Capítulo

 

Shu Wei

 

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Ya no falta mucho.

No paro de devanarme los sesos buscando formas de ralentizar el relato. He cambiado de opinión. En vez de traerme ese bocadillo, quiero que vayáis a buscar una novela de fantasía épica de las gordas. O un diccionario. Me sirve cualquier tocho aburrido con muchas palabras que cueste una eternidad de leer.

¿Lo tenéis? Bien. Ahora atizadme en la cabeza con él. A lo mejor, si me provocáis una conmoción, me olvido de lo que viene dentro de unos pocos capítulos.

Avancé despacio por el pasadizo, acercándome cada vez más a aquellos sonidos espantosos. ¿Sería el fantasma del que habían hablado los Bibliotecarios? Sonaba demasiado estrepitoso para serlo, pero ¿qué sabía yo?

Otra oleada de rugidos furibundos inundó el túnel. Mis pasos, que ya eran lentos, se volvieron más y más reticentes. Aquí tenéis a vuestro auténtico «héroe», mis queridos lectores. Ese es mi auténtico yo. Mucho fanfarroneo, mucho hablar sin parar de ser un Smedry y embestir a las bravas, pero, cuando tenía que enfrentarme a un peligro real, estaba aterrorizado.

Soy un cobarde.

 

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Oí llegar unos pasos en la piedra por detrás y, agradeciendo cualquier excusa para apartar la mirada de la oscuridad que tenía enfrente, volví la cabeza. ¿Estarían llegándome refuerzos?

No, era solo Dif.

Correteó por el pasadizo hacia mí una silueta larguirucha y con capa, que solo pude identificar por su altura. Varios Bibliotecarios lo llamaban a voces, gritando: «¡Qué falta hará!» y «¡Deja que se coman primero a ese otro tío!». Pero, como buen Smedry, Dif no les hizo ningún caso y llegó hasta mí, sonriendo de oreja a oreja bajo la capucha.

—¡No iba a dejar que te divirtieras tú solo, primo! —exclamó—. ¿Por qué arrojar a un Smedry al abismo si se puede arrojar a dos?

De pronto, sentí una abrumadora sensación de alivio, y de afecto, por mi primo. Era un tipo muy excesivo, pero había venido conmigo cuando nadie más había estado dispuesto. Y, además, era de la familia. Yo ya tenía decidido que mi sitio era cualquier lugar en el que hubiera otro Smedry. Solo tenerlo cerca ya me dio fuerzas, me animó a volverme de nuevo hacia la oscuridad y afrontarla con paso firme.

—Dime, ¿qué crees que será? —preguntó Dif—. ¿Un supertejón enfurecido? ¿Draco-zombi-thulhu? ¿Luchadores profesionales viendo programas matinales en la tele? ¿Un nido de cocodrilos mutados a los que han alimentado con sangre Smedry, entrenados para liberarlos un día y que arranquen la piel de nuestros huesos y trituren nuestros cráneos a dentelladas?

Otro rugido hizo temblar las paredes.

—No me estás tranquilizando nada, Dif —murmuré.

—Lo siento.

Nos habíamos alejado lo suficiente de la entrada del túnel para perder de vista al grupo de Bibliotecarios que esperaban atrás. Pero antes de llegar a la fuente de los sonidos, el suelo terminó en un inmenso precipicio que cruzaba un largo puente de cuerda. No cabía duda de que los rugidos llegaban desde el otro lado.

—¿Por qué narices hay una fosa en medio del túnel? —pregunté.

—Ah, los Bibliotecarios siempre están construyendo cosas como esta —dijo Dif, subiendo al puente de cuerda—. Pozos sin fondo en el centro de las habitaciones, túneles y galerías que no dan a ninguna parte y tal. Creen que da un aire más malvado a todo.

Vi como empezaba a cruzar el puente, que tenía un leve vaivén por un viento suave que llegaba de alguna parte. Las paredes de los lados tenían relieves que representaban a Bibliotecarios arrodillados ante una figura que solo pude suponer que sería Biblioden. El techo también estaba abierto, igual que el suelo, y las paredes se perdían en la penumbra. ¿Allí arriba no debería haber estado la superficie? ¿Washington, D.C.? No vi ni un atisbo de luz del sol.

Subí muy poco a poco al puente. ¿Por qué no había añadido a mi lista «Morir por caer de un puente de cuerda a un precipicio sin fondo»?

 

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¿No sería un final adecuado? Tanto trabajo, tantos libros, solo para al final resbalarme, caer y morir.

Fin.

Aunque habría sido una broma buenísima que gastaros, no fue lo que ocurrió.63

Aparté a un lado mi cobardía y, con mucho cuidado, seguí a Dif por el puente que se balanceaba. Entreoí una especie de «zuf-zuf-zuf» que llegaba de abajo. Costaba distinguirlo entre tanto rugido, pero se hizo nítido después de reparar en él.

Me detuve en el puente y miré hacia las profundidades. Aunque la única luz procedía de aquellas diminutas lámparas de aceite en las paredes, me pareció captar el tenue destello de algo que giraba muy al fondo. Allí el viento era más fuerte; había algo empujando el aire hacia abajo.

—¿Ventiladores? —pregunté, mirando a Dif.

—Será su sistema de ventilación —dijo, haciendo un gesto teatral con la mano—. ¡Esto es un archivo! Los túneles necesitarán unos ventiladores bien potentes para llevar aire seco a las salas y que las cosas no cojan moho.

Asentí con la cabeza, pensando en lo enorme que debía de haber sido la empresa de construir aquel lugar. El hueco abierto que teníamos encima era una entrada de aire, y los ventiladores de abajo hacían pasar el aire al sistema de ventilación.

Dif retrocedió unos pasos para quedarse a mi lado sobre el puente. Se asomó —demasiado, en mi opinión— para mirar al fondo de la fosa.

«Madre mía —pensé—, a Bastille no le gustaría nada este sitio.» Tiene una cosilla con las alturas. Y, cuando digo «cosilla», me refiero a «pavor increíble y espeluznante». Creo que es porque aún no ha descubierto la forma de apuñalar a las alturas.

Otro rugido pareció sacudir el puente entero.

—Bueno, y ¿cómo vamos a ocuparnos de lo que sea que hay delante? —preguntó Dif.

—Aún llevo esta espada —dije, levantando el trasto.

—¿La has usado alguna vez?

—Qué va.

—Perfecto. Mucho más dramático. —Dif puso una auténtica sonrisa Smedry y se inclinó más sobre el vacío—. ¡Hala! Mira esas tallas de la pared.

Si Dif creía que la espada era buena idea, lo más probable era que fuese una idea terrible. De modo que hurgué en el bolsillo de mi túnica y saqué unas lentes. Eran mis lentes de buscaverdades, las que había dejado atrás Alcatraz I para que yo pudiera distinguir las mentiras de las verdades.

—Tendré que usar lentes contra el monstruo, sea cual sea.

Y después de eso, las usaría sobre mi padre. Con mis lentes de buscaverdades, podría conocer a ciencia cierta sus intenciones.

—¡Guau! —exclamó Dif, corriendo en la otra dirección para señalar la pared opuesta—. ¡Por allí hay más murales!

Y, al pasar, me dio un golpe involuntario en la mano.

Las lentes de buscaverdades se me escaparon de entre los dedos.

Di un grito y caí de rodillas sobre el puente inestable. Intenté alcanzar mis lentes, pero rebotaron en un listón de madera y cayeron del puente. Las vi rodar en el aire, precipitándose como una gota de lluvia solitaria hacia abajo, abajo, abajo en la negrura.

Oí un tenue crujido cuando dieron contra las enormes aspas del ventilador.

Me quedé arrodillado, con los ojos como platos, presa de una apabullante sensación de pérdida. ¡No, esas lentes no! Eran... eran...

—¡Oh! —dijo Dif—. ¡Cuánto lo siento! —Se arrodilló junto a mí y escrutó la oscuridad de abajo—. Podemos recuperarlas, primo. Cortemos las cuerdas del puente y caigamos agarrados a los listones de madera. No, no es lo bastante largo. Usemos las cuerdas del puente para descender... hasta unas aspas mortíferas en rotación que probablemente hayan destruido ya las lentes de todas formas...

Se le cayó el alma a los pies.64

Me quedé un rato buscando las lentes con la mirada, pero sabía que ya no podíamos hacer nada. Más adelante, cuando hubiéramos terminado lo que veníamos a hacer, podría intentar descender para recuperar las esquirlas y que mi abuelo pudiera volver a forjar las lentes.

—De verdad que lo siento muchísimo —dijo Dif—. Esto... esto no ha sido nada propio de un Smedry, ¿verdad? O sea, sí que ha sido espontáneo, pero... —Torció el gesto.

Al instante, me enfurecí con él. Hasta lo odié. Luego pensé en todas las cosas que yo había roto en mi vida, en todos los errores que había cometido. Con gran esfuerzo, me tragué la irritación, me puse de pie y le tendí la mano para ayudarlo a levantarse.

—No pasa nada —dije—. Todos la fastidiamos alguna vez.

Se le iluminó la expresión y asintió con entusiasmo. Era una persona ferviente. También era un payaso, pero en fin, él no había sido el que avisó por accidente al mundo entero de que planeaba colarse en la Sumoteca.

—Vamos —dije, echándome la espada al hombro y dando zancadas por el puente—. Ya me he hartado de preguntarme qué clase de monstruo letal espera para devorarnos.

Al llegar al otro lado, me alivió pisar suelo firme otra vez. Había un túnel más amplio y con salas a ambos lados, y al mirar en una vi estantes y más estantes repletos de libros. Al parecer, las casetas de la cámara central albergaban sobre todo objetos como latas de refresco y placas de matrícula, mientras las cámaras más profundas, como aquellas, contenían los libros de verdad.

Los sonidos habían pasado a sonar muy próximos. Avancé poco a poco, con la espalda contra la pared, hacia una puerta que había a mi izquierda. Ajá. De ahí salía el ruido.

Miré a Dif y los dos respiramos hondo. Nos abalanzamos al interior de la habitación, yo espada en mano, él con los puños alzados, como dispuesto a dar una soberana tunda al draco-zombi-thulhu, fuera lo que fuese.

Pero lo que teníamos delante era un enorme tyrannosaurus rex con sangre goteándole de los dientes.

—Ah —dije, relajándome al instante—, menos mal.

63. No es que tenga gran cosa que decir aquí. Solo me ha parecido que necesitaba una nota al pie. Así que, estooo... ¿Qué tal la familia?

64. Aquí no voy a hacer ningún chiste. Sería demasiado evidente. Hay que ser taimado con ellos.