CAPITULO 38
—Cariño.
La voz fue abriéndose paso en mi consciencia entre una nube de dolor y confusión. Era incapaz de abrir los ojos, los párpados me pesaban como si fueran de plomo. Sentía un dolor sordo y persistente que parecía extenderse por todo mi cuerpo. Me removí inquieta, pero eso solo trajo más dolor.
—Soy Maca, cariño. Estoy aquí. —Su voz sonaba estrangulada.
Noté un beso sobre los nudillos de mi mano izquierda. Caí en la inconsciencia. Volví a despertar. No sabía cuánto tiempo había pasado.
—Me duele. —Tenía ganas de llorar. Cerré los ojos.
—¿Puede darle algo? —Maca, dirigiéndose a alguien.
—Ya lleva algo —una voz de mujer, algo más apartada—. Le entra por el gotero.
El roce de una puerta. Pasos acercándose.
—¿Ha despertado? —un susurro. Juanepi.
—No del todo —la voz de Maca—. Está un poco confusa.
—Estará desorientada un buen rato —la voz desconocida—. Será mejor que no la molesten mucho. —De nuevo pasos, esta vez alejándose, y el sonido de la puerta que se cerraba.
Abrí los ojos. Lo primero que vi fue la cara cansada y preocupada de Maca, que trataba de sonreírme. Detrás de ella, Juanepi. Parpadeé con fuerza para intentar apartar la telaraña borrosa de mis ojos, pero no lo logré y volví a cerrarlos. Sentía un intenso dolor en el costado. Y en la cabeza. Y miedo. Mucho miedo. Recordé por qué me dolía, por qué tenía tanto miedo. La hoja del cuchillo entrando en mi carne. La impotencia, la resignación. El odio como un manto espeso brotando de esa mujer. Sus coléricos ojos despreciando mi vida. Noté la frente empapada en sudor frío y todo el horror de la situación volvió a mí. Empecé a respirar aceleradamente. ¿No me habían quitado el pañuelo de la boca? No podía respirar. Noté que alguien posaba una mano cálida sobre mi frente.
—¿Qué le pasa? —la voz alarmada de Maca—. ¿Sara?
Otra mujer distinta a la anterior, a mi lado. No había notado que entrara.
—Hola, Sara, soy la doctora Irnán. Estás en el hospital. Abre los ojos, por favor.
—¿Está teniendo un ataque? —otra vez Maca, tensa.
—Tranquila. Sara, estás a salvo, en un hospital. No tienes por qué preocuparte. Intenta abrir los ojos, por favor.
Para ella era muy fácil. Ella no tenía a una desquiciada con un cuchillo tras los párpados. El sonido de la carne desgarrándose metido en su cabeza.
—Cariño, abre los ojos —la suplicante voz de Maca junto a mi oído—. Por favor.
Quise obedecerle, porque su voz sonaba tan triste que me entristecía a mí. Los abrí. Me notaba mareada. Unos dedos delicados elevaron uno de mis párpados y después rodearon mi muñeca.
—¿Recuerdas dónde te he dicho que estás, Sara?
Me volví hacia su voz. Una mujer regordeta, de pelo corto, me sonrió con benevolencia.
Llevaba una bata blanca.
—En el hospital —susurré, con voz quebrada. Me costaba hablar, parecía que parte de mi boca no me obedecía.
—Muy bien. —Su mano acarició tranquilizadoramente mi brazo—. Tienes varías heridas por arma blanca. Una de ellas, la más grave, en el costado, pero no tienes que preocuparte, estás evolucionando bien. La herida del brazo se infectó y nos ha estado dando la lata un poco, pero ya pasó. La tercera herida es prácticamente superficial, la tienes en el estómago, pero no es más que una laceración. Te sentirás incómoda y dolorida unos cuantos días, pero irá a mejor. No hay nada vital afectado. La herida de tu cara es muy aparatosa, pero en cuanto baje la inflamación empezarás a encontrarte mejor. Por ahora procura no hacer ningún movimiento brusco. Te pondrás bien, pero tienes que poner de tu parte —amplió su sonrisa—. Mañana quiero verte ya en el sillón. Pasaré a verte más tarde.
Se fue y escuché la respiración de Maca a mi lado, pero no me atrevía a encararla. Quería cerrar los ojos y que todo desapareciera.
—¿Te duele mucho? —preguntó Maca en un susurro.
La miré. Estaba pálida. Toda su energía parecía haberse consumido; aun así, intentó sonreír. Unas finas líneas de tensión se marcaron en su rostro junto a la sonrisa. Me llevé una tentativa mano a la cara. Maca me lo impidió, cogiéndome la mano con delicadeza y acunándola entre las suyas.
—Es mejor que no te la toques. Tienes una pequeña fractura, pero curará bien —me miró con un rastro de angustia—. Lo siento muchísimo, Sara.
Parpadeé, confusa. ¿Por qué debía sentirlo ella? Entonces me vino a la cabeza la imagen del rostro deformado por el odio de esa mujer. Deseé entonces que Maca se callara. No quería hablar de lo que había pasado, no quería nada. Noté el tirón dulce del sueño arrastrándome y no me resistí. Antes de dormirme, lo último que vi fueron los ojos atormentados de Maca.
Me desperté de golpe. Juanepi ocupaba el lugar de Maca.
—Hola —saludó. Se inclinó y me besó en la frente—. ¿Cómo estás?
—¿Y Maca? —Aunque con dificultad, parecía que ahora vocalizaba mejor. Tal vez la hinchazón estaba bajando. El dolor era ahora tan solo un murmullo sordo y me notaba más despejada.
—La he convencido para que se fuera a casa a descansar, pero seguramente se dará una ducha rápida y estará aquí en menos que canta un gallo.
Traté de respirar hondo, pero el costado volvió a dolerme. Expulsé el aire por la nariz poco a poco.
—¿Cuánto he dormido?
—Merry, llevas durmiendo siglos. Es lo único que has hecho todo este tiempo.
—¿Cuánto tiempo? ¿Un día?
Lo vi vacilar.
—En realidad, tres —dijo al fin—. Salías y entrabas de la inconsciencia, y después la infección hizo que te subiera la fiebre y no contribuyó a que te despejaras. A veces despertabas y murmurabas algo, pero la mayor parte del tiempo eran incoherencias.
Tragué con dificultad y traté de concentrarme, alejarme de la idea de tantos días perdidos.
—¿Qué ha pasado?
—Creo que será mejor que sea Maca quien te lo cuente todo, ¿vale?
En ese momento recordé las emociones que me asaltaron durante el ataque. Ser consciente de que Maca había dicho la verdad en todo lo referente a esa mujer.
—¿Era Franca? —pregunté en un susurro, como si temiera que volviera a materializarse ante mí.
—Sí. —Cerré los ojos y empecé a temblar sin poder evitarlo. — Ya no pienses en nada de eso, Sara —dijo Juanepi—. Se acabó, ¿entendido? Ahora solo tienes que preocuparte de ponerte bien.
—No podré ponerme bien en mi vida. —Estaba recuperando paulatinamente el pleno conocimiento, me notaba despejada, pese a la debilidad física, pero solo podía lamentarlo. Con ello vino también el recuerdo de lo que había pasado.
—Por favor, Sara —me cogió la mano—. Sé que ha sido terrible y que no te merecías que te pasara algo así, pero se acabó. Lo superarás. Todos te ayudaremos. Maca no se ha parado de ti ni un segundo.
No dije nada, pero sabía lo que estaba sintiendo en mi interior en ese momento.
—Pensar en Maca me hace pensar en esa mujer.
—Maca está muy afectada, Sara. Apenas duerme y casi ni come. Sé que daría su vida por estar en tu lugar. Esto es algo que tendréis que superar las dos juntas.
«¿Superarlo?», pensé. ¿Habría un después? Era incapaz de pensar en un mundo más allá de la habitación del hospital, y de repente me di cuenta de que me daba miedo. ¿Cómo se volvía a la vida después de una cosa así? Amagué un gesto de dolor.
—Intentó matarme —susurré con voz temblorosa.
—No pienses más en eso, por favor.
—¿Qué ha pasado con esa mujer?
—No tendrás que preocuparte por ella nunca más —dijo con un fugaz destello de ira en sus ojos.
—¿La han detenido?
—Ha muerto.
De repente, respirar empezaba a ser de nuevo un problema.
—No sé qué me pasa, Juanepi, me cuesta respirar —jadeé, asustada.
—Tranquila, la doctora nos avisó de esto. Es solo un ataque de pánico —cogió mis manos—. Respira hondo, así, muy bien.
La puerta se abrió en ese momento y entró Maca. Se acercó en dos zancadas con la alarma pintada en el rostro.
—¿Qué ocurre? —Se inclinó sobre mí, con los ojos velados de preocupación—. ¿Has llamado a la doctora?
—No le pasa nada, Maca, solo está empezando a asimilar las cosas —replicó Juanepi con calma.
Maca se colocó a mi lado, llevó su mano hasta mi nuca y la masajeó. Poco a poco me fui tranquilizando. Su pulgar trazaba pequeños círculos en mi mejilla. Noté que temblaba.
—No volveré a irme —dijo sin dejar de mirarme, con un claro tono de reproche.
Algo me pasaba, algo aparte del pánico. Por un lado, deseaba aferrarme a los ojos de Maca como un náufrago a una tabla en mitad del océano. Por otro, no quería que estuviera allí, por todo lo que traía asociado con ella. Lo que había ocurrido estaba reflejado en cada línea de su expresión, en la dolida oscuridad de sus ojos, en su tristeza soterrada. Deseé que me besara, pero no lo hizo, y me alegré a continuación de que no lo hiciera, porque tal vez la habría rechazo. Ella, ajena a la turbulencia de mis pensamientos, me acarició con el dorso de la mano la parte ilesa de mi cara. Me asaltó una idea repentina.
—¿Tenéis un espejo?
—Estás preciosa—aseguró Maca—. No te preocupes.
—Dadme un espejo —pedí.
—Más adelante, cariño —dijo ella.
—¿Tan malo es? —pregunté con un hilo de voz.
—No, cariño. —Maca trató de tranquilizarme. Me peinó distraídamente el pelo con los dedos, apartándome los mechones de la frente—. Pero el golpe todavía es muy reciente. Estás bien, no te preocupes.
—Quiero verlo —insistí.
Juanepi cogió el bolso de Maca y rebuscó en su interior antes de que ella pudiera impedírselo. Me alargó un espejito en silencio. Lo cogí y lo mantuve boca abajo en mi mano un momento. Tomé aire y lo alcé hasta la altura de mi cara.
O de lo que quedaba de ella.
La parte izquierda, la que había recibido el golpe, estaba terriblemente hinchada. La herida estaba al descubierto y cubierta de yodo. Parecía haber dos partes diferenciadas en mi rostro. En la parte magullada la carne estaba hendida allí donde había impactado la caja y había sido suturada con pequeños puntos, creando una fina línea negra que paría dividir en dos mi mejilla. Había un bulto extraño al lado de la nariz y esta estaba deformada por la hinchazón.
El ojo izquierdo estaba tumefacto, inyectado en sangre y semicerrado. Cerré los ojos y traté de volver a regular mi respiración. Noté que Maca me quitaba con cuidado el espejo de la mano.
—Mejorará. Peor no puede estar —dijo Juanepi, pragmático.
No tenía más remedio que creerle, pero sabía que iba a llevar toda mi vida un recordatorio físico de lo que había pasado. De nuevo, la sensación de ser incapaz de superar algo así volvió a golpearme con crudeza.
—Os dejo a solas—anunció Juanepi—. Iré a tomar algo.
Solo cuando abandonó la habitación y esta se quedó en silencio, caí en la cuenta de algo.
Miré a Maca.
—¿Dónde está Ana?