Capítulo
16
Sí, en el capítulo anterior he mencionado a Bastille.76
Eso debería reduciros un poco la tensión para lo que queda de libro. A fin de cuentas, si me está hablando en el futuro donde escribo estas novelas, está claro que tiene que curarse, ¿verdad?
Sí. Bastille está recuperada.
No es ella quien muere en este libro.
Regresé al puente de cuerda cargando con una espada manchada con la sangre de Douglas. (Porque, en efecto, no exageraba: la mordedura de labio en un T. rex puede ser alucinante en flujo hemorrágico.) Dif me alcanzó y empezamos a cruzar el precipicio en silencio.
Había Bibliotecarios agrupados en torno al final del puente. Habían ido acercándose muy poco a poco, con la oculantista oscura en ultimísimo lugar, para ver qué pasaba. Me detuve en el centro del puente y sostuve en alto la espada ensangrentada, provocando un murmullo generalizado en el grupo de Bibliotecarios.
Muy por debajo, el ventilador hacía «zuf-zuf-zuf».
Entonces hizo «zufzufzufzuf».
Y por último hizo algo parecido a: «¡ZUFZUFZUFZUFZUF VAYA TELA AHORA SÍ QUE VAMOS A TODA CAÑA COLEGA!»
Por algún motivo, el ventilador había escogido ese preciso momento para poner la directa. Era una toma de aire para el sistema de ventilación, lo que representaba que hacía entrar el aire y lo empujaba por toda la Sumoteca. Lo que significaba que de pronto me vi en pleno vórtice de viento, que soplaba desde arriba e intentaba arrancarme del puente y arrojarme contra las aspas.
Grité, asustado, y solté la espada para agarrarme fuerte a los dos lados del puente. Dif me imitó, mirándome con expresión sorprendida.
Un momento. Podía verle la expresión. El viento le había quitado la capucha. Y por tanto... sí, la mía también.
Miré hacia los Bibliotecarios. Ellos me devolvieron la mirada.
Entonces la oculantista oscura dio un chillido de terror y salió por piernas hacia la boca del túnel. Los demás Bibliotecarios la siguieron, dejando atrás una figura solitaria que puso los brazos en jarras.
Dif y yo nos valimos de pies y manos para cruzar el puente, que tenía un balanceo muy peligroso. Por suerte logramos llegar, aunque, tal y como pisamos roca, el puente dio unos violentos bandazos que terminaron por destrozarlo.
Tragué saliva mientras veía cómo el remolino absorbía los listones de madera. Miré a Dif, que parecía patidifuso.77 Estaba claro que ese ventilador tenía una avería de las gordas.
Fuera del túnel de viento que había justo encima del ventilador, el aire ya no tiraba tanto. Aun así, cruzamos el pasadizo para alejarnos del ruido.
—¿Sabes? —dijo mi madre, mirando en la dirección por la que habían huido los Bibliotecarios—. Eso ha sido de lo más injusto.
—¿Eh?
—¿Por qué tú sí que les das miedo? —preguntó, cruzando los brazos y dando golpecitos con el pie en el suelo—. ¿Sabes lo mucho que me he esforzado en granjearme una reputación temible? ¿Y yo les doy igual pero salen corriendo al ver a un adolescente con el pelo mal cortado? Qué incordio.
—Eres una madre espantosa. Te das cuenta, ¿verdad?
—Ya te hornearé galletas o lo que sea para compensártelo —dijo Shasta. Vaciló un momento—. Es una cosa que hacen las madres, ¿verdad?
—¿No lo sabes?
—No tuve tiempo de estudiar para el puesto —dijo Shasta—. De verdad, lo normal sería darnos un manual78 de instrucciones o algo.
Bueno, el caso es que el plan no había funcionado. No solo había perdido mi espada ensangrentada, con lo que molaba, sino que los Bibliotecarios habían huido.
—Y ahora, ¿qué? —pregunté mientras nos deteníamos en el túnel.
—¿Eh? —dijo Shasta.
—Esa oculantista oscura iba a llevarnos a los textos en el idioma olvidado.
—¿Por qué habría querido hacerlo? —preguntó Dif.
—Creía que yo estaba al servicio del Escriba —expliqué—. Le he dicho que me enviaba él.
Dif dio un respingo.
—¿Qué?
—Sí —dije—. La oculantista quería comprobar si era tan poderoso como decía, así que me ha enviado a matar al monstruo.
—Dinosaurios —dijo Shasta con desdén—. No puedo creer que nadie se haya dado cuenta. ¿Es que nadie de aquí ha oído a un tiranosaurio teniendo una rabieta?
Porras. Esperaba que creyera que había hecho algo increíble.
—Bueno, la oculantista oscura ya no está, así que no puede llevarnos al archivo del idioma olvidado. Tendremos que empezar de cero.
—Sí —dijo Shasta—. Podríamos hacer eso. O podríamos usar esto.
Nos enseñó un aparato pequeño, parecido a un teléfono móvil.
—¿Eso es...?
—¿El autentificador de la oculantista oscura? —dijo Shasta—. Sí.
—Así que se lo...
—Se lo he birlado —dijo Shasta—. ¿Qué pasa? ¿Creías que iba a quedarme aquí perdiendo el tiempo y componiendo una balada épica, o algo así? Gracias por la distracción, por cierto.
—Perfecto. ¡Encendámoslo!
Mi madre se lo guardó en el bolsillo.
—¡Espera! ¿Qué haces?
—Vamos a repasar un poco esas normas —dijo, mirándome a los ojos.
—No son negociables.
—¿Ah, no? Lástima. —Empezó a alejarse.
La agarré por el brazo.
—Enciende ese cacharro.
—¿O qué, Alcatraz? ¿Estás dispuesto a hacerme daño para conseguir lo que quieres? ¿Crees que de verdad podrías lograrlo si decidieras intentarlo?
Miré a Dif, que se encogió de hombros, como diciendo: «Ya te he recomendado que nos escabulléramos los dos solos.»
Devolví la mirada a mi madre, apretando los dientes.
—¿Qué quieres?
—Cuando encontremos a tu padre —dijo—, tendrás ocasión de hablar con él. Podrás intentar que entre en razón. Pero si no te hace caso, yo me encargaré de él. De cualquier forma necesaria.
—No. No podemos...
—¿Qué te crees que hemos venido a hacer aquí, niño? —me espetó—. ¿A qué estamos jugando? ¿Llevas tanto tiempo con ese necio de tu abuelo que has perdido la capacidad de ver el mundo como tiene que ser?
Retrocedí un paso, sorprendido por el arrebato.
—¡Hemos venido a detenerlo! —gritó—. ¡A eso hemos venido! Aunque nos desgarre por dentro, vamos a detenerlo. ¿LO HAS COMPRENDIDO?
—Yo...
¿Lo había comprendido?
¿Para qué otra cosa estábamos allí? ¿Qué pasos estaba dispuesto de verdad a dar?
—Siempre que yo pueda hablar con él primero —dije a regañadientes—. No tomarás ninguna... medida hasta que yo termine y te dé el visto bueno.
—Bien —dijo mi madre—. Pero solo cedo porque espero, aunque no debería, que te escuche a ti cuando nunca quiso escucharme a mí.
Mi madre pulsó algo en el autentificador e hizo que liberara un haz de luces que compusieron un conjunto tridimensional de cuadrículas de color rojo brillante en el aire. Representaban todos los pasadizos, archivos y cámaras de la Sumoteca. Proyectado así, el lugar se parecía mucho a un hormiguero, con infinitos túneles y escondrijos.
Localicé nuestro punto de entrada, cercano al centro de la cámara principal y fácil de reconocer por la torre alta y estrecha, coronada por un altar.79
Desde allí, seguí nuestro recorrido en el mapa hasta localizar la cámara del ventilador. Había varias indicadas en el mapa; ¿estarían soplando todos los ventiladores con tanta potencia? Incluso a la distancia que guardábamos, la corriente de aire se notaba fuerte. Aquel lugar era gigantesco. Entrecerré los ojos, leyendo etiqueta tras etiqueta en el aire. ¿Cuánto tiempo seguiría siendo seguro quedarnos allí de pie? ¿Y si...?
—Ahí está —dijo Dif, señalando una etiqueta—. Textos en idioma olvidado. Autentificador de nivel malva requerido.
—¿Y... cuál tenemos nosotros? —pregunté.
—Gutagamba —dijo mi madre.
—¿Que es...?
—Suficiente para que entremos —respondió ella.
Asentí con la cabeza, aliviado, y memoricé el camino entre nuestra posición y el archivo. Tendríamos que regresar a la cámara principal y coger una rama distinta de pasadizos. Estaba prácticamente encima de otro túnel de viento.
—Vamos —dijo mi madre, haciendo ademán de apagar el autentificador.
La detuve, levanté la mano y volví a trazar el recorrido. Me había fijado en otra cosa de ese mapa. Nos quedaba casi de camino...
De pronto el autentificador refulgió y la imagen proyectada ganó mucho brillo. Retrocedí. ¿Lo había provocado yo, de algún modo? ¡Pero si ni siquiera lo había tocado!
Mi madre desactivó el aparato, con gesto irritado.
—Está caliente —protestó mientras se lo guardaba en el bolsillo—. ¿Qué le has hecho?
—¡Nada! —dije. Pero no había tiempo para argumentar mi inocencia, porque tenía un plan. Muy parecido al plan anterior.
Pero con un desvío rápido.
Eché a correr. Shasta rezongó y me siguió, seguida a su vez por Dif. Salimos a la caverna principal, con sus amplios puentes de piedra y sus centenares de casetas-archivo. Un gran agujero en el techo dejaba entrar la luz en una columna dorada, cerca del centro.
En la lejanía resonaban los disparos: el equipo de Himalaya seguía luchando, menos mal.
Giramos a la derecha. Los Bibliotecarios de la caverna principal corrían como pollos sin cabeza, dando gritos. Algo los había hecho montar en pánico, por lo visto. La mayoría habían contemplado la explosión del techo y la consecuente invasión con nada más que un interés pasajero. ¿Por qué estaban tan preocupados de repente?
Bueno, así por lo menos no daba la nota si avanzaba al trote. Quizá nos haría parecer atareados y nadie volvería a reclutarnos para un equipo masacramonstruos.80
Mi madre me alcanzó mientras trotábamos.
—¿Qué está pasando?
—No tengo ni idea. —Busqué en el bolsillo de mi túnica y saqué el teléfono.
Se me hacía raro usar una cosa tan ordinaria, pero era lo que había. Solo tenía tres números guardados en la memoria. Llamé al más reciente. Sonó varias veces antes de que respondiera Himalaya.
—¿Sí? —dijo entre resuellos.
—¿Habéis hecho alguna cosa? —le pregunté.
—¿Aparte de tener que retirarnos al segundo piso de nuestro edificio? —dijo ella. Oí disparos por la línea—. Esto no va bien, Alcatraz. Tardarán poco en arrollarnos.
—Entendido —respondí—. Tendríais que salir de ahí. No creo que nos hagáis falta ya como distracción.
—Ya —dijo Himalaya—. Hablando del tema...
Me estremecí.
—Han soltado un equipo bibliotecario en el techo del edificio donde estamos refugiados —siguió diciendo Himalaya—. Y han apostado francotiradores en el de al lado. No hay forma de que podamos volver a la superficie usando los ganchos. Esperaba que tuvieras algún tipo de plan para sacarnos. Aquí estamos acorralados.
¡Cristales rayados!
—Pero esa distracción del viento nos ha venido muy bien —añadió Himalaya.
—¿El viento? —pregunté.
—Sí —dijo ella—. El sistema de ventilación está soltando aire en el archivo a una potencia endiablada, tanto que hasta ha volcado unas estanterías cerca del conducto de nuestro edificio. Está desperdigando montones de información cuidadosamente catalogada de una forma por completo aleatoria, descuidada y desorganizada...
Casi pude oír cómo se crispaba a través de la línea telefónica.
—No hace falta que lo reorganices todo ahora mismo, Himalaya —dije, mientras nos cruzábamos con unos Bibliotecarios que se dirigían ansiosos hacia un archivo en cuyo interior se vería un minirremolino haciendo girar papeles en el aire. Bueno, al menos ya sabía por qué se habían vuelto tan locos.
—Lo sé, lo sé —repuso—. ¡Pero es que no sabes lo desordenado que está! A lo que iba: está distrayendo a mi gente, pero no menos que a los Bibliotecarios de fuera. Si estamos vivos, es solo porque no dejan de marcharse grupos de enemigos para ayudar a recoger un archivo u otro.
—Algo es algo.
—Alcatraz —dijo Himalaya en voz más baja—. Hay otra cosa. He tocado un trozo de cristal de protector que tenemos. Lo hemos traído para escudarnos, pero se le ha acabado la arena brillante enseguida. Alcatraz... cuando lo he tocado... ha empezado a brillar.
Me quedé helado.
—Tú no eres oculantista.
—No, nunca lo he sido. Ni Folsom tampoco. Pero él también puede hacer brillar el cristal. ¿Qué significa?
Significaba que no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Al parecer, no éramos solo el abuelo y yo quienes hacíamos que el cristal actuara raro. El efecto se multiplicaba con nosotros, pero si también les estaba pasando a Himalaya y a Folsom...
—Alcatraz, por favor —me dijo ella—. Tengo que volver al combate, pero si puedes hacer algo para ayudarnos a salir, te lo agradeceríamos mucho.
Más gente que dependía de mí. Noté un nudo al fondo del estómago mientras Himalaya colgaba. Habían acudido la Guardia Aérea de los Reinos Libres, la resistencia bibliotecaria y hasta Charles y sus amigos, todos porque habían creído en mi discurso. Yo era el rostro visible de aquella rebelión, por improvisada que fuese.
¿Y cómo diantres iba a salvarlos? La mayoría de los días, apenas creía poder salvarme a mí mismo.
Llegamos al túnel que nos llevaría a los archivos del idioma olvidado y nos internamos en él. De nuevo, nuestra única luz pasó a ser la de las lámparas con forma de calavera que había en las paredes. El pasillo daba una sensación callada, casi solemne, comparada con la confusión de fuera.
—El Escriba —dije, devolviendo el móvil al bolsillo y mirando hacia mi madre—. Esa oculantista oscura me ha confirmado que hay alguien usando ese nombre. ¿Sabes qué aspecto tiene? A lo mejor, podríamos confirmar si es Biblioden que ha regresado o solo alguien que se ha puesto el título.
—Complicado —respondió mi madre—. Ni siquiera tenemos retratos suyos, o al menos no que enseñen los jefazos bibliotecarios. Pero... Alcatraz, dudo mucho de que cualquier otro Bibliotecario se asignara ese título. Tenemos que aceptar la posibilidad de que Biblioden haya encontrado la forma de volver a la vida. O eso, o que no llegó a morir de verdad en un principio.
Me gustaría hacer una pausa aquí para soltar algo ingenioso.
Me gustaría, pero no puedo porque, la verdad, ahora mismo no me siento nada ingenioso. Así que lo que haré es rellenar con la llamada de apareamiento del perezoso marino lanudo:
«Venga, te invito a una pizza.»
Ah, qué animales tan majestuosos.
Llegamos a una intersección en el túnel. El viento soplaba más fuerte desde el ramal izquierdo, que era hacia el que giró mi madre. La dirección en la que estaba el archivo que buscábamos.
Sin embargo, yo giré a la derecha.
—¿Alcatraz? —llamó mi madre, deteniéndose aún en la intersección, aunque Dif me había seguido de inmediato. Al cabo de un tiempo, oí sus pasos corriendo hacia mí pasillo abajo.
Por lo que recordaba del mapa, solo tenía que contar cuatro salas de aquel pasadizo para llegar donde quería. Al hacerlo, me decepcionó encontrar una puerta de acero con el cerrojo echado, bloqueando el paso. Por suerte, cuando mi madre se acercó, al lado de la puerta una luz se puso en verde. El autentificador tenía la categoría suficiente para permitirnos la entrada.
—¿Qué es esto? —preguntó Dif.
—¿Laboratorio químico y almacén médico? —dijo mi madre, leyendo las palabras talladas sobre la entrada en un idioma críptico que no logré descifrar—. ¿Para qué vienes aquí?
Puse la mano en la puerta y respondí:
—Porque tengo a una amiga en un coma inducido por Bibliotecarios, y este es exactamente el tipo de sitio donde guardarían la cura.
76. Ha sido en una nota a pie de página. Así que, si no las estáis leyendo, os la habréis perdido. Igual que os estáis perdiendo esta ahora mismo, por lo que puedo decir de vosotros lo que quiera, ya que no lo vais a ver. Pero entonces, ¿qué gracia tiene?
77. Palabra, por cierto, un poco estúpida. Porque, a ver, ¿es que hay algo que sea patinítido? Suena a rollo matemático.
78. ¡Saludad!
79. Sí, he dicho altar. ¿Qué os creíais que era esa pila de libros que había en la cima? Sí, un altar. Hecho de enciclopedias viejas. No estoy de broma. Escribir este párrafo me ha costado un esfuerzo sorprendente, así que voy a descansar un momento y comerme un palito de pescado para quitarme el mal sabor de boca.
80. Nunca había creído que lo vería como algo malo.