Capítulo
Feta
No pienso reconocer nada.
Podría decirse que, a veces, mi narrativa en estos libros suena demasiado heroica para ser real. «Alcatraz —me diréis—, la gente de verdad, y sobre todo los adolescentes, no dice cosas como: “No eres más que la mujer que me dio a luz... ¡y me sorprende que no buscaras una sustituta para ese empeño!”». A lo que yo os responderé: «Dejad de leer por encima de mi hombro mientras tecleo. Y de todas formas, ¿cómo habéis entrado en mi casa?»
Ya os había dicho, y supongo que tengo que repetiros, que todo lo que se afirma en estas biografías es verídico al cien por cien y no está alterado de ningún modo. De acuerdo, un chico adolescente de verdad podría haber dicho a su madre algo como: «Ummm, eres tonta. Y tal.» Pero por suerte, yo soy mucho más elocuente.
Y si no me creéis, en fin, ummm, sois tontos. Y tal.
El despegue de Pingüinator me impulsó contra el respaldo de mi asiento. Casi noté cómo la piel se apartaba de mi boca y mis ojos con el veloz ascenso. Caían misiles por todo nuestro alrededor, pero de algún modo, ya fuese por suerte o por un buen pilotaje, no nos estrellamos contra ninguno. Me alegré bastante. No me gusta nada explotar tan de mañana.14
Kaz soltó un vítor mientras nos alejábamos de Mokia a toda velocidad. Yo solté un gorgoteo que tenía por objeto ser el cruce entre una representación filosófica de mi repugnancia por todo lo que hacían los Bibliotecarios y el deseo de haber ido al servicio antes de subir a bordo.
Al final, la máquina se niveló en el cielo, poniéndose horizontal como un avión a reacción, un avión gigante con forma de pingüino de cuyo culo salía una gran llamarada. Este es justo el tipo de situaciones con estilo sobre las que los Bibliotecarios intentan impedir que leáis, chicos.
—¿Cuánto tiempo estaremos en el aire? —preguntó el abuelo después de que nos niveláramos.
—Así como una hora, tal vez —dijo Kaz.
Miré el reloj que había en el panel de mandos. Con esa estimación, sería más o menos sobre la una de la tarde cuando las defensas bibliotecarias en torno a Washington D.C. nos hicieran saltar por los aires. Mucho mejor así.
—¿Alguna idea sobre cómo vamos a entrar? —preguntó Kaz.
—Ya saldrá algo —afirmó el abuelo con alegría.
—Siempre suelta usted cosas como esa —dijo Draulin—. Yo soy más bien escéptica.
—¿Tú podrías colarnos? —pregunté a mi madre.
—Ni de casualidad —respondió ella—. No confían en mí. No han confiado desde hace años. No van a dejar que entre en la Sumoteca.
—Lentes de disfrazador, pues —dije—. Pueden darnos el aspecto de cualquier persona. Mi abuelo y yo nos las pondremos y encarnaremos a Bibliotecarios importantes.
—¿Crees que los Bibliotecarios no están preparados para un truco como ese? —preguntó mi madre—. La Sumoteca no es como cualquier delegación local del montón; está bien protegida. Defendida. Si algún oculantista usa sus lentes dentro de ella, se pone a brillar con fuerza. No podrás utilizarlas para disfrazarte.
—Tiene razón —convino Draulin—. Es lo que siempre nos ha impedido infiltrarnos.
—Bueno —dijo Kaz—, quizá podríamos estrellar a Pingüinator como distracción, cargado con unos maniquíes realistas para reforzar la ilusión de que estamos todos muertos. Para uno de esos nos valdrías tú, Draulin. ¿Estás entregada por completo a la causa de los Smedry?
Draulin dedicó a mi tío una mirada muy adusta, de las que solo ella podría...
Un momento. ¿Draulin?
Sí, era ella. La madre de Bastille, envuelta en su armadura de placas y con la espada crístina enfundada a su espalda. Llevaba un corte de pelo severo, lucía una cara más severa y tenía un carácter incluso más severo.
Draulin, igual que su hija, era una caballero que había jurado proteger a mi familia. Pero eso no explicaba su presencia allí, de pie junto a la entrada, cruzada de brazos.
—Estooo... —dije, mirando a los demás—. ¿Nadie más se sorprende de que haya aparecido aquí de pronto?
—Qué va —respondió el abuelo—. Draulin lleva años haciendo esto.
La caballero miró a mi abuelo con los ojos entornados.
—Cuando oí la proclamación del joven Smedry a los Bibliotecarios, comprendí que era probable que intentaran escabullirse.
¡Cristales rayados! ¿Es que la ciudad entera me había visto dar el espectáculo a los monarcas?
—No me costó mucho determinar que se llevarían esta aeronave —siguió diciendo Draulin—, ya que es la más rápida y elegante de toda la flota Smedry. ¿Tienen la menor idea de lo muchísimo que cuesta protegerlos cuando nunca nos dicen adónde van?
—Por supuesto —repuso mi abuelo a su modo animado—. ¡De lo contrario, no lo haríamos! —Y sonrió a Draulin.
—Alborotador irresponsable —dijo Draulin.
—Desaborida.
—Detestable amenaza para la paz.
—Tu’mi’kapi.
—Esa es nueva.
—Significa «cabra vieja» en mokiano.
—Ah.
—Tiene sentido cariñoso, por supuesto.
—Quizás entre las cabras —replicó Draulin, dejándose caer en un asiento con un tintineo.
Yo observaba el diálogo patidifuso. A pesar de sus palabras, los dos parecían tenerse un cariño auténtico, sensación que nunca me había dado. Porque vamos, era imposible que Draulin pudiera tener cariño a algo, ¿verdad?15
—No estoy segura de qué me ofende más, viejo Smedry —dijo Draulin, sentada en una postura que no podía ser nada cómoda—, si de que parta hacia una misión acompañado de una infame agente bibliotecaria sin decírmelo o de que vaya hacia el único sitio donde puede encontrarse la cura para la afección de mi hija y ni se le ocurra invitarme a ayudar.
—He pensado que te lo pasarías mejor colándote a bordo —dijo el abuelo—. ¡Como en los viejos tiempos!
—Los viejos tiempos fueron muy desgraciados.
—¡Justo las cosas de las que disfrutas, pues!
Por extraño que parezca, sus labios se doblaron hacia arriba en las comisuras, como si Draulin estuviera sonriendo. Y antes, en Nalhalla, casi había parecido mostrar afecto por su familia. Quizá tuviera una opinión exagerada sobre su severidad.
Draulin hizo un repentino movimiento lateral con el brazo y dio a mi madre un puñetazo en la cara con su mano enguantada.
Me quedé mirando, incrédulo, cómo Shasta salía despedida de su asiento por el golpe. Rodó en el suelo pero se levantó apoyando una rodilla, con el pelo revuelto y las gafas torcidas. A grandes rasgos, para haber encajado el puñetazo de un Caballero de Cristalia, parecía bastante... no muerta.
—¡Por el sibilante Silverberg! —exclamó el abuelo, poniéndose en pie de un salto—. Draulin, eso ha estado fuera de lugar.
—Tranquilo —dijo Draulin, levantándose y trabando la mirada con mi madre—. Es evidente que lleva algún tipo de cristal protector. Necesitaba medir su capacidad de absorción de daño.
—¡Pero aun así...! —El abuelo pasó la mirada de Draulin a Shasta.
Mi madre se levantó con parsimonia y se enderezó las gafas.
—¿Y se supone que yo soy la «malvada»? ¿Y si no hubiera tenido un campo protector, caballero?
—En ese caso, estarías inconsciente —dijo Draulin—, y nosotros más seguros. —Apartó la mirada de Shasta y se acercó a Kaz en el cristalino panel de control para meter la mano debajo y sacar un pequeño dispositivo con una lucecita intermitente. Lo sostuvo en alto y se volvió hacia Shasta—: ¿Alguno de ustedes ha visto cómo lo colocaba?
Me quedé boquiabierto, mirando a mi madre.
—¿Cómo te las has ingeniado para ponerlo?
—Está claro que no he sido yo —respondió Shasta mientras se cruzaba de brazos—. Es un dispositivo rastreador bibliotecario, pero no es mío. No sé cómo ha llegado hasta ahí.
Deseé poder interpretar a Shasta. Lo dijo todo con el mismo tono desapasionado. Para ella, recibir un puñetazo en la cara parecía ser tan interesante como que se le posara una mosca en la rodilla.16
Draulin pulverizó el aparato cerrando el puño.
—Como de costumbre, los Smedry no tienen ni idea de en qué se están metiendo.
—Ah, no, sí que lo sabemos —dije yo—. Es solo que nos da igual.
Draulin me dedicó una mirada que podría haber carbonizado tostadas.
—Yo no he puesto ese rastreador —insistió Shasta, sentándose de nuevo—. Y Leavenworth, si quieres mi ayuda para esta misión tuya, tendrás que atar más en corto a tu perra guardiana. —Metió la mano en un bolsillo y sacó un fino disco de cristal que tenía una grieta en el centro. No sabía lo potente que era su campo protector, pero Draulin le había hecho bastante daño.
—Draulin —dijo el abuelo—, nada de dar puñetazos a cosas a no ser que tengas mi visto bueno.
Ella lo contempló con una ceja arqueada.
—Y nada de darles patadas, atacarlas con espadas o cualquier otra arma, propinarles cabezazos o derribarlas a la carga.
—Muy bien.
—Y nada de morderlas —añadió el abuelo.
La expresión de Draulin se abatió a ojos vistas.
—Cuidado con esa —dijo la caballero, señalando a Shasta—. En esta misión tenemos que ser mucho más cautos. Está en juego la seguridad de mi hija. Quiero tener la cura en mis manos, tan pronto como sea posible, para poder revivirla y que nos ayude.
—¿Que nos ayude? —pregunté—. ¿Te has traído a Bastille?
—Pues claro que sí —contestó Draulin—. Necesitaré que me ayude a encargarme de tres... —Miró a mi madre—. Bueno, técnicamente de cuatro Smedry. Bastille está abajo, en la enfermería.
—Maravilloso —dijo Shasta—. Así no tendrás a nadie más a quien culpar cuando tu hija muera junto a todos los demás en esta misión.
Draulin se puso de pie entre el repicar de su armadura.
—Ejem —dijo el abuelo—, Draulin, ¿por qué no vas a buscar más dispositivos de rastreo en el resto de la aeronave?
Draulin fulminó con la mirada a Shasta antes de volverse hacia el abuelo y hacer una inclinación.
—Sí, señor Smedry —respondió antes de dar media vuelta y salir de la cabina. Me sorprendió un poco que obedeciera, más que nada porque Bastille le habría dicho que podía meterse la orden por el bigote.
No quería estar más tiempo cerca de mi madre, de modo que me levanté para seguir a Draulin. No tenía ningún destino concreto en mente, pero mi abuelo levantó la voz para decir:
—Tu camarote está en la cubierta tres, Alcatraz. En teoría esto forma parte de tu flota, o formaba hasta que se lo regalé a Shasta, así que deberías tener un ropero bien surtido. Te recomiendo que te cambies. El albornoz no es una vestimenta adecuada a no ser que lleves también toalla.
Cruzar el interior de Pingüinator resultó una experiencia extraña, con la nave en posición horizontal. Para cambiar de «piso», Draulin y yo teníamos que meternos en el hueco de la escalera y seguir el camino por los laterales de los escalones. ¿Estarían todas las estancias construidas para poder andar tanto por el suelo como por la pared?
Pasamos junto a un ojo de buey y me quedé parado de sopetón. ¿Eran pingüinos aquello que surcaba el aire a nuestro lado? ¿Pingüinos reales, no hechos de cristal, y todos con grandes llamaradas saliéndoles de los traseros?
—¿Pingüinos? —pregunté, señalando.
—Pingüinos gigantes —dijo Draulin con tono distraído.
—¿De verdad pueden volar?
—Pues claro —confirmó Draulin—. ¿Por qué si no iban a tener forma de misil?
Negué con la cabeza. Cada vez que pensaba que ya entendía el mundo, algo parecido a aquello me caía encima como... bueno, como un pingüino gigante.17 Seguí con paso vivo y, aunque vi en un letrero en la pared que habíamos llegado a la cubierta tres, fui tras Draulin otras dos cubiertas más, hasta que la caballero entró en una sala de cristal.
Bastille estaba sujeta a una cama. Parecía que aquella estancia estaba diseñada para rotar cuando el pingüino despegara, lo que cuadraba con otras muestras de la tecnología de los Reinos Libres que había visto, así que no me sorprendió. Draulin empezó a registrar la habitación en busca de micrófonos o dispositivos de rastreo, mirando debajo de las mesas y los estantes de cristal.
Yo me acerqué a Bastille. Parecía tan... indefensa. Su madre le había puesto un sencillo pijama, como los que llevamos en las Tierras Silenciadas, y su espada estaba sujeta a la mesa a su lado. Su cabello plateado formaba un halo en torno a su cabeza, y tenía los ojos cerrados. En otra persona, le habrían dado un aspecto pacífico, pero al mirarla solo podía pensar en lo furiosa que se pondría.
«No está bien —pensé—. Bastille no debería estar impedida.»
¿Había algo más que pudiera hacer, aparte de buscar la cura? ¿Qué habría querido Bastille que hiciera, si pudiera hablar?
La verdad, creo que habría querido que atizara un puñetazo a cualquiera que dijera que estaba indefensa.
—No podía dejarla atrás —dijo Draulin, poniéndose a mi lado—. Estaban cayendo los misiles y sabía que su abuelo intentaría escabullirse. He cargado con Bastille, pero no daba tiempo de llegar a ningún refugio. Lo único que podía hacer era traerla, ya ve. Lo...
—No pasa nada —dije.
—He sido demasiado dura con ella —reconoció Draulin. Se había quitado un guantelete y acarició con ternura la mejilla de Bastille—. Deseaba con toda mi alma que siguiera los pasos de su padre, no los míos. La vida de un caballero es muy solitaria.
Casi pareció que se le humedecían los ojos. Era como ver llorar a una piedra. La observé, desconcertado.
«Así que esto es importarles de verdad a tus padres —pensé—. Qué cosas.»
—Qué indefensa está —dijo Draulin.
Le aticé un puñetazo.
—¿Señor Smedry? —me preguntó, mirándome mientras yo sacudía la mano. Pegar a gente que lleva armadura de malla con placas = mala jugada.
—Era de parte de ella —expliqué—, porque la cabrearía mucho... Estooo, verás, he pensado que lo que querría...
—Ah —dijo Draulin—. Claro. Tiene sentido.
La caballero retomó su búsqueda de dispositivos de rastreo y yo terminé llegando de vuelta a la cubierta tres, donde un letrero con mi nombre señalaba mis aposentos. Las paredes se oscurecían con solo tocarlas y dar la orden, así que, si quería, podía echarme una siesta... o cambiarme de ropa sin preocuparme de que se reflejara algo innombrable18 de cristal en cristal hasta la cabina.
Oscurecí las paredes y miré en el armario, donde había una buena selección de vestiduras. La mayoría de factura de los Reinos Libres: kimonos mokianos, túnicas nalhallianas y cosas por el estilo. Sin embargo, a un lado había ropa de las Tierras Silenciadas colgada en perchas. Había unas cuantas camisetas y hasta unos pantalones vaqueros, entre algunas vestiduras menos habituales. En los Reinos Libres tenían una idea rara de lo que se ponía la gente en las Tierras Silenciadas, porque sobre todo sabían de nosotros por las revistas de moda y las películas viejas que robaban.
Encontré una nota clavada con un alfiler a una camiseta.
He reunido ropajes de una amplia variedad, que resultarán útiles en una posible infiltración. Sin embargo, de verdad no me creo que en las Tierras Silenciadas lleven cosas tan insulsas como esta camisuelta. Os recomiendo que, en lugar de ella, os pongáis el disfraz de pollo que he colgado detrás de ella.
JANIE
¿De dónde había sacado el tiempo para aprovisionar el guardarropa? Negué con la cabeza y dejé la nota a un lado. Cogí una camiseta y los vaqueros y fui hacia la cama, que por suerte no era de cristal, para vestirme.
Pero me descubrí allí sentado sin más, con la ropa en la mano. A lo largo de todas mis aventuras, me había empeñado en seguir vestido como un habitante de las Tierras Silenciadas. Era familiar y cómodo, pero ya no iba del todo conmigo, ¿verdad?
Miré hacia el armario. ¿Debería ponerme una túnica, entonces?
«No eres uno de ellos, Alcatraz...»
Cómo odiaba que mi madre tuviera razón. Me quedé indeciso demasiado tiempo. Luego me llamó la atención algo que había en el armario,19 y no pude reprimir una sonrisa.
Al poco tiempo, me aproximaba a la cabina de Pingüinator cuando oí resonar por el pasillo una conversación entre mi abuelo y Kaz.
—No podemos llegar hasta Sing Sing —estaba diciendo Kaz—. No hay tiempo, y punto.
—Necesitamos a un experto, hijo —replicó el abuelo—. Yo no conozco las Tierras Silenciadas lo bastante bien, y el joven Alcatraz se crio en un pueblo pequeño. Te digo que nuestro equipo no está completo. Necesitamos a alguien más.
—Pero ¿Dif? —preguntó Kaz—. Ya sabes lo mal que me cae.
—Venga, no está tan mal.
—Es raro —dijo Kaz.
Llegué al umbral.
—Sí que tiene que ser un tipo particular —dije—, si es raro en comparación con nosotros.
Los dos se volvieron hacia mí. Mi madre seguía en su asiento, leyendo un libro que había sacado del bolsillo. Me echó una mirada al oírme y vi cómo se le abría la boca.
Me había puesto un esmoquin, completo con pajarita roja, a juego con el de mi abuelo. Era ridículo. Él llevaba esa ropa porque creía que servía para camuflarse en las Tierras Silenciadas, pero en realidad lo hacía destacar.
Para mí, esa ropa tenía un significado. Saqué unas lentes de oculantista con cristales rojizos y me las puse. Quizá no pudiera encajar en las Tierras Silenciadas ni con el típico habitante de los Reinos Libres, pero había un lugar en el que sí encajaba.
Era un Smedry.
14. Que te hagan estallar es más adecuado por la tarde, sin duda.
15. Aparte de... bueno, a comer ladrillos, a mirar mal a la gente al pasar y a ganar concursos de gruñidos.
16. Por mi parte, yo considero recibir un puñetazo en la cara tan molesto como que alguien te obligue a estar todo el rato leyendo notas a pie de página que no aportan nada a la narración.
17. ¡Dichosos pingüinos gigantes!
18. Mi culete.
19. No, no el disfraz de pollo. Seréis sádicos.