CAPITULO 43
Toqué el timbre y esperé con un nudo en el estómago. Escuché los pasos amortiguados al otro lado y el roce de la mirilla. Al instante, la puerta se abrió. Maca me miró con la sorpresa pintada en el rostro.
—Hola —acertó a decir.
—Hola. Estaba abierto abajo. ¿Puedo pasar?
Dudó, pero rectificó e hizo un gesto con la mano.
—Claro, pasa, por favor. —Se hizo a un lado. Me miró, posando fugazmente la mirada en mi rostro; aun así pude notar que sus pupilas se estremecieron al recaer sobre la cicatriz—. ¿Cómo estás? —carraspeó, incómoda.
—Bien, gracias.
Procuré dejárselo claro, imprimiendo seguridad a mis palabras, acompañadas de una sonrisa. Sabía que, por otro lado, no había pasado un día sin que ella se hubiera interesado por mi estado. Un padrastro de ojos chocolate, una amiga de karma no tan desorientado y un marica menos defectuoso de lo que habíamos pensado se habían encargado de mantener abiertos los puentes. Yo hacía casi cinco semanas que no la veía, no escuchaba su voz, no la tenía a mi lado. Y ya era hora de arreglar el desaguisado que yo sola había provocado.
Entré en la casa que tan bien conocía. La herida en el costado aún me molestaba y me obligaba a andar cojeando levemente. La del brazo había terminado por cicatrizar bien, sin más infecciones, y la cicatriz de la cara era todavía notoria, pero me habían asegurado que remitiría en tamaño y yo no tenía otro remedio que creer en ello. Todavía tenía pesadillas y más de una noche me había despertado gritando, pero la terapia psicológica que seguía estaba obrando maravillas al respecto.
Sin embargo, mi salud había empeorado notablemente. Mi salud cardíaca. Tenía el corazón encogido y el infeliz apenas era capaz de bombear el suficiente estímulo como para que me alegrara por despertarme todos los días, pese a que la niebla de horror y angustia que había creado el ataque empezaba a disiparse y no fuera, exactamente, la causa de mi dolencia. Había pasado más de un mes desde todo aquello, pero yo solo podía pensar en que ya había pasado más de un mes desde que eché a Maca de mi lado de nuevo. Mi corazón era como una gominola, pero sin el revestimiento de azúcar. La podías masticar, pero no ibas a disfrutar con ello. Hoy pensaba resolver ese asunto pendiente.
—Me alegro —dijo Maca, pero su tono era neutro, como si estuviera conteniéndose.
Señaló con un gesto el salón. Me fijé en las dos maletas apartadas en un rincón. La miré.
—¿Vienes o te vas? —pregunté, aunque sabía la respuesta.
—Vengo. No me ha dado tiempo a deshacerlas. —Me señaló el sofá y me indicó que me sentara—. ¿Quieres tomar algo?
—No, gracias.
La noté nerviosa y, de nuevo, contenida. Sentí una aguda añoranza, deseaba tocarla, que ella lo hiciera. Tomé aire. Debía serenarme si quería culminar con éxito la razón de mi presencia allí. Las señales que me llegaban de ella no eran halagüeñas, pero sabía desde un principio que no iba a ser fácil. Le había hecho mucho daño y lo entendía, entendía su reserva.
—Me alegra mucho verte tan recuperada —dijo.
La miré. Estaba claro que la había descolocado con mi visita y que no sabía muy bien qué hacer.
—Tengo ayuda. Juanepi y Ana se han portado de maravilla.
—¿Cómo están?
—Bien, Tomax te envía recuerdos.
Asintió en silencio. Le seguí el juego. Yo sabía que Maca había estado en contacto con ellos, pero ella ignoraba que los había enviado yo. Por eso supe que acababa de regresar de su viaje. Se había ido dos días después de mi lamentable comportamiento en el hospital. Cuando tuve conocimiento de su marcha supe que no había otro final que el volver a ella, porque sentí que el mundo se derrumbaba dentro de mí, al pensar que tal vez no volvería. Ana se encargó de averiguar discretamente que no sería así. Maca había estado varias semanas fuera, alargando de forma privada un viaje de negocios. Durante esos días me volví loca pensando en lo que ella podría estar pensando, y fue la confirmación de que estar hoy frente a ella era el único camino posible. Quería una oportunidad, una al menos, para intentar arreglarlo. Estaba dispuesta a ir hasta Canadá, si hubiera sido necesario, pero no hizo falta. Cuando Maca regresó de su viaje la tarde anterior se encontró a Ana esperándola en el aeropuerto. No le costó mucho convencerla para que cenaran juntas. Después, simplemente, la emborrachó lo suficiente como para sonsacarle la información que yo le había enviado a conseguir. Como, por ejemplo, que el viaje había sido de negocios, sí, pero que más bien también fue un pretexto para poner distancia con lo que había ocurrido y, sobre todo, para hacerlo con todo lo que sentía ante mi rechazo. Yo era miserablemente consciente de que, cuando le dije aquellas palabras en el hospital, fue como clavarle un puñal en el centro del pecho. Ese mismo pecho que, al mismo tiempo, acunaba el amor que todavía sentía por mí. La cena con Ana había sido una encerrona y tuve un tardío remordimiento por haberlo planeado de ese modo y con esa intención, pero necesitaba tantear el terreno. Una de las cosas que más temía era que Maca decidiera renunciar definitivamente a mí. Cosa, por otro lado, más que razonable, dado el lamentable modo como la aparté de mi lado. Pero no quería que la vieja historia volviera a repetirse. Durante esa cena Ana le sonsacó más de lo que ni la misma Maca podría haber estado dispuesta a admitir. Me sentí incómoda por estar allí ante ella con ese as escondido en la manga, pero lo justifiqué ante la perspectiva del bien mayor. O eso quería creer yo.
—¿Maca?
—¿Sí?
—He venido a que me perdones.
—Yo no tengo nada que perdonarte —dijo rápidamente, rechazando la propuesta con un leve movimiento de la mano. Parecía perturbarle la idea de que fuera yo la que estuviera allí implorando su perdón.
—Me comporté como una imbécil, no tendría que haberte dicho lo que te dije. Lo lamento muchísimo —me sinceré, intentando que se centrara en mí más allá de las huidizas miradas que habían sido la tónica desde que me había abierto la puerta. Me miró circunspecta un par de segundos, pero no dijo nada y enseguida apartó los ojos de nuevo—. Espero que puedas perdonarme —repetí, ante su silencio.
—Era comprensible, dadas las circunstancias, y entiendo que pensaras que yo tenía la culpa de todo. Hasta yo misma lo creo.
—No, no es así —dije con vehemencia—. Nadie tuvo la culpa de lo que pasó.
Vi cómo titubeaba y se pasaba la punta de la lengua por el labio inferior. Desvió la mirada hacia el ventanal. Reparé en sus ojeras y en su aspecto fatigado. Me maldije por la parte que me correspondía en ello. La había acusado de dos muertes y de mi intento de asesinato. «Maldita seas», me dije, enfadada conmigo misma por haber contribuido a la desazón que asolaba su hermoso rostro.
—Lo que te dije fue horrible. Por favor, perdóname.
—Claro que te perdono —respondió. Pero algo iba mal: parecía incapaz de fijar en mí la mirada.
— ¿Pero…?
Ella suspiró.
—No sé por qué has venido aquí a pedir mi perdón —dijo, renuente—. Habría preferido que no lo hicieras.
— ¿Por qué? —pregunté, con el corazón en un puño.
Parecía tan desvalida que tuve que reprimir el deseo de acercarme a ella y estrecharla entre mis brazos. Percibía con claridad la barrera que había interpuesto entre nosotras. Por un instante perdí la seguridad con la que había ido allí. ¿Y si se había rendido? Maca inspiró, soltó el aire lentamente y dijo:
—Porque no sé qué buscas realmente con ese perdón.
—Un nuevo comienzo —manifesté, atenta a su reacción—. Para nosotras.
Ella me miró perpleja, si bien después la tristeza sustituyó a su asombro.
—Ya no existe la certeza de la confianza absoluta —dijo, y yo esperé en silencio a que continuara—. Han ocurrido demasiadas cosas. Te he fallado.
—No, no ha sido así.
No me gustaba el tono sosegado con el que hablaba. Habría preferido leer en él algo de vacilación. Parecía haber tomado ya todas las decisiones y todas sin vuelta atrás. Puede que la noche anterior diera pistas acerca de que seguía queriéndome, pero al parecer eso no implicaba que fuese a llevarlo a la práctica.
—Te he mentido. Primero intentando protegerme a mí y después intentando protegerte a ti.
Busqué sus ojos, pero me rehuyó por enésima vez. Empezaba a frustrarme su comportamiento.
—He tenido tiempo para meditar acerca de todo y he intentado ponerme en tu lugar. Comprendo por qué me ocultaste lo de Alba, aunque confío que con el tiempo me lo habrías contado. Siento habértelo reprochado. En realidad, he venido también a darte las gracias. Tu decisión de contratar a esos escoltas me salvó la vida. Tú me la salvaste —añadí.
—Y yo la puse en peligro. —Lo dijo con amargura y sin mirarme—. Si lo aceptas, estamos en paz.
— ¡No solo quiero estar en paz contigo, joder! —Exclamé, perdiendo la calma—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué no lo aceptas?
— ¿El qué? —Esta vez me miró directamente a los ojos—. ¿El perdón? ¿El borrón y cuenta nueva? —Se levantó, nerviosa, y se acercó al ventanal. Noté cómo sus hombros se elevaban y se contraían al tomar aire—. Tuve que identificar el cuerpo —dijo, con voz estrangulada.
— ¿Qué? ¿Franca? —pregunté, sobresaltada.
No lo sabía. No sabía que había tenido que pasar por aquello. Maldita sea, ¿por qué no podía salvar la distancia que nos separaba y tocarla?
—No llevaba documentación y debía verificar que era la misma mujer de Madrid y la que me atacó aquí —dijo con voz átona.
—Lo siento, tuvo que ser horrible.
— ¿Horrible? —Se volvió hacia mí, con lágrimas en los ojos—. Horrible fue la llamada de Jana; horrible fue la angustia que sentí hasta que no me cercioré por mí misma de que no estabas muerta; horrible fue verte en aquella cama de hospital. ¡Eso sí fue horrible!
Me levanté con dificultad, abrumada por la intensidad de su dolor. Sentía el pecho a punto de estallar.
—Y después, yo fui horrible contigo —dije suavemente, acercándome a ella. Retrocedió, levantando una mano temblorosa. Luchaba por no dejarse llevar por el llanto. Hice un esfuerzo para otorgarnos ese espacio y serenarme. Me detuve—. Yo también te he fallado. Por eso pido tu perdón. Porque lo hice en ese hospital y también lo hice antes. Estaba demasiado obcecada con lo que había ocurrido en el ático, con lo que yo creía que había ocurrido, como para darte ninguna oportunidad. Y la merecías. Me importa un bledo la certeza. El amor no entiende de certezas.
Ella me miró, ceñuda. Una gruesa lágrima resbaló por su mejilla.
— ¿Y de qué entiende, entonces?
Cruzó los brazos sobre el pecho, como si se protegiera de un enemigo invisible. Tal vez, pensé con angustia, yo era ese enemigo.
—Del día a día. De la imperfección —dije con voz temblorosa.
«Acéptalo —rogué en silencio—. Por favor, acéptame.»
—No podría soportarlo —musitó.
— ¿El qué?
—Que ocurriera otra vez. Perderte por tercera vez.
Estaba en su derecho, ya la había rechazado dos veces, a cuál más dolorosa.
—Te quiero, Maca. Y, aun así, ambas sabemos que te he hecho daño. Pero no sé cómo convencerte de que haré todo lo que esté en mi mano para que eso no vuelva a ocurrir.
— ¿Y si soy yo la que te lo hace?
—Es un riesgo que tendremos que correr —acepté, sonriendo débilmente. Por primera vez se había producido un cambio en la actitud de Maca. Acababa de mencionar una posibilidad y me aferré a ese frágil destello—. No existe la certeza, nunca ha existido.
Me miró de forma prolongada, en silencio.
—Lo he intentado —suspiró, dejando caer los brazos, como si se rindiera—. Pero me es imposible dejar de amarte. No puedo volver a ser la que era. No, después de ti.
— ¿Te parece mal? ¿Amarme? —pregunté con cautela.
—Me duele —confesó.
—A mí me pasa lo mismo.
Se pasó una mano por el cabello, vacilante.
— ¿Entonces? —preguntó en un susurro.
Ahogué una expresión de júbilo, porque ahí estaba. Maca acababa de tender un puente.
—Entonces —dije, haciendo acopio de valor para que la voz no me temblase—, podríamos sentarnos y hablar tanto como necesitemos.
Ella asintió y yo me volví. No había llegado a dar el segundo paso cuando noté un roce detrás de mí. Maca me había alcanzado de una zancada. Me detuve, atravesada por un escalofrío, sintiendo su respiración en mi nuca. Como si hubiera recibido una orden imperativa, la mía se aceleró. Hubo un instante de expectación, durante el cual el escaso espacio entre nosotras pareció cargarse de electricidad. Supe que iba a tocarme y sentí pánico, pese a haber sido yo la que planeó ir allí. Me tocó, lo hizo. Posó la palma abierta de su mano sobre mi espalda y me estremecí. Cerré los ojos un instante, notando cómo el calor que irradiaba su tacto se expandía por todo mi cuerpo, y me volví. Su mano giró conmigo y reposó en mi costado como el ala de una mariposa. Abrí los ojos, la miré.
Sus ojos. Su noche. Su amor.
Contuve el aliento. Sus ojos, su noche, su amor me estaban arrollando. Exhalé, conmocionada, y ella intensificó su mirada. Había pasado de la nada al todo, de robarme su mirada a derramarla sobre mí. Aun así, temblaba. Ella, yo, ambas. Quise decirle que todo iría bien, que me esforzaría, que jamás volvería a rechazarla y que, en realidad, le había mentido. El amor sí entendía de certezas, porque el amor era la certeza.
Me besó.
Se inclinó lentamente, como solicitando mi permiso, y me besó. Con suavidad, como el roce de una pluma. Yo me porté mal. No fui suave, no fui pluma. La enlacé por la nuca y puse en mi beso toda la certeza que pude encontrar dentro de mí. Ella aportó la suya. Nos separamos y nos miramos, respirando con agitación.
—Perdóname por no creerte, Maca —susurré en su boca. Ella intentó que no siguiera hablando posando un dedo sobre mis labios, pero necesitaba que lo supiera—. Por haber caído en su engaño y anteponer eso a tu palabra.
Había tenido mucho tiempo para meditar en el hospital y después para hacerlo en casa. Mientras las heridas físicas cicatrizaban empezaron a dolerme su reflejo intangible, las emocionales. Había algo que me dolía más que el horror que había vivido, más que las obsesiones de una mente enferma, que cualquier herida física o el hecho de que se hubieran implantado en mí recuerdos que llevaría conmigo el resto de mi vida. Y era el daño que yo le había hecho a Maca por no creer en ella. El daño que eso nos había hecho a las dos. Yo también era culpable. Tanto idealizado amor y, cuando la persona que amaba tropezó, solo fui capaz de levantarla a medias. Sentí que era un fraude.
—Está bien —aceptó—. Pero empecemos a dejar todo eso atrás —ladeó la cabeza, sonriendo esta vez sin reserva—. Te he echado de menos.
—Y yo a ti.
Sonreí. Me incliné hacia ella y toqué levísimamente sus labios con los míos, pero fue la máxima prudencia que pude controlar. El beso se convirtió en un anhelo arrollador. Con sus labios sobre los míos no pude evitar dar rienda suelta a tantos días de deseo postergado. Maca gimió sobre mi boca y subió las manos para sujetar con firmeza mi cara. Nos quedamos sin aliento y nos separamos.
—Te quiero, Maca.
—Te quiero —dijo, sin aliento, antes de besarme de nuevo.
Ya no era yo la que tenía el control. Maca me besó despacio, a conciencia, una vez pasada la avidez del primer contacto. Exploró cada rincón de mi boca sin prisa, haciéndome desfallecer. Me sentía completamente excitada y sabía que no era solo lujuria lo que lo había provocado. Estaba besando a Maca, Maca había regresado a mí, y ese era el único estimulante que necesitaba en esos momentos. Me levantó la camisa y sus dedos tantearon la piel que tanto los había anhelado. De súbito, se detuvo. Había tocado una de las cicatrices, la del costado. Se echó bruscamente hacia atrás y vi el tormento expandirse por sus ojos como una oleada.
—No pasa nada, cariño —susurré, temiendo perderla de nuevo. Cogí su mano—. Ven. —Pese a sus reticencias, guie su mano hacia mi cuerpo de nuevo. Poco a poco, al tiempo que también la acariciaba para calmarla, la acerqué a mí—. Todo está bien —susurré a su oído—. Se acabó.
Ella apoyó su cabeza en mi hombro y la consolé acariciando su espalda. Cogí su mano y la posé con cuidado sobre mi costado. Noté que, pese a su agitación, no la apartó.
—Mírame, cariño —pedí—. Vuelve a besarme.
Lo hizo. Volvió a mi boca y yo gemí. Lo hacía de nuevo despacio, recreándose, y la palma de su mano voló sobre la cicatriz sin reservas. Noté su presión y entendí lo que quería. Me llevó hasta el sofá. Se tumbó a mi lado y empezó a acariciarme, y no dejó de hacerlo durante horas.
Mi corazón era una enorme y latente gominola azucarada.