CAPITULO 42
La habitación se convirtió en el escenario de una catarsis colectiva. Yo lloré, Ana lloró, Juanepi lo hizo por solidaridad y Tomax dijo que siguiéramos así un par de horas, que él se iba a la librería. Antes de irse se inclinó sobre mí y me susurró que procurara pensar en ese lugar y ese momento del futuro. Lo miré a través de las lágrimas y creo que logré sonreírle.
Cuando nos quedamos a solas necesitamos bastante tiempo para calmarnos. Cuando una dejaba de llorar, la otra arreciaba, entonces la primera se contagiaba y vuelta a empezar. Juanepi decidió retirarse a un rincón a contemplar la escena. Las dos acabamos agotadas e hipando, Ana derrumba en el sillón junto a la cama. Me miró sin decir nada.
—¿Cómo estás? —le pregunté.
—¿Cómo estás tú?
—Hecha una mierda. ¿Y tú?
—Hecha una mierda.
Arreciamos en llanto otra vez. Hipamos hasta que de nuevo nos calmamos.
—Lo siento muchísimo Sara, de verdad, muchísimo —Ana me miró con angustia.
—No tienes la culpa, Ana, ha sido algo…
—Yo le conté cosas, Sara —me interrumpió—. Soy una bocazas. Por mí supo lo de la frase de las fresas con nata. —Apartó la mirada, avergonzada—. Y también a través de mí tuvo acceso a la copia de las llaves del ático, a tu número de móvil… Y también está lo del reloj. ¿Recuerdas lo del reloj de Maca? De verdad lo perdió en casa y Peque… —sacudió la cabeza y rectificó—… esa mujer lo encontró esa noche cuando vino a casa. Lo cogió y al día siguiente fue con él a la librería, para que se lo vieras, y después lo puso de nuevo donde lo había encontrado, aprovechando que yo estaba en el trabajo. También había hecho una copia de las llaves de casa, Sara. Lo tenía todo planeado. Cómo encontró a Maca, la vigiló, a nosotros, a ti… Me utilizó, Sara, me abordó en el gimnasio sabiendo quién era yo. —Se masajeó las manos con nerviosismo.
—¿Cómo sabes todo eso? Quiero decir, está muerta, ¿no?
—Han encontrado una especie de diario en su casa —terció Juanepi—. Allí estaba todo. La muerte de Alba, la ira, el centrar la culpabilidad en Maca. El acoso a Maca lo inició ya en Madrid, aunque jamás llegó a tener contacto físico con ella: se limitó a forzar su apartamento y destrozárselo. Después supo que se había ido de Madrid y la buscó. No le fue difícil. Se presentó en su empresa, se hizo pasar por una antigua clienta. Así de fácil. Supongo que de esa manera conseguiría la tarjeta que viste en su cartera. Se trasladó aquí bajo otra identidad. Encontró a Maca y empezó a vigiarla. De esa época fue la agresión con el cuchillo.
Cerré los ojos al sentir un ataque de náuseas.
—Será mejor que lo dejemos aquí —dijo.
—No —abrí los ojos—. Cuéntame más. Quiero saberlo todo.
—No hay mucho más. El resto ya lo sabes.
—No, Juanepi, díselo todo —dijo Ana, con voz atenazaba—. Dile que me utilizaba para saber cómo iba la relación y que yo, como una imbécil, se lo puse todo en bandeja. No le pareció suficiente con que rompierais después de la escenita del ático, sino que siguió frecuentándome para conseguir más información —me miró—. Estaba obsesionada con hacer daño a Maca. Por un tiempo, según esos diarios, se calmó, cuando logró que Maca te dejara y se fuera a
Canadá. Pero ya no podía detenerse. Y cuando supo, por mí, que ibais a intentarlo de nuevo, volvió la rabia. Yo se lo conté —se golpeó con un dedo en el pecho—. Yo, Sara, liando me llamaste para decirme que le habías enviado ese correo en blanco —terminó en un susurro.
—No tienes la culpa, Ana, no podías saberlo —aseguré—. Eran los delirios de una mujer enferma.
—Y al parecer eran unos delirios espeluznantes. Maca solo nos lo ha contado por encima —dijo Juanepi.
—¿Maca? —pregunté.
—Ha conseguido la información a través de los contactos de la agencia de detectives; parte del contenido de ese diario, por ejemplo. Por lo que se desprende de él, al parecer Franca cruzó definitivamente el límite cuando provocó el accidente de Ana. A partir de entonces su deterioro fue a peor. Desapareció durante un tiempo tras eso, al parecer asustada de que alguien la hubiera identificado a ella o al coche, pero continuó con su obsesión. Siguió vigilándonos. Averiguó que Ana se recuperaría. Que Maca y tú estabais de nuevo juntas. Y regresó, Sara. Regresó para acabar con todo lo que hiciera feliz a Maca —terminó, con un hilo de voz.
«Yo», pensé.
—Si no llega a ser por Maca, ahora… —Ana no terminó la frase, mirándome con angustia.
—Gracias a que Maca había contratado a esos escoltas para protegerte, estás viva, Sara. —Juanepi se aseguró de que yo entendía lo que decía—. Uno de ellos, una mujer llamada Jana, estaba de turno cuando todo ocurrió. Vio subir a esa mujer, pero la descripción no concordaba con la que les había dado Maca. Esperó un tiempo, pero decidió asegurarse de que todo iba bien. Tocó al timbre, planeando una excusa en caso de que contestaras. Pero no lo hiciste. Nadie contestó. Y sabía que no había otra salida en el edificio. Forzó la cerradura —la voz le tembló—. No pudo hacer nada más que lo que hizo.
—Disparó —terminé yo por él, adivinando lo que había ocurrido.
La explosión que había escuchado antes de perder el conocimiento.
—Jana se quedó contigo todo el tiempo, te hizo la primera cura —dijo Ana débilmente.
La miré. No se trataba tan solo de mí.
—Lo siento mucho, Ana.
Me miró, sus ojos estaban de nuevo arrasados por las lágrimas.
—María… Franca… —vaciló—. No parecía… cuando estaba conmigo —me miró, impotente—. Nunca sospeché nada.
—Nadie podría haberlo hecho.
—Pero ha sido por mi culpa —se golpeó con rabia la pierna.
—¿De qué hablas? No digas eso. Ana —la llamé, pero ella rehuyó mi mirada—. Ana —repetí—. Ven, acércate—palmeé la cama.
—No —dijo, renuente.
—Venga, Ana, no hagas que te lo repita, por favor. Ven,
túmbate aquí, estoy demasiado cansada para pensar o hacer nada más. —Cerré los ojos, sintiendo cómo el sueño tiraba de mí. Al cabo de unos segundos, noté un movimiento a mi lado. Ana se pegó a mi costado.
—¿Me perdonarás alguna vez? —susurró a mi oído.
—Yo no tengo nada que perdonarte, Ana —musité. Todo el día estaba empezando a desplomarse sobre mí. Me costaba mantener los ojos abiertos.
—¿Puedo quedarme a dormir contigo? —pidió ella.
—No sé si lo permitirán, pero, por mí, sí —dije, enredada en la semiinconsciencia—. Pero no me metas mano, eh? —farfullé.
—Tranquila, traumatizada no puedo.
—Yo me ocuparé de eso —oí que decía Juanepi—. Marc está por aquí, él se encargará. Vosotras dos dormid, el marica velará por vosotras.
—Pues estamos apañadas —fue lo último que escuché de Ana antes de dejarme arrastrar por la tentadora lasitud que me engullía.
Intuí, más que noté, que Juanepi nos besaba a ambas en frente y me sumí en un sueño espeso del que desperté desorientada. Por un instante no supe dónde me encontraba. Noté una presencia cálida junto a mí y me acurruqué más contra Maca.
Abrí los ojos de golpe. No era Maca la que estaba junto mí. El recuerdo de lo que había ocurrido me sobrevino en forma de avalancha y sentí un lacerante dolor. Tuve la certeza, como un discreto pero persistente murmullo de fondo, de que siempre lo estaba haciendo mal con ella, de que nuestra relación era como una especie de enfermiza espiral y que yo, y solo yo, tenía la culpa de ese doloroso vaivén. ¿Cuándo me detendría y, con ello, tanto sufrimiento estéril?
La habitación estaba en penumbra. Juanepi dormitaba en el sillón y Ana dormía abrazada a mí.
—Joder —suspiré, llevándome una mano a la cara. No quería reconocerlo, pero estaba ahí.
Durante esa fracción de segundo había sido feliz, y lo había sido porque pensaba que Maca…
—¿Qué te pasa? —preguntó una adormilada Ana—. ¿Estás bien?
—Sí.
—¡Ahora que Juanepi había dejado de roncar! —se lamentó en un susurro—. ¿Por qué te has despertado? ¿Te duele? ¿Llamo a alguien?
—No, no te preocupes. No pasa nada. ¿Tú estás mejor?
—He estado pensándolo. —Cambió de postura. Apoyó la cabeza en una mano y me miró—. Es una mierda, pero no puedo ser una víctima cuando tú eres más víctima que yo, así que… —sonrió.
—Me alegro. Ana…
—¿Sí?
—¿La… querías?
Tardó en contestar.
—No lo sé. No sé muy bien qué aspecto tiene el amor.
Permanecimos unos momentos en silencio. Ana me acarició el brazo.
—Sara.
—¿Qué?
—¿Qué pasa con Maca? Juanepi me lo contó. ¿De verdad se ha ido?
—No quiero hablar de eso.
—¿Por qué no quieres hablar de eso?
—Porque no es el momento ni el lugar.
—Yo creo que sí.
—Eres una cabezota —rezongué.
—Tú eres la cabezota —el susurro subió de tono.
—Calla, vas a despertar a Juanepi —dije.
—Pues entonces cuéntame qué ha pasado con Maca. ¿Ya volvemos con lo mismo? ¿Con el quiero y no quiero?
—¿A qué te refieres?
—A cómo te comportaste la primera vez, cuando pasó lo del ático. Te pasabas los días llorando por los rincones, pero no le dejabas que se explicara ni la perdonabas. ¿Vas a hacer lo mismo ahora?
—¿Cómo puedes decirme eso? —me enfadé—. ¿Te parece poco lo que ha pasado? Alba, Franca, las mentiras… —Ahora fui yo la que subió el tono.
—No me negarás que fuiste muy cabezota entonces. Tozuda como una mula.
—¡Pues tú me apoyaste!
—¡Toma, porque soy tu mejor amiga, hay que joderse! Imperativo amistoso. Pero si sigues echando a Maca así de tu vida acabarás siendo muy infeliz —dijo—. ¿Qué pasa ahora con vosotras dos?
—Yo pensaba que me había engañado. Pensaba que se había acostado con esa mujer.
—No me refiero a lo del ático y todo lo que vino después,
eso espero que sea agua pasada. Además, tonta del culo, hay algo que no entendí en su momento. Por lo que me contaste, ella te había hablado de un pasado promiscuo y ni te importó.
—Era distinto. Era el pasado. Y sabes cuánto valoro la fidelidad.
—Oh, cuánta estupidez. Creía que los románticos también perdonabais. Ella te quiere. Mucho.
«Lo sé», pensé.
—Ana, por favor, ahora no —pedí—. Ahora no puedo ocuparme de eso, ¿vale? Necesito tiempo.
Ella exhaló y su aliento me hizo cosquillas en la nuca.
—De acuerdo —claudicó—. Pero habrá un después, ¿entendido?
Yo no dije nada. No podía prometer algo así. Pese a saber que lo estaba haciendo mal, no encontraba el camino para solucionarlo, no en ese momento, con las heridas —todas las heridas— tan recientes.
Volví a dormirme pensando en si algún día podría hacerlo.