CAPITULO 4
—Lo siento, lo siento, lo siento. —Ana volvió a repetir la misma letanía mientras nos acercábamos al Muschel—. Te juro que no lo volveré a hacer. Lo siento
—Llevas dos semanas diciendo lo mismo —le dije—. Ya sé que lo sientes.
— ¡Yo qué sabía que iba a reaccionar así! —exclamó—. Es la primera vez que una mujer me huye. —Estaba realmente sorprendida.
—Algún día tenía que pasar. —Y añadí, con fastidio—: Me gustaba, Ana, joder.
—Ya te he dicho que lo siento. Te compensaré. Te buscaré una igual.
—Me gustaba el original, gracias —resoplé con fastidio.
—Bueno, a lo mejor hay suerte y está hoy —aventuró.
—Ayer no estaba —dije con desánimo.
—Los viernes no cuentan —replicó ella.
—Nada de cucamonas y miraditas, ¿de acuerdo? —le advertí.
—Palabrita de apóstata. —Se besó el dedo corazón.
Me había pasado dos semanas pensando en ella. La mujer de la camisa azul no había vuelto a aparecer por el pub. Había sido muy decepcionante ver cómo había acabado el lance quince días atrás y me sentía frustrada. Llegué a pensar que esa mujer también estaba interesada en mí.
—Se os oía llegar a kilómetros, merrys. A ver si le arreglas el tubo de escape, Ana. —Juanepi nos esperaba en la puerta del pub. Echó una mirada de desagrado a la moto—. Aunque más te valdría llevarla al desguace. Tiene pinta de reventar de un momento a otro.
—A mí me gusta tal y como suena —replicó Ana.
—Y a los vecinos, desde luego —dijo él con sorna. Me miró—. ¿Qué tal, bonita? —Me dio un fugaz beso en los labios.
—Bueno —me alcé de hombros.
—Qué poco entusiasmo —dijo él, poniendo boquita de piñón.
—Era guapa, alta y morena —me lamenté.
—Ya sabía yo que te ibas a obsesionar con ella si no la conseguías —resopló, cogiéndome del antebrazo y llevándome hacia la entrada del Muschel—. Anda, hermosa, entremos. Creo que dentro hay una sorpresa para ti.
La había. En forma de mujer alta, morena y guapa. Estaba sentada en la barra, en un rincón, con una copa frente a ella, de nuevo sola. Me volví hacia Ana, que alzó las manos mostrando las palmas hacia mí, en señal de retirada. Ella y Juanepi se fueron a otro lado del local. Inspiré con decisión. No es que yo fuera precisamente una especialista en ligar, porque de hecho me ponía bastante nerviosa, pero me había pasado las últimas semanas pensando en esa mujer y no iba a dejar pasar la oportunidad.
Me acerqué a la barra y esperé a que se abriera un hueco a su lado. Cuando ocurrió, me planté junto a ella, llamando la atención de la camarera. Como había supuesto, mi gesto hizo que la mujer morena reparara a su vez en mí.
Los ojos de noche. Negros. Los que un año después me rondarían como lobos hambrientos para devorar los restos de su amor.
Pero eso aún quedaba lejos, muy lejos, de esa barra de pub de sábado noche.
Ella me miró con una leve sorpresa pintada en su expresión, como si fuese la última persona que esperaba encontrarse a su lado, pero supe que me había reconocido: no hay sorpresa cuando una desconocida se sienta a tu lado. Se acordaba de mí, no había duda. Aproveché la cercanía para fijarme más en ella. Junto a esos ojos de noche había una pequeña cicatriz en el mentón y unos discretos labios carmesí.
—Hola —dije, aparentando naturalidad, como si no hubiera soñado con ese encuentro desde hacía semanas.
Ella me miró en silencio y vi que echaba un breve vistazo detrás de mí, como buscando a alguien más. Rogué para que no fuera a Ana a quien echara de menos.
—Hola —replicó.
Para mi desánimo, no había nada más allá que educación en su respuesta. Volvió a su bebida e intuí una ligera incomodidad en ella. La camarera me sirvió mi cerveza. Noté que ella me miraba por el rabillo del ojo. Decidí tomar la iniciativa, ya que ella parecía haber olvidado por completo sus miradas de dos sábados atrás.
—Me llamo Sara —dije, girando el cuerpo hacia ella.
Sabía que era una encerrona rastrera, pero debía aprovechar la ocasión. Para mi sobresalto, ella acogió mi avance con un levísimo gesto de disgusto. No lo entendía. ¿Qué había pasado entre sus insistentes miradas de dos semanas atrás y este soterrado rechazo de hoy? Tomé nota mental de interrogar a fondo a Ana. No quería ni plantearme la posibilidad de que esta mujer hubiese sido un ligue esporádico suyo y que no la recordara. Eso explicaría su huida en cuanto la vio. No sería la primera vez que la hiperactiva vida social de Ana trajera penosas consecuencias. Pese a ese gesto, que ocultó con rapidez, la mujer morena adelantó una mano para estrechármela. Más tarde supe que era una costumbre que había adquirido de sus años en la multinacional en la que trabajaba.
—Maca —se presentó.
Su apretón fue breve, pero firme y cálido, y casi perdí un segundo de vida a favor de la eternidad cuando la toqué esa primera vez. Eso fue —ahora lo sé—, ese primer segundo, ese contacto, lo que selló mi destino. Nuestros ojos se encontraron y me sorprendí al leer en ellos una casi imposible mezcla de expectación y rechazo. Estaba buscando desesperadamente algo con lo que iniciar una conversación cuando Juanepi apareció a mi lado. Me sonrió con expresión pesarosa.
—Hola, lo siento —dijo—. Ana tiene planes y quiere saber si tienes llaves.
—Sí —respondí, fulminándole con la mirada.
—Me ha pedido que te diga que hoy no irá a casa. —El pobre Juanepi sabía que no había llegado en el mejor momento. Se despidió precipitadamente e hizo mutis por el foro.
Tras la barra había un espejo que ocupaba toda la pared, colocado de forma que se tuviera una amplia visión del resto del pub. Busqué a Ana y la vi besando a una chica. Noté que Maca también seguía con su mirada el recorrido de la mía y asistía a la misma escena, con un leve gesto de reproche. Nuestras miradas se reencontraron en el espejo, pero ella rompió el contacto. Después se volvió hacia mí.
— ¿No te importa? —me preguntó.
— ¿El qué?
—Que tu novia esté con otra.
Sonreí, no por la pregunta, sino por el hecho de que se hubiese decidido a hablarme. En ese momento, ella bajó los ojos hacia mis labios y, cuando alzó de nuevo la vista, vi en su mirada una especie de añoranza. Esa mirada, que aceleró mi ritmo cardíaco porque entendí en ella un rastro de coqueteo, atrapó mi curiosidad.
—No es mi novia —expliqué—. Compartimos piso y prácticamente toda nuestra vida, pero nada más.
Ese fue, exactamente ese, el segundo que pareció cambiarlo todo. Ella me miró con atención.
— ¿No tenéis una relación?
—No del tipo que piensas.
—Sois amigas.
—De toda la vida, como suele decirse.
Ella asintió y volvió de nuevo la mirada al frente. Ignoraba qué había provocado que dejara el gesto de disgusto y se mostrase más-receptiva, pero estaba dispuesta a aprovechar la ocasión. Me fijé en que su vaso estaba casi vacío.
—Te invito a una copa. —Ella me miró, renuente, así que actué antes de que pudiera negarse y llamé la atención de la camarera con un gesto—. ¿Qué bebes?
No me respondió de inmediato, e incluso pareció como si fuese a negarse, pero en ese momento la camarera se acercó, y creo que se sintió atrapada.
—Bourbon, gracias —aceptó.
Me miró y sonrió con brevedad. Definitivamente, algo había cambiado. Había desplazado su cuerpo en mi dirección, mostrándose más receptiva. La camarera depositó la bebida frente a ella, Maca cogió el vaso, lo alzó hacia mí e inclinó la cabeza. Ahora que la tenía tan cerca estaba fascinada por el color de sus ojos, de un negro azabache. A pesar de la presencia de tenues líneas de cansancio bordeándolos, la belleza y el magnetismo de su mirada eran incuestionables. Aproveché que bebía para fijarme más en ella. No llevaba ninguna joya encima, salvo un discreto sello de oro en la mano derecha y un reloj de aspecto antiguo en la muñeca izquierda. Tenía una presencia serena, sólida, y, por un momento, de forma irracional, me desazonó la idea de no estar a su altura. Ella se volvió hacia mí y sonrió con levedad.
— ¿He superado el examen?
Me sonrojé y rogué para que la penumbra del local lo disimulara.
—Lo siento. No quería ser grosera.
—No importa —se apoyó con un codo sobre la barra—. Al fin y al cabo…
Se interrumpió y se llevó una mano al costado. Extrajo un smartphone, miró la pantalla con un leve gesto de fastidio y se levantó.
—Disculpa, vuelvo enseguida.
—Claro.
La miré mientras salía. «Mierda», pensé. ¿Quién podía llamarle a las dos de la mañana de un sábado? Esperaba que no fuera su pareja. O un hijo con dolor de muelas. Los niños me gustaban, pero bajo condiciones muy estrictas: a saber, de uno en uno, en periodos de tiempo que no sobrepasaran los quince minutos y, a ser posible, no más activos que un jarrón de porcelana. Pero… ¿y si era su pareja? Cabeceé, desalentada. Definitivamente, la pareja era peor escenario que el niño de porcelana con dolor de muelas.
Alguien me tocó por detrás. Cuando me volví, Ana me hizo señas frenéticas para que fuese con ella a la pista.
— ¿Qué quieres? —le urgí.
— ¿Cómo va?
—No lo sé. Es todo un poco extraño.
— ¿Extraño? ¿Es un tío?
—No, idiota. No sé. Era toda barrera y de repente se ha vuelto receptiva. ¿Tú no te habrás acostado con ella y no la recuerdas, no? —pregunté, en tono acusador.
—Joder, espero que no —replicó, pensativa—. Normalmente me acuerdo de todos y todas.
—Pues algo no parecía hacerle gracia.
—Hay mucha bollera rara, hermanita. Por cierto, ¿es bollera?
—Espero que sí. ¿Tú no lo serías en un pub de ambiente a las dos de la mañana?
—Vale —acordó—. Lo es.
— ¿Puedo irme ya? —gemí—. Me la van a quitar. —Eché mirada furtiva a la barra, a la que Maca ya había regresado.
Ana echó a su vez un vistazo, calibrando la situación.
—Tienes razón, hay una bollera marcando pezones que le quita ojo. Anda, tira. ¿Te ha dicho ya Juanepi que no iré a casa hoy? No me atrevía a acercarme, por si acaso tu morena salía corriendo.
—Sí, pesada.
Regresé a la barra. Antes de que pudiera decir nada, ella me adelantó.
—Lo siento muchísimo, pero tengo que irme.
—Oh —no pude evitar mi decepción y no me molesté en ocultarla.
Ella me miró durante lo que a mí me pareció una eternidad. Había en su mirada un destello inexplicable, como si conociera la respuesta a un acertijo que yo desconocía. En realidad, supongo que debía de estar calibrando qué hacer o decir a continuación. Durante un instante sopesé la posibilidad de que había aprovechado la llamada para librarse de mí, aunque parecía realmente contrariada. Si decidía que no le apetecía volver a verme, allí acababa todo. Sin embargo, por primera vez en esa breve noche, fue ella la que tomó la iniciativa.
—Si te apetece, podríamos quedar a tomar café.
—Sí, claro, me gustaría mucho.
Rebuscó en su bolso y sacó una tarjeta y una estilográfica plateada. Le dio la vuelta a la tarjeta y escribió un número. Me la alargó. Era una tarjeta comercial, de una compañía extranjera. Su nombre aparecía bajo iniciales y apellido —M.C. Hayanes— y, por lo que rezaba la tarjeta, era asistente de importación y exportación. Tocó con el dedo el número garabateado.
—Es mi número privado. Si no logras contactarme en este, prueba con el del despacho. Mañana estaré ocupada toda la mañana, pero si te viene bien por la tarde… —dejó la propuesta en el aire.
—Sí, perfecto. ¿Me dejas la pluma? —Cogí una servilleta y le apunté mi número—. No tengo tarjeta, lo siento. —Se la di, ella le echó un vistazo y se la guardó.
—Bueno —me miró—. ¿A las cinco?
—A las cinco —asentí—. ¿Dónde?
—Donde quieras. No hace mucho que me he trasladado aquí y conozco poco la ciudad.
— ¿Sabes dónde está el Centro de Congresos? —Ella asintió—. Hay cafeterías en la zona.
—De acuerdo, pues nos veremos allí.
Ambas nos miramos sin saber muy bien cómo despedirnos. —Bueno, pues entonces hasta mañana —dijo.
—Hasta mañana.
Antes de irse se volvió hacia mí.
—De verdad, siento lo de esta noche.
—No te preocupes —sonreí.
«Tengo una cita con esa mujer», pensé, maravillada, mientras la veía marcharse.