras. Tal vez no quería verse obligada a responder, a igualar la apuesta.

—Lo siento, sí que lo he hecho mal —dijo al fin.

— ¿Mal? ¿El qué? —No me atrevía a mirarle.

— ¿Mis ojos no te dijeron eso hace ya tiempo?

— ¿Tus ojos no me dijeron hace tiempo qué?

—Mis ojos te dijeron hace tiempo que te querían.

— ¿Tus ojos me quieren?

—Yo te quiero. Mírame.

La miré. Era cierto. Sus ojos me querían.

—Te quiero, Sara. —Lo dijo su boca. Sus manos también me lo estaban diciendo. Y el latido acelerado y profundo de su corazón.

—Ya no tengo miedo —aseguré, antes de besarla interminablemente.