CAPÍTULO 31
—Si sigues mirando el teléfono con esa intensidad, la compañía te va a cobrar por desgaste de aparato.
Ana me lanzó una mirada mordaz por encima de la taza café. La salita olía a menta y chocolate, la novedad cara del mes de Tomax. Este se asomó en ese momento.
—Me voy ya, Sara. Cierra tú, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —murmuré, distraída.
— ¿Por qué no la llama ella? —Tomax le hizo la pregunta a Ana, señalándome a mí con el pulgar.
—Porque es una cobardica —replicó ella.
—¿Y por qué todo el mundo tiene que opinar sobre mis asuntos? —me quejé.
—Vigila que no queme la librería, hoy ha estado hecha un desastre —bromeó Tomax antes de desaparecer.
—¿Ves como él opina lo mismo? —me dijo Ana—. Llámala tú, coño.
—No.
—¿Por qué?
—Porque me largué del ático como una puta.
—¿Le cobraste el polvo? —preguntó Ana con fingida admiración.
—¿Sabes que a veces no ayudas en nada, pero absolutamente en nada? —protesté.
—A ver, no fue tan malo. Solo te largaste a traición de la cama de la mujer que te acababas de follar, sabiendo como sabías lo vulnerable que eran sus emociones con respecto a ti.
Gemí. Ya me sentía lo suficientemente mal conmigo misma como para que Ana lo verbalizara.
—Por lo que más quieras, crea un agujero negro y sácame un billete sin retorno —pedí.
—¿Y no va a ser más fácil, repito, que la llames tú que alterar el universo?
—¿Y por qué no lo ha hecho ella?
—¿Te lo vuelvo a explicar? A ver, te la estás follando a discreción. Ella, llevada claramente por el entusiasmo derivado de la calentura en salve sea su parte, te dice que te quiere y tú vas y le cierras la boca.
—Yo no hice eso.
—Sí, lo hiciste.
«Sí, creo que lo hice.»
—La próxima vez no te daré tantos detalles, joder —rezongué, molesta hasta lo indecible conmigo misma por lo que había ocurrido en el ático. No, rectifiqué, más bien era por cómo me estaba comportando después. Estaba enterrando la cabeza bajo el ala como una cobarde.
—El día que tú no me des detalles… —Ana puso los ojos en blanco—. Ponte en su lugar por un momento. Se arriesgó a decirte de nuevo lo que sentía por ti y ahora pensará que te ha espantado. Lo raro es que no se le retirara toda la sangre de la pepitilla en ese momento y se le mustiara.
Escuchamos el quejido del portalón de la entrada de la librería, seguido al instante del tintineo de la campanilla aviso.
—¡Soy yo, merrysl —gritó Juanepi. Entró en la salita y miró alternativamente a ambas con expresión ceñuda—¿Qué pasa? —preguntó.
Ana ladeó la cabeza en mi dirección.
—Aquí con la hermana, en plan culebrón —dijo.
—No la ha llamado, ¿verdad? —le preguntó a Ana. Esta negó con la cabeza—. En fin —se alzó de hombros—. Vámonos, Ana, he quedado con Marc en veinte minutos. Y tú —me miró—, atiende a tu cliente —señaló a su espalda.
—¿Hay alguien ahí afuera? —pregunté con fastidio. Era la hora de cerrar.
—Sí. Maca.
—Mierda. —Creo que me puse blanca.
—Uy, esto no me lo pierdo —Ana se frotó las manos.
—Tus ganas, hermosa, nosotros nos vamos. Hay que dejarlas solas —se acercó a ella.
—¡Oh, vamos, no seas aguafiestas! —Ana intentó apartarlo utilizando una muleta como defensa.
—Esto es entre ellas dos.
—No os vayáis, por favor —susurré.
—¿Hay cámaras? —preguntó Ana mientras era arrastrada por Juanepi—. Porque podrías grabarlo todo y…
—Calla, Ana —Juanepi me miró—. Tienes que afrontarlo, Sara.
—Para ti es fácil decirlo. ¿Qué hace aquí? —pregunté con rencor.
Sabía que me estaba comportando de forma infantil, pero no podía evitarlo. Recordé la noche anterior y un escalofrío me sacudió de arriba abajo. Todavía tenía su piel hablando dentro de mí. Sus ojos clavados en los míos, las palabras silenciadas que contenían. Las palabras que al final sí pronunció.
—Me llamó para contarme no sé qué banalidad acerca de no sé qué tema y yo le dije que se dejara de excusas y viniera a verte. —Empujó sin miramientos a Ana hacia la salida.
Escuché cómo los dos intercambiaban algunas palabras con Maca y después el sonido de la puerta cerrándose. Todo volvió a quedar en silencio. Pasados un par de minutos todavía no me atrevía a salir de la salita, aunque sabía de lo ridículo de mi postura. Ella tampoco parecía que fuera a tomar la iniciativa de acercarse a mí. Aproveché un momentáneo instante de cordura, cogí aire y me decidí. Maca estaba mirando a la calle a través del escaparate. Se volvió al oír mis pasos.
—Hola —su rostro no me dio ninguna pista acerca de lo que pudiera estar pensando.
—Hola. ¿Has estado en el despacho? —pregunté.
—Sí.
—¿Ya has hecho lo que tenías que hacer?
—Sí.
—Me odias, ¿verdad?
Su rostro expresó asombro.
—No, claro que no. ¿Por qué dices eso?
—Anoche…
Ella se adelantó.
—Quiero pedirte perdón por eso. Lo siento mucho. No hice bien, te puse en una situación inexcusable. —Sus palabras me hicieron sentir más miserable si cabe. ¿No había sido yo la que se había aprovechado de una aturdida y vulnerable Maca? ¿Yo, la que había robado su confianza?—.No te he llamado en todo el día porque he estado muy ocupada y también pensé… —vaciló—… que tal vez no querrías recibir esa llamada.
—No, ¿por qué? Quiero decir, vale, nos acostamos. Afrontémoslo, no pasó nada, Maca.
— Su mirada, dolida, se disparó hacia mí. Parpadeó y supe que estaba asumiendo algo equivocado. Estaba comportándome como una completa idiota.
—Espera, no. Soy una estúpida, lo estoy haciendo mal. —Avancé un paso hacia ella—. Quiero decir, no estoy diciendo que ayer no… —Pero me perdí en la explicación y la miré, buscando su ayuda.
Maca me observó con serenidad, aunque la leve ronquera de su voz delató lo que realmente sentía.
—Estoy dispuesta, si es lo que tú quieres, a esto.
—¿A qué? —pregunté, sin saber qué era lo que quería decir.
—Si es el tipo de relación que deseas tener, si no hay otro modo, yo…
De repente, comprendí.
—No.
—¿No? —Su voz sonó un tono por debajo de lo normal.
—Acostarnos y nada más, eso me estás proponiendo—dije, muy despacio, buscando su mirada.
—Sí —respondió sin titubear.
—Y todo porque crees que lo que te escuché decir no era lo que quería oír de ti.
Ella supo a qué me refería.
—No lo sé. Sinceramente, no sé qué es lo que quieres de mí. — Parecía derrotada.
Me sentí miserable, sin excusas. Ella había tenido el valor de afrontarlo y yo no le había dado ninguna respuesta sincera. Todo lo que había ocurrido hasta el momento, todo lo que había sentido al respecto, pasó ante mí, y una emoción —o, más bien, su ausencia— destacó sobre las demás: ya no quedaba ni rastro del rencor que había sentido por todo el asunto de nuestra ruptura. Tal vez por fin había podido pasar página. Sentí alivio cuando se materializó la idea en mi mente, por primera vez de forma consciente. Había pasado meses con la desazonadora sensación de que jamás saldría de aquellos sentimientos, de que jamás lo superaría, de que mi vida sería un día tras otro de dolor, rencor y miedo. Inspiré, libre al fin.
—Yo no soy así, deberías saberlo dije, aun sabiendo que no había hecho más que darle muestras de todo lo contrario.
—Ya no sé nada, Sara —replicó ella, volviéndose hacia la calle y dándome la espalda. Los faros de un coche barrieron fugazmente los libros expuestos en el escaparate—. Me perdí en el momento en el que te perdí.
Sentí una inesperada ola de ternura que me arrasó. Ya no podía engañarme a mí misma ni, por supuesto, permitir que ella permaneciera en tan doloroso engaño. Me acerqué y la obligué a volverse.
—Me dio miedo oírtelo decir —confesé—. Porque era lo que deseaba.
Su expresión cambió, aunque me di cuenta de que todavía desconfiaba. «Eso —pensé, fustigándome— también es culpa mía.»
—¿Estás segura? —preguntó.
—Te mentiría si te dijera que aquello no sigue doliéndome, pero ya no quiero volver a ese momento. Quiero un ahora.
—Esperaré, si necesitas más tiempo —ofreció con cautela.
Recordé su mirada en casa, cuando la desperté y ella me miró como una niña ignorante de haber sido despojada del mejor regalo de su vida. Cuando me miró como mi amante después fue consciente de la áspera realidad: de que quien tenía frente a sí era la mujer que la había apartado de su lado.
—No —dije, sintiendo el vértigo del definitivo paso adelante—. No por mí. Quiero volver a como estábamos antes, Maca. Yo también te he echado de menos. Desde el primer día.
Unas pequeñas motitas centellearon en su mirada y el contorno de su mandíbula se contrajo.
—¿Estás segura?
—Completamente —sonreí.
Me acerqué a ella, me detuve a un milímetro de la decisión que desde hacía tiempo sabía que tomaría y la abracé. Ella se precipitó en mi abrazo y, ese día, Leibovitz und Hensel and DeGeneres i Cía. superó con creces su horario de cierre habitual.