CAPÍTULO 10

—Creo que he sido una egoísta —susurró Maca a mi oído.

Me volví hacia ella, envuelta en su abrazo. Estábamos en el salón de su ático de Los Arenales, rodeadas de cajas repletas con mis pertenencias. Acababa de completar mi traslado a su casa y lo habíamos celebrado con nuestra primera cena como pareja oficialmente instalada.

— ¿Por qué?

—Te he arrancado de tu casa —dijo, paseando la mirada entre las cajas de cartón.

—Y me has traído a la tuya. Es un buen cambio.

— ¿Estás segura? —preguntó, mirándome.

Había una ligera reticencia en su expresión. De nuevo estaba ahí, ese lado inseguro que tan exquisitamente trataba de ocultar siempre.

— ¿Qué ocurre?, ¿dudas de última hora? —pregunté en tono ligero—. ¿Te arrepientes?

—No —dijo, sin vacilar—. Pienso que, pese a que suene a tópico, eres lo mejor que podría haberme pasado nunca y que, de no haberte conocido, mi vida sería infinitamente peor. Creo que, si no te hubiera pedido que vinieras a vivir conmigo, me habría arrepentido siempre. Y sé que, cuando accediste a hacerlo, me hiciste muy feliz.

Sus palabras me conmovieron y me sorprendieron a la vez. Era la primera vez que Maca lo verbalizaba tan explícitamente y de un modo tan rotundo. Sin embargo, no hacían falta palabras: estaba segura del amor de Maca, pues, aunque se trataba de un amor expresado en principio con algo de contención, era innegable que lo sentía y me lo había demostrado con pequeños gestos a lo largo de estos meses, detalles que habían tenido el mismo peso y valor que si lo hubiera gritado a pleno pulmón. Como Juanepi me dijo en cierta ocasión, «Hay gente que ama en voz baja y Maca es una de ellas».

—A veces me he visto como una intrusa en tu vida —continuó.

—Oh, vamos, no puedes pensar eso. ¿Por qué? —protesté.

Ella se removió, inquieta.

—He observado cómo te relacionas con las personas que te rodean. Sé que estás acostumbrada a un modo distinto al que yo pueda darte. —La miré sin comprender—. Quiero decir, el modo de mostrar vuestras emociones, cuando estáis juntos… —vaciló—. Sois tan expresivos…, la intimidad os parece algo natural, y a mí me cuesta horrores —me miró—. Yo no soy como ellos, como Ana, Juan, o incluso Tomax. No sé si sabré estar a la altura, si sabré expresarte todo lo que siento.

—Yo no me he quejado —dije—. Y creo que lo haces muy bien, por si te interesa mi opinión.

Ella esbozó una sonrisa vacilante.

—Pues yo me reprocho una y otra vez cosas como no llamarte a cada hora para decirte cuánto te quiero. —Exageró la frase con un deje irónico para ocultar la solemnidad de sus palabras—. A veces pienso que te cansarás de mí por eso.

Me incorporé, cogiéndole la mano y acariciando su dorso.

—Nunca —le aseguré.

—No sé si realmente he podido decirte o demostrarte cuánto te quiero, cuánto…

Puse un dedo sobre sus labios, acallándola, y me aseguré de que me miraba a los ojos cuando le dije:

—Sé que me quieres. No tengo ninguna duda.

Sonrió, pero no desapareció ese leve manto de malestar que ensombrecía su rostro.

— ¿Sabes que soy hija única?

Evidentemente, se trataba de una pregunta retórica. No me había hablado nunca de su familia. No sabía muy bien adónde quería llegar, pero eran contadas las ocasiones en las que Maca se mostraba receptiva a la hora de hablar de sí misma. Su vida personal, su pasado, no era algo de lo que al parecer le gustara hablar.

—Mis padres tenían una posición económica bastante desahogada —relató, con voz contenida—. Fui a los mejores colegios, tuve la mejor educación y, antes de los veinte años, ya hablaba tres idiomas y había viajado por medio mundo.

—Parece ideal, ¿no? —pregunté con cautela. Su tono no había sido, precisamente, positivo.

—En realidad, no. Todo lo que sobraba por un lado faltaba por el otro. Mi educación se basó en un concepto más bien férreo en cuanto al uso de las emociones. —Lo dijo con una aparente distancia, como si no le afectara, pero yo había aprendido a leer entre líneas y sabía que eso la afligía—. Prácticamente estaban desterradas en casa. Lo único admisible era la resolución, la firmeza, el engaño, si con ello se obtenía el éxito. Crecí sintiendo un absoluto pánico al fracaso, Sara, y he de reconocer que esa obsesión sigue en mí. No puedo evitarlo —me miró, alzando una ceja—. ¿Puedo decir, en mi descargo, que tuve una infancia bastante árida en cuestiones de cariño? Mis padres podrían ser insultantemente ricos, pero eran un desierto por dentro. Todo un ejemplo de pobre niña rica, ¿verdad? —terminó, con un deje sarcástico.

Sabía que estaba disimulando el evidente vacío que eso debía de haberle producido y cabeceé con pesar.

—Lo siento, cariño.

—Lo peor no es que seas ese tipo de niña, sino que lo sigas siendo cuando creces. Te acostumbras, ¿sabes? Crees que eso es lo normal, que tú estés en lo alto de la pirámide y que los demás no importen más que tú. Ni siquiera te das cuenta de que creces emocionalmente inmadura. Me he comportado en mi vida adulta como la niña consentida y fría que crearon mis padres.

—No digas eso, Maca. Tú no eres así.

—Lo he sido, durante mucho tiempo —dijo, muy despacio—. Hasta que te conocí.

—Vaya. No me digas ahora que yo te salvé de las tinieblas emocionales.

—Lo que hiciste fue salvarme de mí misma, Sara —afirmó, muy sería.

—Maca…

—Déjame decírtelo, por favor —me interrumpió—. Ya sabes que no se me dan muy bien estas cosas.

Sonreí y la besé. Deseaba borrar el pesar que la ensombrecía y no podía dejar de sentir una ligera aprensión por el tono de la conversación. Era evidente que algo la perturbaba y me planteé si Maca se arrepentía de haber dado el paso de vivir juntas.

—Viajo mucho —dijo, cuando el beso cesó.

—Lo sé.

—No estaré aquí —continuó.

—Una consecuencia lógica.

—Ese ha sido mi egoísmo, Sara. Sacarte de tu casa para traerte aquí. —Me miró y después apartó la mirada—. Cuando te propuse que viviéramos juntas solo pensaba en mí, en cómo me sentiría al volver a casa y encontrarte, pero ahora no soporto la idea de que pases tanto tiempo sola. A veces estoy de viaje semanas enteras.

Sentí un inmenso alivio. Por un momento, llegué a pensar que se trataba de algo peor. Puse un dedo bajo su barbilla y la obligué a mirarme.

—Ya lo sabía cuando te dije que sí. No eres ninguna egoísta, no mucho más, al menos, de lo que lo soy yo. ¿Qué crees que ha significado para mí que me pidieras que viviéramos juntas? Me has hecho muy feliz, Maca. Y, por supuesto, tampoco eres ninguna intrusa. Ana y Juanepi te adoran y Tomax hace tiempo que te dio su bendición. Saben que me quieres —alcé una ceja—. Más bien creo que debería ser yo la que se disculpara por haber traído a tu vida a un espécimen como Ana. Sé que a veces no resulta fácil manejarse con ella.

— ¿Cómo se ha tomado lo de que te vayas de casa? No debió de resultarle fácil, después de tantos años viviendo juntas.

—Bueno —sonreí, recordando la escena—, se rasgó las vestiduras, apeló a nuestro parentesco putativo, se autoproclamó mujer abandonada y después cedió cuando le presenté las ventajas de quedarse ella sola con toda la casa: la habitación con vistas al Palacio, las reticencias de su nuevo ligue con respecto a ir a casa que se acabarán al dejarla despejada de molestas mejores amigas (lo que, por cierto, rentabilizará enormemente la habitación con vistas al Palacio) y… —hice una mueca de fingido dolor— libertad absoluta para venir al ático cuando quiera —suspiré—. Le ha faltado tiempo para añadir las llaves del ático al llavero comunitario. Lo siento, probablemente tendrás que reponer a menudo la provisión de ron.

Maca sonrió.

—Me parece justo, tenía remordimientos por separaros. Sé que estáis muy unidas.

—Libertad absoluta, Maca—remarqué, modulando la frase.

—No importa, me gusta Ana, me gustan tus amigos. Yo no tengo, así que los tuyos me parecen una maravilla, y también lo será el que nos visiten cuando quieran.

—Oh, vamos, Maca, no puedes decir que no tienes amigos, alguno tendrás.

—Tengo compañeros de trabajo, pero nadie al que llamar realmente amigo. Toda mi vida la he dedicado a mi carrera. No tenía tiempo para amigos, mucho menos para relaciones duraderas —bajó el tono de voz en la última frase.

—Bueno, pues al parecer eso ya se ha acabado, ¿no? —la miré.

—Sí. Quedó atrás.

—Pues entonces no quiero más reproches, ¿de acuerdo?

Asintió con una sonrisa.

—Pediré hacer más trabajo de despacho y bajaré el ritmo de los viajes —dijo—. Y ya no haré tantas horas extras, te lo prometo.

—Maca, no tienes que hacerlo por mí.

— ¿Y quién dice que lo haga por ti? —sonrió, y me acarició la mejilla con el dorso de la mano—. En serio, yo también estoy cansada. Cansada de los viajes y cansada de mi forma de vida.

—Nunca te lo he dicho, pero la verdad es que creo que llevas un ritmo agotador. Nadie en su sano juicio aguantaría lo que tú haces. Si lo haces por eso, por ti misma y no por mí, estoy de acuerdo.

—Pues quiero hacerlo por ti.

—De acuerdo. Lo acepto encantada y egoísta. Así no tendré que compartirte con esas auxiliares de vuelo tan tentadoras.

—No hay nada excitante en un viaje de negocios, créeme.

—Pensaba que era algo más exótico.

— ¿El qué? ¿Despertarte en una habitación extraña o hacerlo con alguien cuyo nombre no recuerdas? —Su voz adquirió un inusitado deje amargo. Me miró con el pesar pintado en los ojos y durante un segundo pareció dudar sobre lo que decir a continuación. Cogió aire—. Es lo que acostumbraba a hacer. Nada de involucrarme en una relación, nada de amar. Ni tenía tiempo ni quería tenerlo, ¿lo entiendes?

—Maca, no voy a escandalizarme porque fueras de cama en cama. Recuerda que tengo a Ana en mi vida.

—Hay una gran diferencia entre Ana y yo, Sara —dijo, muy seria—. Yo engañaba. No me importaba hacerlo, nunca me importó. Si tenía que mentir para llevarme a alguien a la cama, lo hacía. Fuese en los negocios, o en mi vida privada, lo que importaba era el éxito. ¿Recuerdas aquella vez que fuimos de compras y terminamos cenando en un italiano?

—Sí.

—Al día siguiente, cuando fui a la librería… —me miró—. Te dije algo acerca de aquellas razones que podrían hacer que tú no quisieras besarme, de conocerlas. —Asentí en silencio. Recordaba sus palabras, aunque no había preguntado nunca el porqué de las mismas—. He sido una persona promiscua, Sara, toda mi vida. Solo me importaba el éxito. Besar a una mujer, para mí, era el preludio a conquistarla. Una vez conseguida, perdía el interés. Esa noche, a la salida del restaurante, no te besé, no tomé la iniciativa, porque no quería que fueses una más. ¿Cómo podría explicarte que había besado a tantas mujeres que había terminado por convertirse en algo mecánico? Sin embargo, cuando regresé al hotel me di cuenta de que no podía hacerlo, no contigo. No el hecho de conquistarte como una más, eso quedó atrás en mi vida hace tiempo, sino el dejar que tú tomaras la iniciativa en la relación entre ambas. Intuía lo que sentías por mí y yo… En fin, era demasiado miserable por mi parte hacer recaer sobre ti todo el peso de la responsabilidad si no funcionaba. Creo que en el fondo solo quería eso, poder decir que no fue culpa mía. Pero —me miró— esa noche también me di cuenta de otra cosa —me acarició la mejilla— me estaba enamorando de ti. Y pensé que, tal vez, aún tendría una oportunidad de ser feliz.

— ¿Por qué me cuentas todo esto ahora, Maca?

Ella cubrió una de mis manos con la suya. Su mirada se desvió hacia las cajas.

—Creo que es porque me acabo de dar cuenta de que, por primera vez en mi vida, al menos la primera vez que realmente me importa, ya no soy solo yo, no se trata solo de mí.

— ¿Y eso es malo?

—No —dijo con seguridad—. No lo es —bajó la voz—. Pero desde que estoy contigo sé lo que es el verdadero miedo. Antes me importaban muy pocas cosas, pero ahora tengo miedo. Miedo a perderte. No lo soportaría.

—No tengo planeado irme a ninguna parte —sonreí—. Deja de reprocharte nada, Maca. El pasado, pasado está. Tú, para mí, naciste el día que te conocí. Todos hemos cometido errores en nuestras vidas, no eres la única. Que el pasado se quede donde está. Lo que me importa es el ahora, quien eres ahora. Y eres la persona que amo.

Me incliné hacia ella y la besé. Maca buscó enseguida mis labios, alargándolo. Se detuvo, me miró y después volvió a besarme hasta dejarme sin aliento.

—Te quiero —dijo en un susurro—. Eres la primera persona a la que se lo digo.

De repente pareció muy vulnerable, una mujer temerosa de haber otorgado un inconmensurable poder a un potencial enemigo. Pero yo no era su enemiga. Yo era su amante.

—Pues entonces creo que soy muy afortunada —susurré a mi vez.

—No, lo soy yo. Desde el primer día que vi tu sonrisa. Y cuando te hiciste real, aquella noche en el pub, y volviste a sonreír, y escuché tu voz, supe que estaba condenada a quererte, que ibas a ser tú.

— ¿Yo, quién?

—Quien se quedara con mi corazón