CAPITULO 23

Era Maca quien traspasó la puerta. Juanepi nos dejó a solas y yo estaba tan conmocionada que hasta dejé pasar la oportunidad de augurarle una muerte lenta y dolorosa por la encerrona. Mis ojos también se sumaron a la traición encontrando el camino hacia Maca. Había adelgazado, el cabello oscuro le había crecido y sus ojos seguían siendo de noche, aunque ahora aparecían unas bolsas oscuras bajo ellos, evidentes pese al discreto maquillaje que trataba de encubrirlas. Cuando mi mirada la enfrentó y vi sus ojos, esos ojos que durante tanto tiempo le hablaron al oído a mi corazón, algo dentro de mí se ahogó en un mar de miedo; miedo y amor perdido.

Ella tuvo el valor de aguantarme la mirada. Vi cómo se mordía el labio inferior y echaba los hombros hacia atrás, estirando el cuello en un gesto nervioso. Parecía como si yo la hubiese sorprendido a ella y no al revés. Me percaté de que iba vestida con un traje chaqueta arrugado. Parecía cansada o descolocada, o ambas cosas.

—Sara —musitó—. No te enfades con él por esto. Y tampoco con Ana, por favor.

La voz que había perdido enredada en la maraña de la sorpresa y la conmoción halló por fin el camino de salida.

—¿Qué haces aquí? —dije entre dientes.

—Ana me llamó la otra noche muy alterada, creo que acababa de hablar contigo. Estaba muy preocupada porque no sabía dónde estabas y también estaba enfadada conmigo. Y con toda la razón. No la culpes a ella, Sara, la culpa es solo mía. Insistí hasta convencerla de que me ayudara. —No dije nada. Ella hizo un leve movimiento de hombros, incómoda—. Sé que no es justo que te haga esto, que me presente así, pero necesito hablar contigo. También sé que no confías en mí, que perdí ese derecho, pero dame una oportunidad, por favor.

—¿Ahora, Maca? ¿Después de tanto tiempo?

—Por favor —susurró ella.

Cerré los ojos. Tan solo me había hecho falta un segundo para saberlo. Todos los puentes que tan a conciencia pensaba haber derribado, todos los caminos que llevaban hasta ella tan exquisitamente desmenuzados, y tan solo un segundo para comprender que todo había sido en vano.

Que Maca solo tenía que poner un pie en mi corazón para encontrar el camino de regreso.

—Tenía miedo de que te hubiera pasado algo —dijo—. Cuando Ana me llamó me dijo que no te encontrabas bien —por su tono, estaba claro que Maca sabía que mi «malestar» obedecía a una concienzuda borrachera— y que estabas muy alterada y yo… por un momento llegué a pensar que… —su voz desfalleció—. Que te harías daño.

Abrí los ojos y sé que en ellos debía leerse el veneno que anticipaba el de mis siguientes palabras.

—Ah, claro. La historia de la chica suicida —dije, sin piedad—. Joder, Maca, sí que eres inolvidable. Tanto, que lo único que nos queda a tus despechadas es quitarnos la vida, ¿no?

Noté el sobresalto de su respiración y me arrepentí enseguida. Si la historia que le había contado a Ana era cierta, mis palabras tenían que haberle dolido. Pero no podía pensar con claridad y no me disculpé.

—Solo escúchame, por favor —pidió—. Y después me iré, si quieres.

—Si vas a soltarme el cuento de la pirada vengadora, puedes ahorrártelo. Aunque no sé qué versión me gusta más, si esa o la de la ex que no podía olvidarte que me contaste a mí.

—Te mentí, sí, y lo siento. Pero lo de Franca es la verdad, Sara. Te lo juro, te juro que no te engañé del modo que piensas.

—Lo cual quiere decir que sí lo hiciste, del modo que fuera.

—Sí —admitió—. Lo hice. Fui una cobarde. Pero tenía muchísimo miedo de perderte.

—Claro, eso es. Tanto me querías que solo pensabas en ti y en resguardarte de cualquier dolor, ¿no? Eres una egoísta, Maca.

—Lo sé, lo reconozco —dijo en voz baja.

—¿Y ya está? ¿Así se soluciona todo? ¿Sintiéndolo? —A mi cabeza no le sentó nada bien que elevara el tono en la última parte. Todavía debía de quedar algún músico de la banda por ahí.

Maca hizo un gesto de derrota. Pese a mi lamentable estado, mi beligerancia era completa; en palabras, gestos y actitud.

—Solo pensé que… —exhaló con fuerza—. No sé qué pensé, la verdad —me miró, perdida—. Siento haberme presentado así. Lo siento. Es lo único que quería decirte. Lo siento, Sara.

No era el momento ideal para protagonizar la escena de mi vida. La cabeza me palpitaba como una reunión de batucadas metidas a presión en un barril cerrado.

—Joder —gemí, masajeándome la frente.

—No te encuentras bien —dijo Maca en tono neutro, aunque conciliador—. ¿Necesitas algo?

—Soy perfectamente capaz de superar una puñetera resaca yo sólita, gracias.

No era del todo cierto. El alcohol me sentaba fatal y tardaba días en recuperarme. Para empeorarlo, estaba inmersa en plenas hostilidades sentimentales y la combinación de ambos elementos dio sus frutos en forma de furiosa arcada. Para alivio de mi dignidad alcancé a llegar por mi propio pie al baño, pero mi cuerpo decidió colapsarse tras el desagradable exilio del alcohol ingerido y probablemente me habría quedado dormida allí si unas manos cuidadosas no se hubieran ocupado de mí. Intenté protestar, pero el rechazo se quedó en una mera protesta intelectual. Maca me llevó hasta el sofá y me tumbó en él. Me quedé dormida y, cuando desperté, ya había anochecido. Me incorporé con cuidado. El dolor de cabeza había remitido, junto a la mayor parte del malestar. Eché un vistazo a mi alrededor. Estaba sola. Maca se había ido. No estaba preparada para la absoluta decepción que me asaltó. Gemí quedamente y me tumbé boca arriba, llevándome las manos a la cara.

—¿Estás mejor? —La voz llegó desde atrás. Maca había aparecido desde el pasillo. Iba sin chaqueta y tenía el aspecto de alguien recién despertado. La camisa estaba arrugada y su pelo, revuelto. Ante mi descarado escrutinio se pasó nerviosa una mano por la oscura melena—. Sé que no querías que estuviera aquí cuando despertaras, pero estaba muy cansada y pensé que solo echaría una pequeña cabezada. Lo siento, me he quedado dormida.

Caí en la cuenta de lo que había dicho.

—¿Estabas en España? —pregunté. Ella hizo un gesto de incomprensión—. ¿En la delegación de aquí?

—No. En Canadá.

Abrí los ojos, incrédula.

—¿Me estás diciendo que has volado desde Canadá solo por…? —mí aunque no me atreví a terminar la frase.

—Estaba muy preocupada por la llamada de Ana. Tras colgarme, no volvió a cogerme el teléfono. Entonces llamé a Juan y me dijo que no sabía nada, pero que procuraría enterarse y me llamaría. Para cuando lo hizo, yo ya había tomado la decisión de venir. —Aprovechó mi silencio para repetir lo que ya me había dicho—: Lo siento, Sara. De verdad, no sabes cuánto. Todo.

—Yo también lo siento —admití, por primera vez sin destilar rencor. Me pasé una mano por la cara, nerviosa. Mis siguientes palabras nos dieron algo de tregua—. La verdad es que no sé qué decir, Maca.

—Entonces, no lo hagas. —Rodeó el sofá—. Solo escúchame. Es lo único que te pido.

Asentí, claudicando, y el alivio recorrió su expresión. Se sentó frente a mí y, básicamente, me contó lo mismo que ya había leído en los e-mails y las conversaciones, extendiéndolo.

—Cuando todo empezó, cuando Franca empezó a llamarme, no sabía qué hacer. Me planteé la posibilidad de llamar a la policía y decirles la verdad sobre su ataque, pero, por un lado, me daba miedo de que tú te enterases de todo y por otro, seguían pesando en mí los remordimientos por lo de Alba. —Se mordió el labio inferior—. Accedí a verme con ella, con la condición de que fuese en un sitio público —su expresión se ensombreció—. Me encontré ante alguien claramente desquiciada. Me amenazó de nuevo y también amenazó con hacerte daño a ti. Cuando me di cuenta de que no podría hacerla entrar en razón inicié un proceso de protección a través de mi abogado, pero no había constancia de sus amenazas. Yo no había denunciado su ataque, así que no figuraba ningún antecedente. Estaba desesperada, Sara. —Tomó aire y continuó—: Cuando aquella mañana me acusaste de estar con otra casi sentí alivio. La mentira empezaba a ahogarme. Pero me volví a equivocar. Quise arreglarlo yo sola. Fui una imbécil. Cometí el error de tratarlo como un asunto de negocios y me equivoqué. Pero tenía mucho miedo de perderte, por favor, créeme. —Me miró, angustiada—. Sé que no es ninguna excusa, que ya soy adulta, pero no supe qué hacer.

—Podrías habérmelo contado todo.

—Sí. Ahora lo sé. Pero entonces solo había una mujer desquiciada, mi pasado y mi miedo a perderte. Esa mañana, cuando me fui del ático, la llamé, le dije que todo tenía que terminar ya, o tomaría medidas. Discutimos, se puso hecha una furia, me colgó el teléfono. Yo no sabía dónde encontrarla, así que no sabía qué hacer. Pero entonces me llamó ella, más calmada, y me dijo que lo sentía, que no sabía lo que hacía, que todo se le había ido de las manos y que quería dejar el asunto atrás. Quería verme una última vez. —Se llevó una mano a la cara—. ¡Qué ingenua fui! Me citó en una cafetería de La Glorieta. Era un lugar lo suficientemente público como para no temer nada de ella, pero cuando llegué, no estaba. La esperé. —Me miró, para asegurarse de que tenía mi atención—. Y durante todo ese tiempo, ocurrió lo del ático. —Suspiró—. Estaría al acecho, te vería salir y, conmigo fuera, tendría el escenario libre. Cuando al cabo de un tiempo asumí que no se presentaría a la cita, me fui. No sabía qué hacer, pero me asaltó un mal presentimiento. Te llamé y no contestaste. Llamé a la librería y Tomax me dijo que habías ido a trabajar, pero que te habías marchado apresuradamente. Sentí un miedo inmenso, Sara, porque pensé que Franca me había distraído para cumplir su amenaza de hacerte daño. —Vi una genuina desesperación en sus ojos—. Fui al ático y estaba todo revuelto, faltaban algunas de tus cosas y creí volverme loca. Continué llamándote, fui a tu casa. Me abrió Ana y entonces me soltó todo aquello, lo de la mujer en el ático, y yo ya no sabía qué hacer. Solo sabía que lo había estropeado todo, que lo había hecho mal. Regresé a casa, paralizada. Por primera vez en mi vida me sentía impotente. No podía pensar con claridad, era incapaz hasta de moverme. Entonces, recibí la llamada de Franca y me contó lo que había hecho, cómo había montado lo del ático y te había atraído a su trampa. Me dijo que se había encargado de que tú no volvieras a confiar en mí. Disfrutó con ello, créeme —dijo con amargura—. Yo estaba aturdida. Comprobé la cerradura, pero estaba intacta, no sé cómo pudo entrar. Lo único que sabía era que esa mujer había hecho algo horrible y yo no podía encontrarte.

—Pero cuando pudiste hablar conmigo volviste a mentirme —dije, recordándole nuestro encuentro en la calle. Ella bajó la cabeza.

—Te lo ruego, Sara, entiéndelo. No me lo esperaba. No podía imaginar que su obsesión llegara hasta el punto de seguirme. Debió de hacerlo esa noche y por eso me llamó. Por lo que me dijo, podía vernos desde donde estaba. Fui una idiota al negar que fuera ella la que llamaba, lo sé. Pero por fin podía hablar contigo y no quería que nada interfiriera.

—¿Entiendes lo difícil que resulta para mí todo esto?

—Te pido perdón por haberte mantenido al margen, pero tenía miedo de que me dejaras si te contaba la historia de Alba.

—Te habría escuchado, Maca. —El reproche fue tajante y ella lo aceptó.

—Ahora lo sé, pero entonces estaba atrapada. Quise hacerlo a mi manera y ese fue mi error.

—No se trata tan solo de eso, Maca, hay más. ¿Cómo conocía mi número de móvil esa mujer? ¿Y el resto?

Le conté lo del reloj idéntico al suyo en la muñeca de la mujer misteriosa de la librería, a la que no sabría aún si reconocer como la misma del ático, pero sí la coincidencia del mismo perfume, Helike. Le dije lo que más me dolió: escuchar de su boca las palabras «Fresas con nata». Esto último la sobresaltó, porque fue entonces cuando leyó en mis ojos el camino que estaba recorriendo y hacia dónde me llevaba. Quizás hasta ella misma, conociéndolo ahora todo, no podía menos que admitir que solo había un camino. Que había demasiadas cosas sin explicación. Me miró como si lo que más deseara del mundo en ese momento fuera que se materializase entre ambas la respuesta correcta.

—No me crees —dijo con voz contenida.

—No.

—Y no te basta mi palabra.

—Tu palabra después de la mentira. —Sonó más duro de lo que pretendía, pero no pude evitarlo. Si estaba allí, si había querido iniciar esto, debía asumir las consecuencias—. Y después, simplemente, te fuiste.

Me miró, sorprendida. Había notado el dolor y la acusación soterrados en mi voz.

—Pensé que… —se mordió el labio—… que era lo mejor. Había traído a esa mujer horrible a tu vida y para mí era inaceptable. Franca era una mujer enferma, mucho, si había sido capaz de hacer lo que hizo. —Se pasó una distraída mano por el mentón, donde tenía la cicatriz—. Esa misma noche, cuando te abordé debajo de tu casa, al poco de regresar al ático, Franca me llamó. Me dijo que no me dejaría en paz, que me seguiría donde fuese. Volvió a amenazarme con hacerte daño. Me repitió que no pararía hasta verme hundida y que llegaría hasta donde hiciera falta para conseguir mi infelicidad. Y entonces, me rendí. Lo último que escuché de ti fue que no querías volver a verme y en el fondo supe que sería lo mejor. Pensé que Franca tenía razón, que yo no tenía derecho a ser feliz. Le dije que de acuerdo, ella ganaba, que me iría, me iría muy lejos, y que no volvería a verte. Pensé que, yéndome, al menos a ti te dejaría en paz.

Volvió a buscar mi mirada, pero la eludí. En ese preciso instante lamenté que ya no hubiera en mi organismo alcohol suficiente como para parapetarme del alud de emociones que me estaban asaltando.

—Es extraño —dijo con tristeza—. Estar a tu lado y no encontrar las palabras. Este otro silencio. Antes era tan fácil… —me miró—. Añoro ese silencio, tu sonrisa. Te añoro ti. —Supongo que notó mi resistencia ante sus palabras. Y supongo que fue ella también la primera que lo supo. Aun así, lo intentó—: He vuelto por ti, Sara. Lo he intentado, olvidarte y continuar, pero me ha sido imposible. Intenté superar lo de Alba refugiándome en el trabajo, asumiendo cada vez más y más responsabilidades. Quería llegar tan agotada a la noche que no pudiera siquiera soñar con ella, entonces te conocí. Y me enamoré. Y empezaron a caer las barreras. Te conocí en el momento más frágil de mi vida y al final yo te rompí a ti. —Me miró, aturdida, como si ya no le quedaran recursos. Supe lo que estaba esperando. Ante mi silencio, sus ojos abandonaron por un instante su vigilia sobre los míos y se posaron en el suelo. Su voz sonó clara cuando volvió a mirarme—. Te quiero, Sara.

«No —pensé—. No hagas esto, Maca.»

—¿Sientes algo por mí, Sara? —preguntó. Aparté la mirada antes de que pudiera saberlo a través de ella—. ¿Sara? —insistió.

—¿Eso es lo que has venido a averiguar? —repliqué, enfadada. Con ella, por su osadía. Conmigo, por la respuesta agazapada en mis ojos.

—¿Me quieres? —volvió a preguntar, como si en mi respuesta estuviera la única solución.

—¿Así, tan fácil? ¿Con una sola pregunta quieres arreglarlo todo? ¿Vienes aquí y te crees con derecho a hacerme esa pregunta? ¿Que Ana sabe lo que pasa en mi corazón?

—Ana solo quería ayudarte —se inclinó hacia mí—. Sara, yo no soy nada sin ti, he tenido que irme a miles de kilómetros de tu lado para averiguarlo. Creí que podría volver a lo de antes, refugiarme en el trabajo, pero no puedo, Sara. Te echo de menos —me miró con la desesperación pintada en los ojos—. Te quiero —repitió.

—Tu amor no te detuvo para engañarme —repliqué.

«Y para seguir haciéndolo ahora», pensé. Porque había algo que estaba ahí, clavado entre nosotras, y que yo no podía ignorar. No lo admitía. Maca no llegaba a admitir que me había engañado con esa mujer. Había demasiadas cosas que no podía explicar y solo una que estaba dolorosamente clara: esa mujer, vistiéndose en nuestra habitación, y aquellas palabras —fresas con nata—, que solo Maca y yo podíamos conocer. Sentí el filo de la tristeza tomando la delantera. Creo que en lo más profundo de mí había albergado la esperanza de que Maca regresara con todas las respuestas. Y, si eso no fuese posible, al menos con la honradez de admitirlo. Pero no había sido así.

No había forma de que Maca pudiera conocer mis pensamientos, pero creo que vio la respuesta a la que conducían escrita en mis ojos. Me miró. Durante los meses que estuvimos juntas la miré a los ojos del deseo, de la felicidad, de la pasión y de la promesa. Era la primera vez que veía esa mirada en ella. Me costaba reconocerla en la distorsión del dolor y la desesperanza. Estuvo serena, no obstante, cuando claudicó.

—De acuerdo —murmuró.

Desvió la mirada hacia una de las ventanas. De pronto, parecía muy cansada, como si hubiera abierto la mano y dejado caer todo resto de la energía que pudiera quedarle. Los trazos del cansancio se perfilaban ahora en su rostro y en el lenguaje de su cuerpo, exánime. Me dio la sensación del caminante que había estado marchando en una dirección y de repente se sintiera perdido, sin recordar en qué parte del camino se había equivocado. Cuando volvió a mirarme, sus ojos me atravesaron de parte a parte, con tal intensidad que fueron ellos, más que cualquiera de las palabras pronunciadas, los que con más nitidez expresaron a qué había venido, y de qué modo se sentía al no haberlo logrado. Sentí un ligero desfallecimiento, pero no podía volver a dejar mi corazón en sus manos.

—¿Nunca has hecho nada de lo que te hayas arrepentido, Sara? —dijo con voz quebrada—. ¿Nada en lo que todo tu ser te gritaba que no lo hicieras y, aun así, continuaste?

Y entonces obtuvo su respuesta. La que haría que tomara el vuelo de regreso a Canadá.

—Sí —respondí, sabiendo a cada sílaba, a cada palabra, que era una sentencia—. Seguir queriéndote todavía al día siguiente.

Ya no hubo más que decir. Cuando lo aceptó, se levantó y salvó la escasa distancia que mediaba entre nosotras. Se inclinó y me besó, despacio y desesperadamente.

Se marchó.