CAPITULO 5

Maca me esperaba sentada en la terraza. Cuando me acerqué a la mesa se levantó, se acercó a mí y me besó en la mejilla, apoyando su mano en mi hombro. Sentí un cosquilleo en el estómago al notar la calidez de su tacto.

La cafetería estaba enclavada en la plaza donde se ubicaba el Centro de Congresos, una construcción de acero y cristal que proyectaba destellos de luz cuando el sol incidía sobre su superficie. Al ser domingo por la tarde había menos bullicio del habitual. Algunos niños jugaban en los túmulos de césped artificial que moteaban la plaza, subiendo y bajando a la carrera por sus rampas o saltando desde los bancos de madera adosados. La primavera estaba siendo más fría de lo habitual, pero aun así merecía la pena disfrutar del exterior. Las grandes sombrillas color crema que en verano protegían del inclemente sol estaban cerradas, permitiendo disfrutar del diáfano espacio que nos rodeaba. Me fijé en la mesa vacía.

— ¿No has pedido nada aún?

—Te estaba esperando. —Hizo una seña al camarero y ambas pedimos. Cuando nos sirvió y se retiró, ella sonrió y me miró con curiosidad—. Bueno, ¿eres de aquí?

—Sí. —Soplé sobre el café—. Trabajo en una librería. —Hice un gesto hacia mi izquierda—. No está muy lejos de aquí.

— ¿Cómo se llama?

Sonreí con anticipación.

—Leibovitz und Hensel and DeGeneres i Cía.

Arqueó las cejas en una expresión divertida.

—Me estás tomando el pelo.

—No —sonreí—. Es así. La explicación se pierde en el tiempo, solo sabemos que el fundador, el abuelo del actual propietario, recorrió mucho mundo antes de asentarse y abrirla en 1923. Lo curioso es que ninguno de esos apellidos pertenece a la familia —me alcé de hombros—. Supongo que detrás debe de haber una gran historia.

— ¿Te gusta trabajar allí?

—Mucho. Empecé cuando iba al instituto, para sacarme algo de dinero. Yo solía frecuentar la librería de niña, había un pequeño club de lectura. La verdad es que nunca pensé que fuese algo más que un trabajo temporal, mientras acababa mis estudios. Pero terminé el instituto, me licencié en la universidad y todo el tiempo continué trabajando en ella. Cuando ya estaba harta de enviar currículums, una mañana, en la librería, miré a mi alrededor y me dije: «¿Por qué no?». —Bebí un sorbo de café—. Es curioso cómo suceden las cosas en la vida. Entré a trabajar allí pensando que solo sería un trabajo temporal y después todo tuvo otras implicaciones impensables. Y al final, por supuesto, resultó ser el trabajo de mi vida.

—Puede que me deje caer un día de estos. Necesito reponer algunos libros.

—Cuando quieras. —Sentí de nuevo el cosquilleo en el estómago. Tal vez necesitara reponer esos supuestos libros o tal vez no. Tal vez yo le gustara y se tratara tan solo de una excusa.

— ¿Tenéis libros de segunda mano? —preguntó.

—Sí. Puedes pedirle a Tomax el libro más raro que quieras y él te lo encontrará. Es el propietario. Está un poco sordo de un oído, pero si te colocas en el lado bueno, no hay problema. Y nunca juegues a cartas con él, hace trampas —le advertí.

—Lo tendré en cuenta —sonrió con brevedad. Me dio la sensación de que era una persona que no sonreía de forma expansiva muy a menudo, si bien tampoco es que tuviera una expresión severa. Más bien era contenida, como si cada expresión de su rostro tuviera que andar de puntillas antes de darse a conocer—. Me gusta leer, pero la verdad es que no tengo mucho tiempo.

—Yo a veces pienso que de lo que no tengo tiempo es de vivir, de tanto leer —sonreí—. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas? Algo relacionado con la exportación, ¿no? —pregunté. Había indagado en la dirección de Internet que aparecía en la tarjeta.

—Trabajo en una empresa canadiense que cuenta con una sucursal aquí. Se dedica a la importación y exportación, -sí. —Lo dijo de corrido y con un leve tono de disculpa—. Suena aburrido, ¿verdad?

—No, al contrario. Parece interesante.

—Se viaja mucho, si es a lo que te refieres. Pero cualquier sitio que pises por decimoquinta vez en un mes deja de tener encanto. Y te cansa. Todo al final acaba por cansarte. —Me miró—. ¿Te gusta viajar?

—Sí, pero mi norma es máximo catorce veces por lugar.

Ella sonrió.

—Es una norma excelente.

Se llevó la taza a los labios y nos quedamos momentáneamente en silencio, arrulladas por la música que salía del interior del café. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón de mimbre y cerró los ojos. Parecía cansada. Recordé la llamada de las dos de la mañana y de nuevo me asaltó la duda. Sin embargo, por otra parte, estaba allí. Si tuviera pareja no estaría allí. Si tuviera un niño con dolor de muelas que la necesitara, tampoco.

Desistí de seguir pensando en ello. Tenía otra distracción en mente en ese momento. Su instante de relax me permitió fijarme más en ella. La noche anterior estaba rodeada de sombras, pero a la luz del sol su presencia era soberbia. Su pelo era oscuro, como lo eran sus ojos, y caía en cascada sobre sus hombros, sobrepasándolos apenas. La curva de su cuello era fascinante y yo no podía apartar los ojos de la línea que trazaba. Deseé comprobar por mí misma la promesa de suavidad que ofrecía. Sus rasgos, relajados, eran armoniosos. Cuando hablaba tenía cierto punto de tensión que no se me había escapado, pero lo atribuí, llevada por mi propio deseo, a que quizás estuviera algo nerviosa, aunque en el fondo lo dudaba. Parecía ser una mujer segura de sí misma, tenía una forma muy directa de mirar a los ojos que desarmaba y su voz poseía un leve timbre vibrante muy seductor. Abrió los ojos y me miró, antes de que pudiera apartar los ojos de ella. Azorada, el apuro se convirtió en osadía.

— ¿Qué edad tienes? Si no es indiscreción.

—Treinta y seis —respondió—. ¿Y tú?

—Veintiséis —respondí, con reserva.

«Diez años», pensé, alarmada. Pero no por mí, sino por ella. Rogué para que no le importara la diferencia de edad. Ya me sentía lo suficientemente cohibida por el incómodo pensamiento acerca de no estar a su altura como para añadir ahora el hándicap de nuestras respectivas edades. Experimenté un ligero disgusto cuando proyecté la idea de que me considerara tan solo una mocosa con la que no valía la pena perder el tiempo. La íntima rebelión que sentí contra mi propio pensamiento me hizo ser osada. Me incliné hacia ella y le lancé una propuesta:

— ¿Te gustaría conocer la librería?

—Sí, claro.

—Entonces, déjame que te devuelva tu invitación a tomar café. Tenemos una sala para ello. ¿Mañana?

Hizo una mueca de contrariedad.

—Lo siento. Tengo un viaje a Londres. Estaré hasta el jueves allí.

—Oh, bueno —traté de disimular mi decepción.

— ¿Te gusta el cine? —preguntó. Asentí—. Tengo un par de invitaciones para un preestreno, para el jueves por 1a noche. ¿Te gustaría venir? —Sonrió de medio lado, de nuevo ese amago de sonrisa que parecía una marca propia.

— ¿Quieres que te acompañe?

—Me gustaría, sí. —Hizo una ligerísima pausa—. Pero puedes decirme que no, por supuesto. —Suavizó el posible rechazo con una sonrisa y me miró. Si seguía haciéndolo, dándome sus ojos de ese modo, estaba perdida. Juanepi tenía razón: yo era una romántica incurable. Quería viajes en velero y cenas a la luz de la luna. Dediqué demasiados sábados por la tarde a leer las novelas equivocadas, estaba claro—. ¿Sara? —inquirió, al ver que no respondía.

—No —dije, sin pensar realmente en lo que decía.

—De acuerdo.

Se quitó una imaginaria mota de polvo del pantalón y me fijé en el reloj que llevaba en la muñeca. Correa desgastada de cuero color miel, esfera redonda y dorada, a juego con las manecillas. Parecía un modelo antiguo y a todas luces masculino. Bajó la mirada, incómoda.

—Lo siento. Me he expresado mal. He dicho no a tu no —expliqué.

—No a mi no —repitió, mirándome con un gesto de extrañeza.

—Que es sí.

—Un no tuyo a un no mío es un sí final tuyo —sonrió con cautela, aún no segura de entenderlo.

—Sí —dije, alto y claro.

—Entonces, ¿te apetece lo del jueves?

—Por supuesto —repliqué, radiante.

—Me alegro. La verdad es que me haces un gran favor, no me gusta ir sola al cine.

— ¿No tienes con quien ir?

Me habría dado de cabezazos contra la pared en ese instante, pero ella sonrió con gentileza ante mi indiscreción.

—Acabo de mudarme y la verdad es que por mi trabajo no suelo salir mucho. Es algo difícil mantener un círculo estable de amigos si te pasas la mayor parte del tiempo fuera. Viajo mucho.

—Lo siento, he sido una indiscreta.

—No importa.

—En compensación, déjame que te invite a cenar después del cine.

—No me parece justo.

—Por favor —alcé las cejas, expectante.

—De acuerdo—aceptó—. Pero solo si me dejas igualar la invitación.

La miré. Procuré disimular mi entusiasmo ante su propuesta. Quizás, al final, tan solo buscaba una amiga con la que salir.

—Trato hecho —acepté, sintiendo cómo el cosquilleo en el estómago se instalaba de forma permanente.

La tarde pasó con rapidez, en una charla distendida, hasta que noté que ella estaba cansada, pese a que trataba de disimularlo. Nos despedimos hasta el jueves siguiente y regresé a casa con la sensación de un camino abierto frente a mí. No quería hacerme demasiadas ilusiones, pero esa mujer me gustaba, más allá de la primera impresión en el pub. Ya en casa, Ana me interrogó a fondo y me miró con ‘recelo. Sabía que me estaba gustando lo suficiente como para aventurarme por el camino con los ojos cerrados. Me despertó de madrugada, zarandeándome.

— ¿Qué pasa? ¿Te pasa algo? ¿Qué hora es? —pregunté, alarmada.

—Nada. Me meaba. Las tres.

—Hala, la nena ya ha hecho su pipí —ahogué un bostezo—. Que la puñetera nena se vaya a dormir de una puñetera vez

— ¿Tú estás segura?

— ¿De que te vayas a dormir? Pues ahora que me has asegurado que no vas a mojar la cama, sí, mira tú por dónde. —No, tonta, segura de lo otro.

— ¿Qué otro, Ana? ¿De qué me hablas?

—Maca.

— ¿Qué pasa con ella?

— ¿Tú estás segura de que quieres intentarlo con esa tía?

—Ana, no fastidies, son las tres de la mañana —protesté, tapándome la cabeza con la almohada.

— ¿Lo estás? —insistió.

— ¿Cómo voy a estar segura de nada si casi ni la conozco? Solo hemos tomado un café

—Ah, pero yo a ti sí te conozco bien y sé por dónde vas, hermanita. He visto el brillo en tus ojos. Lo vas a intentar.

Me senté en la cama, masajeándome la cara.

—Sí, me gusta. ¿Qué problema hay?

—No quiero que te hagas ilusiones y después te dé la patada.

—Eso es lo que haces tú con tus ligues —le recordé.

—Pero yo al menos lo dejo claro desde el primer momento. Nada de ataduras. Solo pasarlo bien hasta que el cuerpo cuelgue el cartel de completo. Y tú no eres de esas.

—Ella tampoco lo parece. Además, no nos hemos declarado amor eterno, Ana.

—Solo digo que tengas en cuenta todas las posibilidades.

—Las tendré, no te preocupes. ¿Podemos dormirnos ya, por favor?

— ¿Puedo quedarme contigo? —pidió.

—Como quieras, pero no me metas mano.

—Vaaaale.