CAPITULO 37
Era incapaz de hilvanar ningún pensamiento coherente. Al dolor, el miedo y la confusión empezaba a sumarse la espeluznante certeza de que la historia de Maca era cierta. Estaba tirada en el suelo de mi propia casa, sangrando y atada como una res. Que esa mujer entrara en el ático y montara la escena, tal y como Maca había dicho, era ahora del todo plausible. En ese momento ya no me importaron las dudas y los detalles sin explicación. Pensé en Maca. Su recuerdo fue mucho más doloroso que ningún golpe físico. Había dicho la verdad. Pensé en la soledad que tuvo que pasar, en la injusticia de mi acusación. Mi corazón se estremeció de pena. ¿Y si no volvía a verla? No sabía qué quería esa mujer. ¿Hacerme daño para, así, hacérselo a Maca? Empecé a respirar con mayor dificultad, me costaba llevar aire a los pulmones. No podía respirar bien por la nariz, la notaba cada vez más hinchada, y sentí pánico ante la posibilidad de ahogarme. El pañuelo sobre la boca estaba tan fuertemente atado que empezaba a dolerme la mandíbula. Intenté no llorar. Franca empezó a pasear entre las cajas.
—A pesar de todo, follarme a tu amiga tampoco ha estado mal. Sabe aplicarse. —Se volvió hacia mí—. Pero tiene la cabeza más dura de lo que pensaba. —Su voz se afiló por el odio, sus ojos me asustaron por la intensidad del mismo reflejado en ellos. Tuve una arcada cuando adiviné lo que iba a decir—. Cuando esa noche me vino con la noticia, la muy puta estaba tan contenta… —Cogió uno de mis libros de una de las cajas abiertas y lo hojeó sin atención—. Tú y Maca, intentándolo de nuevo —bufó con desprecio, y dejó caer el libro al suelo, acercándose a mí—. Y ella, ayudándoos. Me cabreó. Muchísimo. Estaba follando con ella esa noche y solo pensaba en destrozarle esa cara de zorra que tiene. —Me miró para asegurarse de que tenía toda mi atención—. La seguí con el coche. Hacerle perder el control fue fácil. Que después no recordara nada del accidente me vino muy bien, aunque no creo que me viera. De todas j formas —dijo, con una tranquilidad pasmosa—, no pensé que sobreviviría.
Empecé a sollozar.
—¡No llores, joder! —exclamó, asqueada—. No me gusta perder el control de ese modo, ¿sabes? Lo del accidente de Ana fue un error que juré no volver a cometer. Si alguien me hubiera visto… —señaló las cajas con un gesto de cólera—. Y ahora esto. Estaba claro que lo había hecho todo mal. Había que buscar, directamente, el centro del dolor. —Dudé que en ese momento tuviera consciencia de mi presencia, inmovilizada a sus pies. Su mirada se perdía al frente, mientras desgranaba las palabras. Pero volvió a mirarme y sentí un pánico indescriptible antes siquiera de escuchar sus palabras—. Nunca le toques un pelo a alguien que te haya hecho daño, Sara, nunca. Pero busca lo que más ama y destrúyelo. —Fijó su mirada en mí como si quisiera atravesarme—. Tú serás su Alba, para el resto de su miserable vida.
Gemí. Quise decirle que Maca ya penaba por ello, que había llegado a convertir su vida en un desierto y que estaba arrepentida de lo que provocó. Pero que se merecía una oportunidad. Y entonces caí en la cuenta de que yo había sido la oportunidad para Maca, pero también para esa mujer. Yo era la llave del dolor de Maca. Cerré los ojos con fuerza. Cuando los abrí, Franca llevaba en las manos el paquete envuelto en papel de regalo que había utilizado para golpearme. Rasgó el papel manchado de mi propia sangre. Era una caja metálica. Accionó el cierre y la abrió. Un desagradable sonido de metal rozando con metal me los pelos de punta. Franca sopesó el cuchillo en la palma de su mano. Empecé a balancearme con desesperación, mientras el miedo restallaba en mi cabeza. Notaba que me estaba ahogando por el pánico. Pequeños destellos luminosos bailaron ante mis ojos. Una fría película de sudor me cubrió y, de repente, cuando esa mujer estaba tan solo a unos centímetros de mí, me paralicé. Me quedé quieta por completo. Sentí un irrefrenable deseo de cerrar los ojos y dormir. Quizás era así como debían de sentirse las víctimas cuando asimilaban que había llegado el momento. Se quedaban inmóviles esperando resignadas lo inevitable.
Ella se inclinó sobre mí y sentí el cuchillo clavándose en mi carne. El repugnante chasquido. Una, dos, tres veces. Tanto dolor.
Y antes de perder por completo el conocimiento, la explosión.