CAPITULO 7

Al día siguiente, por la tarde, en la librería, Tomax entró en el almacén donde yo desembalaba ejemplares. Se plantó frente a mí y cruzó los brazos sobre el pecho, apoyándose en la pared.

—Alguien pregunta por un ensayo sobre pigmeos gays. —Se quitó la pipa apagada de la boca y me miró por encima de sus gafas de pasta. Unas arruguitas se formaron alrededor de sus ojos color chocolate—. Supongo que es clienta tuya—dijo con sorna, haciendo una discreta seña hacia su espalda.

Con un nudo en el estómago estiré el cuello y vi a Maca hojeando un libro. Llevaba un traje de chaqueta oscuro, y una bolsa negra —la funda de un portátil— colgada del hombro.

—Ya me encargo yo —dije, sonrojándome.

—Será mejor que esperes a que te cambie el color de las orejas —aconsejó Tomax—. Tómate un rato libre.

—Gracias.

—Y ya me explicarás lo de los pigmeos.

—Sí, sí —dije de forma apresurada, saliendo del almacén perseguida por su mirada socarrona.

Pese al tiempo transcurrido, era la primera vez que Maca venía a la librería. Me acerqué y ella levantó la vista del libro.

—Hola —saludó, sonriendo con cautela.

—Hola, qué sorpresa. —Señalé su traje—. Debí decirte que no era necesaria la etiqueta para entrar. Aquí lo único ostentoso es el nombre.

—Vengo directamente desde el despacho —explicó—. Pensé que te debía una visita. Además, te dije que había unos libros que quería conseguir. —Miró a su alrededor y después a mí—. Es preciosa —dijo en un susurro, sin apartar la mirada de mí.

—Gracias —alcancé a decir, pese a sentir una súbita debilidad en las piernas. ¿A quién estaba dirigido realmente ese halago? Me fijé en el libro que tenía entre las manos, en busca de una tabla donde sujetarme—. ¿Te interesa el diseño gráfico?

—No lo sé. Solo lo he cogido porque desde aquí podía verte mejor—dijo con suavidad.

—Oh. —No pude evitar sonrojarme de nuevo. ¿Maca estaba flirteando conmigo?

— ¿Siempre te ruborizas así? —Su sonrisa era encantadora, aunque yo estaba en un aprieto.

—Es rubor acumulado, ¿sabes? Es el más difícil de controlar.

Ella sonrió de forma luminosa ante mi desatinado comentario.

—Ya. —Cerró el libro y volvió a dejarlo en su estante—. Quería darte las gracias por lo de ayer y también disculparme por haber terminado la cena de forma tan abrupta.

—No tiene importancia.

Nos quedamos en silencio. No sabía exactamente qué parte de la conversación de la noche anterior flotaba entre nosotras, si las palabras dichas en voz alta o las que se quedaron sin pronunciar.

— ¿Quieres que te enseñe la librería? —propuse.

—Sí, claro.

En realidad, el mejor modo de enseñarla era colocarse en su centro y dar un giro de trescientos sesenta grados. Así lo hice. La llevé ahí y, cogiéndola por los hombros, la hice girar muy despacio. Nada más poner mis manos sobre ella noté la calidez de su piel incluso a través de la tela del traje y las aparté, temiendo que ella se diera cuenta de mi nerviosismo. Sonriendo para ocultar mi turbación, le indiqué que me siguiera. Le mostré de cerca las distintas secciones, las estanterías repletas de libros, el rincón de lectura para niños, que aún se mantenía, el suelo desgastado de roble, los objetos antiguos que se alternaban con los libros… Ella atendía a mis explicaciones y de vez en cuando se volvía y me sonreía. Yo perdía entonces el hilo de lo que trataba de explicarle y ella sonreía aún más, y entonces debíamos pasar a otra sección para que yo pudiera tomar aire, calmarme, iniciar otra explicación, ruborizarme y perderme.

Le presenté a Tomax, que se portó como un caballero y no me dejó en evidencia, como a veces solía hacer para tomarme el pelo. Se limitó a mostrarle lo que, para él, eran las joyas de la corona: la sección de segunda mano y la zona de viejo. En un momento dado Maca le pasó una lista con una serie de nombres. Era bastante detallada y, por lo que pude ver, extensa. ¿Qué había dicho acerca de esos libros? ¿Que quería reponerlos? ¿Tantos? ¿Los perdió, los vendió? Desde luego, cada cosa nueva que conocía de Maca me llevaba a más nuevas preguntas.

En ese momento, la campanilla de la puerta avisó de la entrada de un nuevo cliente y Tomax me hizo un gesto para hacerse cargo él. Antes de irse echó un rápido vistazo a la lista que le había pasado Maca, se volvió hacia la izquierda, pasó el dedo por la línea de libros, sacó uno y me lo pasó antes de encaminarse al mostrador. Era una edición limitada de una recopilación de fotografías aéreas de paisajes. Cuando a mí vez se lo di a Maca ocurrió algo muy curioso. En ese momento creo que fui testigo privilegiado de un instante de la intimidad de Maca. Su reacción al tomar el libro fue casi reverente. Lo cogió con delicadeza y tuve la impresión de que se vio en la obligación de demorar el momento de abrirlo debido a una insólita emoción. Pasó con delicadeza un dedo sobre la cubierta antes de abrirlo y cuando lo hizo, la vi sonreír. Su comportamiento me enterneció tanto como me intrigó.

—Está en muy buen estado —comenté, aunque lamenté romper el momento—. Solo tiene algunas dobleces, pero nada grave.

—Es perfecto. —Levantó el rostro hacia mí. Tenía los ojos brillantes—Perfecto —repitió, regresando la atención al libro. Pasó una serie de hojas con lentitud, acariciando el papel cuché con las yemas de sus dedos. Después suspiró y me miró—. Gracias, era uno de mis favoritos.

—De nada. —Consideré más prudente no preguntarle nada, aunque era evidente que si un simple libro había provocado en ella esa reacción, es que había algo tras ello. Una nueva pieza en el rompecabezas para mí—. No sé si Tomax podrá localizarte el resto ahora, pero ten por seguro que hará lo imposible.

—Está bien, os lo agradezco.

— ¿Tienes tiempo para un café? Ahí detrás tenemos una salita privada.

—Sí, si tú tienes tiempo.

Le sonreí.

—Ven.

En la sala teníamos una cafetera, una mesa, un sofá y un enorme ventanal por el que la luz entraba a raudales. A Tomax y a mí nos encantaba sentarnos allí con una taza de café en la mano los ratos en que no había mucho trabajo o cuando ya habíamos echado el cierre. A veces hablábamos. Otras, simplemente, nos quedábamos allí en silencio. Le señalé el sofá y Maca se sentó.

—Tomax parece muy amable.

—Lo es, y también la persona más sensata y razonable que conozco. —Señalé la cafetera—. Además de un entusiasta del café de sabores. El de fresas con nata es la novedad del mes. —Le mostré el paquete—. ¿Te atreves a probarlo?

—Adelante —sonrió, sentándose—. Me gusta la librería, es cálida—suspiró—. Todo lo contrario que mi despacho.

La miré. De repente, parecía cansada y en sus hombros había aparecido una súbita tensión. El tono de su voz había sonado desanimado.

— ¿Estás bien? —le pregunté.

Ella sonrió con encanto.

—Sí.

—Sí quieres, puedo decirle a Tomax que te preste un par de cientos de libros para ambientar tu despacho.

Vertí el café en las tazas. El aroma del café con rastros de fresa y nata se extendió por la sala. Le acerqué la suya y me senté a su lado.

—Eso estaría bien, aunque prefiero que ese despacho no ejerza tanto atractivo. Ya paso demasiado tiempo en él.

De nuevo ese tono de desánimo, exquisitamente oculto, pero allí estaba.

— ¿De verdad estás bien? —volví a preguntar.

—Solo algo cansada.

—Lo siento, quizás anoche se hizo un poco tarde.

—No, todo lo contrario—me miró—. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien.

— ¿Por una tarde de compras y una cena en un italiano? Te conformas con poco. —Me llevé la taza a los labios y soplé para apaciguar la temperatura.

—Contigo —añadió, suavemente—. Una tarde de compras y una cena contigo.

Casi dejé caer la taza. Una lucecita brillante empezó a parpadear en mi interior, enviándome una miríada de vertiginosas sensaciones. Caí en la cuenta en ese momento del hecho de que Maca, al parecer, había tomado una decisión en lo que atañía a nuestra relación y que me la estaba haciendo saber desde que había entrado por la puerta de la librería. No sé por qué había elegido ese momento, pero tampoco iba a quejarme. Era el linde del abismo lo que se abría ante mí y solo debía dejarme empujar. Deposité con cuidado la taza sobre la mesa y la miré. Su mirada había perdido la pátina de cansancio que me había alarmado momentos antes, sustituida por otra cargada de intensidad. Algo, de forma no demasiado sutil, había cambiado en la actitud de Maca. Estaba emitiendo otro tipo de señales muy distintas a las que hasta ahora había desplegado.

— ¿Te ha molestado? —sonrió. Al parecer, se había dado cuenta de mi turbación.

—No, claro que no. Me ha halagado —logré no tartamudear, lo cual fue un notable éxito—. Yo también me lo pasé muy bien. Fue agradable.

Ella sonrió, bordeó distraída con el dedo la porcelana de la taza y bebió un sorbo.

—Está muy bueno —dijo.

—Sí —convine—, Lo está.

Me extrañó su cambio de actitud. ¿Se había frenado? ¿Estaba dando marcha atrás? Si no me había equivocado —y no creía haberlo hecho—, Maca estaba flirteando conmigo. ¿No acababa de insinuar algo con su comentario acerca de mi compañía?

De repente, lo comprendí. La conversación de anoche, sobre la cuestión de tomar la iniciativa. Ella había lanzado el desafío y al parecer mi reacción no estaba siendo la que ella esperaba. La miré y, por primera vez, me sentí segura del siguiente paso a dar.

— ¿Puedo hacerte una pregunta? —dije.

—Por supuesto.

— ¿Por qué no me besaste ayer?

— ¿Besarte? —No hubo ninguna sorpresa en su reacción. Más bien, al contrario, sus cejas se elevaron con gracia.

—Sí, besarme —dije, con seguridad.

Ella sonrió después de un instante. Por su expresión supe que acababa de entrar en el juego.

—Te besé —aseguró.

—No como yo habría deseado, créeme.

—Quizás, si conocieses las razones, serías tú la que no querrías besarme a mí.

— ¿Nadie te ha dicho nunca que puedes llegar a ser muy críptica, Maca?

—Lo siento, tienes razón —se disculpó—. No te besé porque no deseaba ser yo la que tomara la iniciativa, después, en el hotel, tuve la desagradable sensación de que me estaba comportando de forma egoísta contigo, apartando de mí cualquier responsabilidad. Y no quiero eso. —Bajó el tono de voz—. Contigo no. Me gustas mucho, Sara.

Me miró directamente a los ojos al hacerlo. Sus palabras y su mirada alcanzaron el punto exacto, central, preciso e inequívoco, de mi pecho. De forma definitiva, algo había cambiado. Tuve la sensación de no haber sido la única que pasó la noche en vela. Maca había tomado la iniciativa y lo que fuese que estuviese haciendo lo estaba haciendo muy bien. Apenas encontré mi voz para responderle.

—Tú a mí también. —Rogué para que nadie nos interrumpiera en ese momento, aunque sabía que Tomax se encargaría de eso.

—Me dijiste que no estabas con nadie, ¿no es así? —preguntó, para mi sorpresa.

—Con nadie. No soporto la infidelidad, y eso me lo aplico a mí también. —Ella asintió—. Me habría gustado que lo hicieras. Mucho —dije, lanzándome de cabeza al abismo.

— ¿El qué?

—Que me besaras.

Ella ladeó la cabeza.

—Llegué a pensar que eras de las que no besaba hasta la décima cita —dijo.

—No.

— ¿No a qué? —preguntó.

—Besar —dije, con torpeza. Pese a mi osadía, estaba nerviosa.

— ¿No besas?

—Sí, beso.

—De acuerdo, besas, pero no hemos concretado la cantidad de citas que hay que tener contigo para conseguir que lo hagas.

—Un momento. —Tomé aire—. Primero tendrías que averiguar si quiero hacerlo.

— ¿No quieres besarme? —se mostró graciosamente contrariada.

—Es una posibilidad.

—De acuerdo, es un buen principio. ¿Qué tal el sábado? —preguntó.

— ¿Quieres que te bese el sábado?

—Bueno, no estaría mal, pero me refería a una cita el sábado. Por mí, podrías besarme ahora —terminó, en un tono bajo y sugerente.

Ya estaba otra vez el rubor acumulado. Lo mío era sofoco en progresión geométrica. Aunque logré reponerme y contraataqué:

— ¿Por qué te empeñas en que te bese yo? También podrías hacerlo tú.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo, mirándome primero a los labios y después a los ojos. Depositó la taza sobre la mesa y se acercó a mí.

— ¿Aquí? ¿Ahora? —Sentí un acceso de pánico.

—Si me dejas volver al despacho sin haberte besado hay un cargamento de vino espumoso que corre el riesgo de acabar en el Ártico —susurró. Su mirada se posó en la mía con aplastante tranquilidad. Sus ojos brillaban—. ¿Puedo?—volvió a susurrar—. ¿Puedo besarte?

Asentí en silencio y ella se acercó a mí. Cuando apenas unos centímetros separaban nuestros labios, sonrió y levantó una de sus manos para acariciarme la mejilla con el dorso. Con asombro, comprobé que temblaba.

—Hace mucho tiempo que deseaba hacer esto —murmuró.

¿Mucho? A mí también se me había hecho eterno, la verdad. Maca me besó. Su boca buscó con delicadeza la mía, se detuvo y se echó ligeramente hacia atrás, interrumpiendo e1 beso. Yo abrí los ojos y la miré, extrañada y perturbada porque se hubiera detenido. Pero ella esbozó una sonrisa y volvió a inclinarse hacia mí, aferrando mi nuca. El tacto sobre mi piel hizo que me recorriera un escalofrío de arriba abajo. Cuando estuvo segura de que su avance era bien acogido, profundizó en el beso, logrando que emitiera un pequeño gemido que murió en sus labios. Tomé la iniciativa y cogí su cara entre mis manos. Ahora fue ella la que gimió. Detuvimos el beso poco a poco. Maca retuvo su mano en mi nuca y acarició mi barbilla con el pulgar, sin decir nada, solo mirándome con intensidad. Después se echó hacia atrás. La miré, rendida, y permanecimos así largos segundos. Ella fue la primera en hablar.

—El cargamento de espumoso está a salvo —y lo pronunció de tal manera que parecía haber hecho la declaración de amor más hermosa jamás escuchada.

—Me alegro. Aunque imagino que alguien en el Ártico lo lamentará —sonreí.

—Tienes una sonrisa preciosa —dijo, haciendo de su mirada una perfecta tela de araña donde atraparme.

—Vaya —me ruboricé. Desde luego, hoy estaba pulverizando todos mis récords.

—Creo que cuando sonríes le quitas al mundo parte de su oscuridad.

Lo dijo con mucha calma, pero a mí me disparó las pulsaciones. Desde luego, esa mujer sabía coquetear.

—Pues muchas gracias. Nunca pensé que mi sonrisa fuese determinante para el quehacer diario mundial.

—Pues lo es. Al menos para mí —dijo. Después me miró con pesar y ladeó el rostro con aire culpable—. ¿Me odiarías mucho si te digo que ahora debo irme?

Fingí escandalizarme.

— ¿Solo has venido a besarme?

—Al parecer sí, aunque no lo tenía planeado. Solo quería sacarte una cita.

—Pues te has llevado las dos cosas.

— ¿Te arrepientes? —Lo dijo en tono ligero, aunque vi la duda en su mirada.

—En absoluto —repuse con firmeza.

—Me alegro. ¿Nos vemos el sábado, entonces?

—Sí, claro.

—Pasaré a recogerte.

Cuando ya estaba a punto de desaparecer tras la puerta la llamé.

— ¿Maca?

— ¿Sí? —se volvió hacia mí.

—Gracias por venir.

No dijo nada, solo sonrió, volvió sobre sus pasos, se inclinó sobre mí y me besó lentamente, con tanta profundidad que no recuerdo qué hice y cómo pasé el resto de ese día, cuántos y qué libros vendí, o qué lecturas recomendé.

Solo una cosa recuerdo y aún hoy sigo haciéndolo: el sabor de fresas con nata de sus labios.