CAPITULO 30

Unas horas antes

 

—Creo que tu ex ha bebido demasiado —dijo Ana, arrastrando la equis sonoramente al tiempo que se inclinaba sobre una adormecida Maca—. Estos guiris no saben beber.

—Creo que es por el jet lag —opiné—. Debe de estar agotada.

—Yo sí estoy fuera de combate —bostezó Juanepi—. ¿Puedo quedarme a dormir?

—Claro —respondió Ana—. Vámonos a dormir, chicas. Es muy tarde.

—Un momento, un momento —dije—. ¿Qué hacemos con Maca?

—Que se quede en el sofá.

—No voy a hacer que duerma en el sofá —repliqué.

—Pues métela en tu cama —Ana sonrió ampliamente.

—Ana, por favor. No creo que se sienta muy cómoda si mañana amanece aquí tirada. Y tendrá cosas que hacer, ¿no? Para eso ha venido.

—Llama a un taxi y métela en él.

—No podemos dejarla sola en un taxi en su estado —protesté.

—Pues acompáñala.

—Ve tú, Juanepi, ¿quieres? —pedí.

—¿Quieres que me la lleve a su casa y le ponga el pijama? Ni hablar. ¡Soy un marica defectuoso, por favor, no hago esas cosas! Además, estoy borracho.

—Y tiene que acostarme —terció Ana—. Juan Epifanio, cógeme en brazos y ve bajándome las bragas, que quiero mear.

—No me hagáis esto —pedí en tono lastimero.

—Solo tienes que llevarla a casa, no es tan difícil, Sara —dijo Ana, antes de desaparecer camino de la habitación en brazos de Juanepi, mientras me decía adiós con la mano, con una beatífica sonrisa pintada en el rostro.

Miré a Maca, dormida en el sofá. Sí era difícil maldita sea. Me había pasado toda la noche luchando conmigo misma para no mirarla una y otra vez, por mantener una prudente distancia física que evitara que rondara cerca de ella como una polilla atraída por la luz. Para no ceder a la nostalgia de su piel, su voz, a la noche de sus ojos. Me había costado horrores practicar esa consciente distancia, que se había demostrado miserablemente inútil, pues cuanto más me esforzaba en alejarme, con más ahínco deseaba todo lo contrario. Maldita sea. Inspiré, me incliné sobre ella y la toqué con suavidad en un hombro. Ella abrió los ojos, me miró, y sus ojos se convirtieron en la sima del abismo en el que un día deseé precipitarme. Su mirada reclamaba abiertamente todo lo que yo era con relación a ella, todo lo que ella deseaba ser con relación a mí. En el fondo de ese tentador precipicio estaba el ayer que dejamos atrás, todas las palabras, todos los gestos, todo lo que fuimos. Después, como si despertara de un pesado letargo, parpadeó, miró confusa su alrededor y su tenue sonrisa se fue desdibujando gradualmente. El instante se rompió, cuando Maca fue consiente —y yo a mi vez, en una muestra de absoluta empatía que me provocó vértigo— de que no se hallaba donde había soñado: un instante congelado en el tiempo en el que nuestra relación estaba viva. Una línea de desencanto revoloteó sobre su expresión y después escondió su desilusión bajo una forzada capa de neutralidad. Creo que había estado a punto de acariciarme, de besarme, de tomarme entre sus brazos. Fuese lo que fuese lo que le concedió ese instante de confusión, de desnudez emocional, se retiró, dejando en ella un rastro de melancolía. Se excusó por haberse quedado dormida y declinó mi ofrecimiento de llevarla a su casa, pero insistí, inquieta sin saber exactamente por qué. Yo era polilla tras la luz, consciente o no.

La acompañé al ático. Sus maletas todavía estaban en el pasillo de entrada, con las etiquetas prendidas. Maca había vuelto a dormirse durante el trayecto y estaba un poco aturdida. La acompañé hasta su habitación y la senté en la cama. Me incliné para quitarle los zapatos.

—Estoy en casa —murmuró. Levanté la vista y asentí en silencio. Me miró a través de unos ojos enturbiados por sueño y la fatiga—. En casa. —Adelantó la mano y cogió un mechón de mi pelo entre sus dedos, acariciándolo.

—En casa y cayéndote de sueño, sí.

—Eres preciosa —susurró.

—Creo que estás algo confusa, Maca —dije, súbitamente nerviosa—. Voy a quitarte los zapatos y podrás descansar. —Seguía acariciándome el pelo. Terminé de quitarle el calzado, me volví hacia la mesilla y cogí el despertador—. Programaré la alarma. ¿Recuerdas a qué hora tienes que ir mañana al despacho?

En vez de responderme, Maca se inclinó hacia mí. Estaba tan cerca que pude sentir su calor en mi espalda, el cosquilleo de su respiración en mi nuca.

—Deja eso. —Me quitó el reloj de las manos y lo depositó de nuevo sobre la mesilla. Me obligó a volverme hacia ella.

Yo me incorporé bruscamente y retrocedí unos pasos. Ella me siguió con la mirada.

—Estás cansada, Maca, será mejor que me vaya —balbuceé.

Se levantó. Se acercó a mí despacio, sin dejar de mirarme a los ojos. Cuando llegó a mi lado, alzó una mano y tocó mi barbilla con los dedos.

—Eres preciosa, Sara —volvió a decir.

Su rostro se balanceó hacia mí, pero me aparté en el último momento y puse de nuevo distancia entre las dos.

—Tengo que irme, Maca, de verdad.

La situación me estaba poniendo nerviosa, aun siendo vagamente consciente de que la había buscado. Maca se quedó en su sitio, pero me miró con una lucidez que no pensaba que tuviera, dado su estado. Vi también dolor junto a esa inesperada lucidez.

—Nunca me perdonarás, ¿verdad? —susurró—. No dejarás que vuelva a acercarme a ti.

—No, no es eso, Maca. Estás muy cansada, no es el momento para esto.

Se acercó a mí.

—Deja que te bese —pidió—. Por favor.

Sus ojos brillaban, sus labios entreabiertos empezaban a ejercer una atracción irresistible. Estaba a punto de…

Me besó.

Salvó la escasa distancia que nos separaba, acogió mi cara entre sus manos y se apoderó de mi boca. Fue un beso crudo, urgente y desesperado. Maca regresó a mí físicamente como si nunca me hubiera abandonado, como si ayer fuera el máximo tiempo que hubiese transcurrido desde la última vez que nos besamos. Gemí, sin poder evitarlo, perdiendo el aliento junto con mi voluntad. Sus manos descendieron por mi cuerpo y encontraron el camino hasta mi piel. Abracé con desesperación su cuerpo y supe que no habría forma humana de detenernos. Sin interrumpir el beso, Maca me llevó hasta la cama, en una apasionada y silenciosa danza, punteada tan solo por nuestros gemidos y el susurro del roce de los pasos. Cuando mis pantorrillas tocaron el borde de la cama y me detuve, Maca cesó el beso, tan bruscamente como lo había iniciado, pero no se separó ni un milímetro. Echó la cabeza hacia atrás y sé que leyó en mis ojos la nostalgia y el deseo. No le hizo falta nada más. Enterró sus manos en mi nuca y volvió a atraerme hasta su boca, besándome con igual o mayor intensidad. A ambas nos faltó el aliento y cuando nos separamos, sin transición, tomé la iniciativa y busqué su carne para saciar mi hambre. L a despojé de su camisa y retuve el aliento ante la visión de cuerpo. Busqué sus ojos y mirándola terminé de desnudarla. Ella volvió a besarme recorriendo mi boca, mi cuello, mi pecho. Con un leve empujón me obligó a tumbarme sobre la cama. Se sentó a horcajadas sobre mí y me miró. Sus ojos brillaban como ascuas en una noche oscura. Acercó sus manos a mi camiseta y me la quitó. Sus manos descendieron hacia mi pantalón, pero noté que empezaron a temblarle. Me miró pidiendo mi ayuda. Cubrí sus manos con las mías le sonreí para tranquilizarla. La ayudé a quitarme el pantalón y entonces todo fue más despacio. Si Maca empezaba a ser consciente de lo que iba a pasar, no quería que tuviera ninguna duda, porque yo estaba dispuesta. Habría un mañana, pero ahora solo me importaban sus besos y sus manos sobre mí, reclamados con desesperación por una piel huérfana de su tacto.

Empezó a acariciarme sin apartar los ojos de los míos. Sus caricias eran cuidadosas, de vez en cuando se detenían en el aire y su mirada se volvía más intensa. Me asustaba la solemnidad de su mirada y quise acallarla reclamándola con un pequeño tirón. Ella obedeció y se tumbó sobre mí. Se quedó así unos instantes, mientras mis manos la recorrían cada vez con más hambre y su respiración se hacía más profunda. Su letargo duró poco, porque se incorporó sobre sus brazos y me besó, me besó interminablemente, buscando mi boca, mi lengua, mi nombre en cada beso. Sus manos se deslizaron por todo mi cuerpo, acariciaron mi cara, deteniéndose en mis labios, suspirando sobre mi cuello. Atrapé uno de sus dedos entre mis dientes y lo lamí con avidez, provocando que se echara a temblar. Noté cómo su piel se erizaba y de su garganta salía un gemido ahogado. Volvió a incorporarse, pero yo alargué mi mano y la atraje hacia mí con desesperación, desolada por la pérdida de contacto, pese a hallarse tan cerca. El peso de su cuerpo de nuevo sobre mí hizo que perdiera los últimos restos de prudencia. Empecé a besarla sin tregua, sujetándola firmemente, buscando fundirme con ella, mientras mi cuerpo buscaba el suyo, ansioso y febril. Ella gimió y tomó la iniciativa, sus dedos se ciñeron en torno a mis muñecas y presionó mis palmas con sus pulgares, desplazándome con brusquedad las manos tras la cabeza. Acusé el cambio en las formas, pero lo acepté, reconociendo que había entre nosotras demasiada desazón como para que no ocurriera de otra forma. Gimió sobre mis labios con impaciencia. Liberó una de mis manos y la suya encontró el camino de mi estómago. Me arqueé ante su tacto. Delineó mi ombligo con la yema del pulgar. Sus besos descendieron como un torrente por mi barbilla, y cuello, pero no soportaba no tener sus labios cerca de los míos. Me desprendí del agarre de su otra mano y la obligué a regresar a mis labios. Sujeté con ambas manos su rostro y noté cómo se estremecía al mirarme. La besé con ferocidad, devorando su boca. Besándola sin tregua me moví hasta obligarla a incorporarse, y ambas nos quedamos sentadas frente a frente, ligadas como una sola, respirando con agitación. Maca tardó apenas un segundo en empujarme de nuevo sin miramientos para que volviera a quedar tumbada a su merced. La escuché tomar aliento. Quizás necesitaba conformidad una última vez, porque sus movimientos volvieron a ser lentos cuando se echó encima de mí, ligeramente ladeada, con una mano en mi estómago trazando círculos que querían aparentar pereza, pero que clamaban un asalto sin reservas. Frunció levísimamente el labio superior y me miró con tal deseo que me estremecí. Le dije que sí en silencio; sí, a lo que fuera. Ella sonrió y recuperó posición sobre mí para empezar de nuevo un camino de besos en mi cuerpo, que se deshacía en agua conforme lo iba colmando. Su mano se acercó poco a poco pero con firmeza al lugar que nunca debió abandonar y de repente empecé a temblar. Ella lo notó, se detuvo y me miró con la duda pintada en sus ojos.

No quería que volviera a pedir mi tácito permiso, quería que lo hiciera ya. Guie su mano sin vacilación y ella me penetró con facilidad, tan rápidamente que no pude evitar un suspiro prolongado, que se confundió con el suyo. Creo que estaba tan conmocionada como yo. Había una carga de infinita nostalgia en lo que estábamos haciendo. Cerré los ojos. Ella, desechando la impaciencia de la que había hecho gala minutos antes, se movió dentro de mí con ternura. Escuché su respiración, tan agitada como la mía, y volví a abrir los ojos. Lo que vi, lo que sentí, formaría ya parte de mí, pasara lo que pasara. Ella me miró y me ofreció todo lo que era, todo lo que tenía, lo que sentía. Lo llevaba tatuado en sus pupilas. Me estremecí y gemí sin apartar la mirada. Ella duplicó los dedos en mi interior, posó el pulgar sobre el clítoris y empezó a empujar. Era todo lo que yo necesitaba en esos momentos, reducida a un puñado de terminaciones nerviosas. Quitarme la necesidad de ella después de tanto tiempo. Se movió dentro de mí, cada vez con más rapidez, y yo me retorcí como un áspid a la caza de su presa, voraz e insaciable. Cuando alcancé el clímax ella se abalanzó sobre mí, sin retirarse de mi interior, y me robó el aliento que necesitaba con un profundo y prolongado beso. Después se desplomó a mi lado y descansó su cabeza junto a la mía, todavía dentro de mí. Su aliento cálido y entrecortado chocó contra mi garganta y sentí la imperiosa necesidad de tener sus ojos, la absoluta certeza de que jamás me cansaría de mirarla, y quise hacerlo mientras me movía para que ella saliera de mí y me preparaba para ofrecerle lo que me había dado.

Adivinó mi intención y quiso resistirse, como si eso, estar dentro de mí, hubiera culminado todos sus deseos. Me revolví y la tumbé boca arriba, recorriendo con los dedos su pecho agitado. Hizo un último intento para impedírmelo, pero aparté su mano y continué. La tranquilicé con un beso que se demoró en su boca lo suficiente como para rendir sus últimas reticencias. Ella, no obstante, con un último esfuerzo, apartó su boca y solo dijo una cosa:

—Te quiero.

La hice callar colocando primero un dedo sobre sus labios y después mi boca. Ella respondió con desesperación, aunque creí ver un destello de dolor en su mirada. Cerró los ojos y, mientras la besaba, mi mano buscó su centro del mismo modo que la suya buscó el mío. Sentí vértigo cuando la toqué. Quise ser tan cuidadosa como ella lo había sido conmigo, pero Maca estaba tan agitada que sus movimientos me enardecieron, me venció el deseo y la penetré rápidamente. Se arqueó, con la boca entreabierta y los ojos cerrados, y cuando pronunció mi nombre en un susurro, algo se rompió dentro de mí y liberó todo mi deseo. La penetré primero con dos y luego tres dedos, mientras ella convulsionaba sobre mi mano. Tuve que sujetarla con la otra, porque temía que pudiera hacerse daño, pero ella parecía estar en trance. Suspiró y gimió entrecortadamente y cuando alcanzó el orgasmo se desplomó inerte en la cama, como si hubiera llegado al límite de sus fuerzas. Se llevó una mano a la cara, tapándose los ojos con el dorso.

—Mírame —le dije. Estaba todavía dentro de ella y quería seguir—. Mírame, cariño.

Obedeció y empecé a mover mis dedos otra vez dentro de ella, despacio, tanto que al principio no pareció darse cuenta, convulsionada aún por su reciente orgasmo.

—No cierres los ojos —le pedí, como había hecho durante nuestra primera vez.

Mis caricias se demoraron todo lo posible, porque yo misma empezaba a sentir la culminación de mi propia excitación ante la suya. La acaricié sin prisa, mientras aumentaba progresivamente el ritmo. No dejó de mirarme, tal y como le había pedido, salvo el breve lapso en el que volvió a alcanzar el orgasmo y se perdió. Me tumbé a su lado, exhausta, no tanto por el coste físico como por el emocional. Estaba de nuevo excitada y llegué a pensar que se iba a convertir en un estado permanente, porque no había tenido aún suficiente, como si el deseo se alimentara de culminación y la culminación de deseo. Ella cogió mi cara entre sus manos, me miró con intensidad, respirando aún arrítmicamente tras su orgasmo, la retuvo unos segundos y la soltó. Se puso de costado y me movió hasta que adopté la misma posición, con mi espalda pegada a su pecho. Pasó un brazo en torno a mi cuerpo, besó mi nuca y permanecimos en silencio, conmovidas por la huella conjunta de nuestros cuerpos. Su aliento entrecortado lamía mi nuca. Pasó un segundo brazo hacia delante y me encerró en un abrazo inquieto, como si temiera perderme en una noche de tormenta. Toqué sus brazos, acariciándolos. Suspiré, y mi suspiro encontró eco en su pecho.

—Quiero verte dormir, Sara —susurró. Creí adivinar un rastro de tristeza en su voz. El calor de su cuerpo me adormeció, como si su piel me arrullara como una canción. No quería dormirme, pero no pude luchar contra la nana de su respiración cada vez más suave y rítmica, como si marcara con sus latidos el ritmo de mi organismo—. Cierra los ojos —pidió.

Lo hice, la obedecí, y cuando de madrugada desperté de golpe, la abandoné en silencio como la ladrona que era.