CAPITULO 35
El timbre sonó mientras cerraba con precinto una de las cajas. Me asomé a la mirilla y vi a una mujer bajita con un o de punto. Llevaba gafas de sol de montura violeta. Abrí la puerta y ella sonrió, insegura.
—Hola —saludó. En una de sus manos sostenía una caja de tamaño mediano envuelta en papel de regalo—. ¿Está Ana?
—No, está en rehabilitación —fruncí el ceño. Había algo familiar en ella, en el tono de su voz, pero no podía ubicarla con exactitud. Unos mechones pelirrojos asomaban bajo el gorro—. ¿Te conozco?
Las gafas de sol que llevaba no me permitieron ver la expresión de sus ojos, pero parecía nerviosa.
—Me llamo María.
—¿María? La… —me detuve a tiempo.
«¿La qué? ¿La amante esporádica de Ana? ¿La que follaba tan bien? ¿La diminuta hortaliza?» El estilo de vida de Ana me estaba poniendo en un aprieto aunque, afortunadamente, ella me sacó del apuro.
—Soy amiga de Ana… —Parecía indecisa—. Me he enterado hace poco de su accidente y, bueno, te preguntarás por qué no había intentado saber nada de ella antes y…
Se la veía claramente azorada. Alcé una mano y la invité a pasar.
—Por favor, no te disculpes. Pasa. —«Bueno, bueno, bueno», pensé. La famosa Pequeña Zanahoria. Cerré la puerta tras ella. Pensé en Juanepi y en la envidia que le iba a dar cuando se enterase de que yo había sido la primera en conocerla—. Intentamos dar contigo para comunicártelo, pero nos fue imposible. Ana preguntó por ti. El móvil se estropeó en el accidente y Ana… bueno, Ana tiene muy mala memoria para los números.
—He estado un tiempo fuera —se excusó—. Creerás que soy una despreocupada por no haber reparado en el hecho de no saber nada de ella durante tanto tiempo… —De nuevo, parecía avergonzada. Desvió la mirada hacia las cajas a medio embalar—. Lo siento, ¿llego en mal momento?
—No, no.
—¿Alguien se muda?
—Sí, yo. Ana vuelve a tener la casa para ella sola.
Me temo que imprimí un cierto tono de segunda intención a mis palabras. Si esta iba a ser la mujer que hiciera que Ana sentara la cabeza, ¿por qué no echar una manita?
María se volvió hacia mí. Echó el brazo hacia atrás y me golpeó con el paquete en la cara. Me tambaleé, mirando, más con sorpresa que con dolor o miedo, la sangre que había manchado mis manos al llevármelas a la cara. Aprovechando mi confusión volvió a golpearme, esta vez con mayor fuerza. Los ojos se me llenaron de lágrimas y una punta de dolor restalló en mi cabeza, llevando su mensaje a todo mi cuerpo. Aturdida, asustada y cegada por el dolor y la sorpresa no pude defenderme.
El tercer golpe me arrebató la consciencia.