Capítulo
Mary
Ahora que estamos todos molestos con mi molesto primo, dejad que os recuerde que esto no es una fábula. Esta historia no la escribió Esopo, sino la vida misma, y la vida no siempre tiene sentido. A veces simplemente ocurre. Mis experiencias no son un paquetito ordenado con una moraleja concisa al final.
Dicho eso, llevo una temporada con bastante fijación por las fábulas y los cuentos de hadas. Los antiguos son oscuros, pero muy oscuros... y, sin embargo, los que nos contamos a nosotros mismos en tiempos más recientes siempre parecen necesitar un final feliz. Id a echar un vistazo en la librería. ¿Cuántas de las historias que tienen allí terminan con el protagonista devorado por un zorro? Seguro que ninguna. En vez de eso, en los finales suele haber bodas, fiestas o besos. A menudo, las tres cosas.
¿Por qué hemos cambiado? ¿Es porque los Bibliotecarios ahora nos protegen de las historias con finales tristes? ¿O es algo de cómo somos, de cómo hemos evolucionado como sociedad, lo que nos provoca la necesidad de ver que los buenos ganan?
Parecemos anhelar pruebas de que es posible que ocurra.
Busqué el camarote de mi abuelo en la nave. Había marcado la puerta con una pajarita. Chiflado e individualista, como buen Smedry, ¿verdad?
Dentro, mi abuelo estaba sentado frente a una mesa de cristal, limpiando sus lentes. Las había extendido delante de él en dos filas dobles.
—¿Has conocido al primo Dif? —me preguntó mientras llegaba a su lado.
—Sí.
Dejó las últimas lentes y guardó la gamuza.
—No seas muy duro con el chaval, Alcatraz —me pidió el abuelo—. Quiere adaptarse a nosotros y a lo mejor lo intenta un poco demasiado. Ha llevado una vida difícil. Es bueno ser amable con él, y de verdad que tiene muchos conocimientos.
No respondí, pero tuve la sensación de que mi abuelo no estaba dando en el clavo. No era que Dif no encajara. Era... bueno, como si Dif encajara demasiado bien. Igual que un dedo en una fosa nasal.
El abuelo separó unas lentes con el dedo y me las acercó por encima de la mesa. Eran mis lentes de buscaverdades. Las siguientes tenían un solo cristal tintado de verde y morado: era la única lente de otorgador que quedaba de las que me había prestado mi abuelo. Tenía una buena grieta que bajaba por el mismo centro. Cuando había caído inconsciente al final del asedio de Tuki Tuki, por lo visto se me había caído y se había roto.
—Lo siento —dije.
—Bueno, es lo que tienen los cristales —repuso el abuelo—. Podemos fundirla y rehacerla, no te preocupes.
Titubeó un momento y luego me pasó una lente distinta. Era de un color granate oscuro y tenía una pinta bastante chula. O al menos, no era de color rosa, azul claro ni nada por el estilo.
La recogí y la levanté.
—Déjame adivinarlo —pedí—. Esta me muestra algo importante del mundo, ayudándome a apreciar mejor la vida y a los que me rodean.
—De eso nada —respondió el abuelo—. Esa hace explotar cosas.
Di un respingo.
—¿En serio?
—Así es.
—Pero... o sea...
Había tenido lentes ofensivas antes, pero mi abuelo no tenía muy buen concepto de ellas. Prefería las lentes relacionadas con la información, ya que afirmaba que el conocimiento era el auténtico poder.
—Vamos a entrar en la Sumoteca —dijo el abuelo, con un tono apagado muy poco propio de él—. Tendrás que ser capaz de defenderte. La lente de llenavergüenza es tosca, pero a veces las soluciones toscas son las más efectivas. Es un monóculo porque no tengo dos, pero ya vas teniendo la habilidad suficiente para usar bien las lentes de un solo ojo.
Sonreí mientras guardaba la lente en el bolsillo de la chaqueta de mi esmoquin.
—¿Por qué se llama lente de llenavergüenza?
—Bueno, porque avergüenza de lo lindo a su objetivo antes de hacerlo explotar.
Solté una risita y entonces miré a mi abuelo. Hablaba en serio.26
—Entonces, solo funcionará con las personas —aventuré.
—¿Cómo? —se extrañó el abuelo—. Pues claro que no. Ha sido un comentario muy sapientista por tu parte, Alcatraz. ¡Esperaba más de mi nieto, ya lo creo que sí!
—Es que... —Fruncí el ceño, mirándolo—. Esa palabra te la has inventado, ¿verdad?
—Tú prueba la lente sobre algo y verás. Algo que esté lejos, ojo, y que no sea muy valioso a menos que pertenezca a alguien insoportable. —Dio unos golpecitos en la mesa—. He estado dudando mucho tiempo de si darte esta o no, por lo peligrosa que es.
—Tendré cuidado con ella —le aseguré, dando una palmadita sobre mi bolsillo.
—¿Qué? No, no digo esa. Esa es divertida y ya está. Me refiero a la próxima lente que voy a darte, la peligrosa de verdad.
Eligió una lente de la mesa. Estaba moteada de copos plateados, casi blancos, como las estrellas de una galaxia. La sostuvo en alto, admirándola.
—¿Qué es? —pregunté.
—Una lente de formador —respondió él—. Te permite ver el corazón, el alma y los deseos más íntimos de alguien.
Enarqué una ceja. Esa sí que se parecía más al tipo de lentes que había esperado.
—Pues tiene un nombre raro.
—Sospecho que fue deliberado —dijo el abuelo, mientras su rostro se reflejaba en las lentes—. Aunque las lentes de formador pueden ser impredecibles, el oculantista que las emplee tiene un gran poder sobre los demás. Debemos usar sus capacidades para inspirar, para construir, para crear. No para destruir.
El abuelo me tendió la lente.
La cogí con cautela, contagiado de parte de la reverencia de mi abuelo, aunque (todavía) no me parecía una lente tan poderosa como la que hacía bonitas explosiones.
—Esto te da una ventaja sobre los demás —siguió diciendo el abuelo— que quizá nunca deberías tener. Te otorga acceso a los corazones y los sueños de quienes te rodean, Alcatraz. No abuses de ese conocimiento, ni siquiera contra los Bibliotecarios.
—Lo intentaré.
—Imposible nada es.
—¿Cómo dices?
—Imposible —dijo el abuelo—. La ciudad. Los condenados Bibliotecarios la tomaron y le cambiaron el nombre por Basuropia. Bueno, el caso es que confío en ti, chaval. ¡Por eso te he dado las lentes! Pero... ten cuidado, ¿vale? En realidad, mejor que tengas cuidado con todas las lentes.
—Siempre tengo cuidado —afirmé, guardándome las lentes.
—Ten más cuidado del normal. Las lentes están haciendo cosas raras. Hace un momento he cargado unas y han liberado mucha más energía de la que esperaba.
—¿Ah, sí? —dije—. Entonces no solo me pasa a mí. Tú también estás cargando el cristal con más fuerza.
—Sí —dijo, entregándome unas últimas lentes, lentes de mensajero que nos permitirían hablar a distancia—. Lo que fuese que ocurrió contigo y los Talentos en Mokia tuvo más... consecuencias de las que habíamos creído.
Me quedé sentado, sin nada más en mi interior que los pensamientos. (Bueno, en realidad, sobre todo, lo que había en mi interior era sangre. Pero también había unos pensamientos, además del burrito mokiano que había tomado para desayunar.) Al poco tiempo, oí un tintineo que llegaba desde fuera. Draulin llamó con educación a la puerta, aunque estaba abierta, y entró cuando el abuelo le dio permiso.
—¿Has terminado de...? —empezó a preguntar el abuelo.
Draulin se puso a hacer aspavientos y luego se llevó un dedo a los labios. Al parecer, temía que hubiera algún tipo de dispositivo de espionaje de los Bibliotecarios en el camarote.
—¿... aprender danza del vientre? —terminó el abuelo.
«¿Danza del vientre?», vocalicé hacia él sin hablar.
«Tenía que improvisar», vocalizó él.
—Eh... —Draulin dedicó a mi abuelo una mirada atribulada—. Sí.
—¡Excelente! —exclamó el abuelo—. ¿Y ya has hecho la danza del vientre en todas las estancias de la nave?
—En todas menos en esta —respondió Draulin.
—¡Pues ya tardas! —dijo el abuelo.
Draulin campanilleó por todo el camarote, buscando en armarios de cristal y bajo repisas de cristal, comprobando que no hubiera micrófonos. Yo me recliné en mi butaca mientras el abuelo recogía las lentes que le quedaban para guardarlas.
—Debo decir —comentó el abuelo— que pocas veces he visto a alguien hacer tan mal la danza del vientre.
—Cuesta un poco, llevando armadura completa —dijo Draulin mientras se arrodillaba junto a nuestra mesa.
Levantó la mirada hacia nosotros y señaló la parte inferior de la superficie. Y, en efecto, cuando me agaché para mirar, descubrí que había un pequeño dispositivo de los Bibliotecarios clavado allí. Draulin cogió un papel de la mesa y escribió en él.
«¿Debo destruirlo como he hecho con los demás?»
«Sería un desperdicio —escribió debajo el abuelo—. ¿No podríamos utilizarlo?»
«¿Qué tipo de tecnología es? —escribí yo—. ¿Está relacionada con el cristal?»
El abuelo miró a Draulin.
«Los otros tenían un trocito de cristal —escribió ella—. Debe de ser cristal de comunicador, configurado para transmitir en un solo sentido.»
Mi abuelo me miró, levantando una ceja.27 Yo había utilizado el cristal del palacio para mirar a los monarcas sin su permiso. ¿Podría hacer lo mismo allí?
Me encogí de hombros. Tal vez.
—¡Pero bueno, Draulin! —casi gritó el abuelo, con una voz que sonaba bastante falsa—. Qué danza tan vigorosa estás haciendo. Deberías ir con cuidado, no vayas a desmayarte.28
Draulin le lanzó una mirada que podría haber cocido un poco de brócoli para acompañar mis tostadas. Luego se puso a dar saltitos para hacer sonar su armadura antes de dejarse caer al suelo con estrépito.
—¡Madre mía! —exclamó el abuelo—. Mira que se lo he advertido.
—Sí que es verdad.
—Bueno, bajemos al suelo, a ver si al menos podemos ponerla en una postura cómoda.
El sentido de todo aquello, al parecer, era darnos una excusa para meternos bajo la mesa y hacer ruido allí. Al fin y al cabo, lo más probable era que los Bibliotecarios estuvieran escuchando. El abuelo se frotó el mentón, mirando el diminuto dispositivo que había enganchado debajo de la mesa.
Draulin sacó un cuchillo y, con mucho cuidado, lo usó para hacer palanca y sacar la cubierta metálica del micrófono. En su interior había un pequeño batiburrillo de cables y un trozo de cristal bien visible. Otro dispositivo de los Bibliotecarios que mezclaba la tecnología de las Tierras Silenciadas con el cristal.
Los demás me miraron, así que extendí el brazo y toqué el cristal. Para lo que ocurrió a continuación, os remitiré a la descripción de hace unos pocos capítulos, la de las ballenas-emoción y todo eso. No creo que pueda superarla, aunque lo cierto es que en la aeronave sentí una emoción parecida a la que tendría un trozo de cheddar al convertirse en sándwich de queso.
Parpadeé sin mover el dedo del sitio y abrí los ojos mientras llegaban voces a través del aparato. Eran muy tenues, pero audibles.
—¿Cómo voy a saber a qué viene tanto empeño en hacer bailar a la pobre mujer? —dijo una voz—. ¡No veo el sentido a nada de lo que hace esta gente!
—Parece algún tipo de castigo —dijo otra voz.
—Siempre están quejándose de sus guardaespaldas. Esto debe de ser algún tipo de venganza mezquina.
—Registrad todo lo que hacen, hasta el último detalle —ordenó una nueva voz de mujer—. El Escriba podrá comprender mejor sus motivos que vosotros.
Reconocí esa última voz. Era La Que No Puede Ser Nombrada,29 una Bibliotecaria de alto nivel a la que nos habíamos enfrentado en Nalhalla.
Identificar la voz ya fue toda una sorpresa. Pero la segunda frase me dejó de piedra.
¿El Escriba?
Me quedé helado al instante. El Escriba era Biblioden, ¿verdad? El tío a quien se le había ocurrido todo el asunto de los «Bibliotecarios Malvados» en un principio. Estaba muerto.
¿O no?
—Se han quedado callados —dijo un Bibliotecario—. ¿Por qué se ha puesto a brillar tanto el cristal? Es...
El cristal de nuestro lado empezó a humear. Di un gañido mientras apartaba la mano a toda prisa y el cristal se fundió en un pegote que cayó plano al suelo.
—Menudo desaguisado —dijo Draulin, como si hubiera fundido el cristal a propósito o algo así.
—¿Han dicho... el Escriba? —pregunté.
—Sí —contestó el abuelo, frotándose la barbilla.
—Tengo una pregunta —dijo Draulin.
—Entonces, a lo mejor han elegido a un nuevo líder —me apresuré a decir, sin hacerle caso—. Y ese Bibliotecario se ha asignado el título de Escriba.
—Ningún otro Bibliotecario se ha atrevido jamás a usar ese título —dijo mi abuelo—, aunque han pasado siglos desde que Biblioden desapareció. Los que más cerca han estado son la orden de Los Huesos del Escriba, que afirman seguir con más rigor que nadie sus enseñanzas.
—Sigo teniendo una pregunta —insistió Draulin.
—Cuando dices que desapareció —dije al abuelo—, te refieres a que murió, ¿verdad?
—Claro, sí —respondió él—. Murió. —Soltó una carcajada.
—¿A que lo adivino? —dije—. Nadie sabe dónde está enterrado.
—No.
—Genial.
—Mi pregunta...
—Que sí, que sí, Draulin.
—¿Podemos levantarnos del suelo?
—Si quieres ser aburrida, supongo que sí.
—A mí lo que de verdad me gustaría es saber escupir bien.
Los demás me miraron mientras nos levantábamos, porque en efecto, habíamos tenido toda esa conversación bajo la mesa, ¿qué pasa? El abuelo me miró frunciendo el ceño.
—¿Qué has dicho?
—Lo siento —respondí—. Solo quería hacer una frase que saliera un poco más larga que las vuestras, para que esta conversación quede bonita en la página cuando la transcriba.
—Ah, vale, tiene sentido.
—Estooo, ¿chicos? —La cara de Kaz apareció en la pared del abuelo—. Más vale que subáis aquí arriba. Porque hemos llegado y hay una cantidad alucinante de gente a punto de intentar matarnos.
26. En ese momento, no como norma general.
27. Una de las suyas, por suerte.
28. Ah, el viejo doble sentido de perder el sentido.
29. No es que decir su nombre hiciera nada concreto, sino que era tan difícil de pronunciar que muy pocos lo lograban. Y... vaya, ¿acabo de poner información útil en una nota al pie? Tengo que ir con cuidado, no vaya a convertirse en costumbre. Estooo... Colinabo.