Capítulo
Norton
No sé por qué sigo escribiendo estas introducciones para los capítulos. Dedico mucho tiempo de estas historias a no escribir las historias en sí. Seguro que es por algo. Por algo que no quiero reconocer.
Estas introducciones son otra forma de retrasarme, de posponer el momento en que tendré que escribir lo inevitable. Todo el tiempo que dedique a hablar de rocambolescos conejitos y bazucas es tiempo en el que no tengo que avanzar hacia el final.
No quiero llegar allí. A pesar de que afirmo escribir estas autobiografías para poner los puntos sobre las íes, en realidad no quiero hacerlo. En el fondo, preferiría considerarme un héroe.
Por supuesto, supongo que soy demasiado cobarde para incluir estos últimos párrafos en el libro.
Respiré hondo, me acerqué a la celda improvisada y eché un vistazo por la pared destrozada. Mi madre, Shasta Smedry, estaba dentro, sentada en un taburete y leyendo un libro. Llevaba una falda a cuadros y un chaleco ceñido sobre una blusa blanca, típica ropa de Bibliotecaria, y su cabello rubio estaba recogido en un moño. Tenía puestas unas gafas de montura de carey y no parecía preocuparla lo más mínimo que un misil acabara de partir aquella estancia en dos.
—Ah, aquí estás —dijo al verme—. Ya era hora. Espero que no estés adoptando algunas de las inclinaciones de tu abuelo, Alcatraz.
—¿Qué haces aquí sentada? —pregunté.
—¿Dónde querías que fuese?
—Podrías haber escapado.
—No quiero escapar. En estos momentos, eres mi mejor forma de llegar hasta Attica antes de que haga alguna estupidez.
Se levantó y tiró el libro a un lado, un acto desalmado en una Bibliotecaria. Pero, en fin, no era más que una novela de fantasía, así que tampoco pasaba nada grave.
Mirarla era como encajar un puñetazo en la boca del estómago. Yo aún la veía como la señora Fletcher, la trabajadora social que se había ocupado de mí cuando era niño. Había estado conmigo casi toda mi vida, y en ese tiempo no había dejado pasar ni una oportunidad de regañarme, criticarme y socavar todos mis éxitos.
Me había pasado la vida entera sintiéndome abandonado, solo y despreciable... y durante todo ese tiempo, mi madre había estado conmigo, sin decirme nunca quién era, sin ofrecerme ni un momento de consuelo. Todo podría haber sido muy distinto si esa mujer hubiera estado dispuesta a mostrarme un ápice de amabilidad.
—Ah, y el hermano —dijo Shasta, mirando de soslayo a Kaz—. Espero que no tengas pensado llevarlo contigo, Alcatraz. Teníamos que ser solo nosotros tres. Tú, Leavenworth y yo.
—Y cualquier otra persona que apruebes.
—Pues no apruebo a Kazan.
—Muy bien —dije, fijando la mirada en mi madre—. Kaz, dile al abuelo que apague el pingüino. No vamos a ninguna parte.
Shasta me sostuvo la mirada, cruzada de brazos.
—Has cambiado —dijo al cabo de un poco—. Eres más duro. Eso lo aplaudo. De acuerdo, Kazan puede acompañarnos. Vámonos.
Estuviera en la situación que estuviese mi madre, siempre aparentaba ser capaz de controlarla. Incluso hacía que la cárcel pareciera una opción deliberada. Aunque... quizá tuviera sentido. Si lo pensáis, en la cárcel hay comida gratis, tienes una habitación para ti solo (siempre que insistas en procurártela) y estás con un puñado de personas que piensan más o menos como tú y de las que puedes hacerte amigo. Y por si fuera poco, todos los delincuentes chungos de verdad son demasiado hábiles como para dejarse atrapar, así que dentro de la cárcel estás a salvo de ellos.
Claro que, si habéis estado haciendo todo lo que os digo que hagáis en estos libros, lo más probable es que ya estéis en la cárcel.
Para seros sincero, lo raro es que yo mismo no haya pasado casi todos estos libros encerrado.13
Seguidos por mi madre, Kaz y yo regresamos al aeródromo. Seguían cayendo misiles, y de hecho uno estalló muy por encima de nuestras cabezas, dejándome confuso. ¿Otro fallo técnico? Pues no, porque este dejó caer pequeños paracaídas que sostenían unas maquinitas parecidas a arañas pero del tamaño de pelotas de baloncesto. Las arañas aterrizaron y se pusieron a destrozar edificios, atacándolos con rayos láser que disparaban con las patas delanteras. Los Bibliotecarios sabían que se evacuaría a todo el mundo. Planeaban arrasar la ciudad con robots mientras la gente estaba escondida.
—De esto formas parte —espeté a mi madre—. Esto es lo que apoyas.
—No seas pelmazo, Alcatraz. Yo no apoyo todo lo que hacen los Bibliotecarios, igual que tú no apoyas todo lo que hacen los Reinos Libres y sus monarcas.
Nos detuvimos junto a una cabaña destrozada cuando Kaz nos indicó por señas que esperáramos. Mi tío asomó la cabeza y vio pasar correteando a un grupo de arañas robot.
—¿Ah, sí? —susurré a mi madre mientras aguardábamos—. Vas vestida como una Bibliotecaria y hablas como ellos. Trabajas con ellos y no los criticas nunca. Eres una de ellos. Y esto que está pasando también es responsabilidad tuya.
—¿Y crees que podría abandonar las Tierras Silenciadas y punto? ¿Unirme a los Reinos Libres?
—Es lo que he hecho yo.
—Ah, ¿conque ahora eres de los Reinos Libres? —preguntó mi madre—. ¿Piensas igual que ellos? ¿Te comportas como ellos? ¿Acaso no echas de menos cosas como las hamburguesas y los pantalones vaqueros?
—Eh...
—No eres uno de ellos, Alcatraz. Unos meses de jueguecitos irresponsables con tu abuelo no pueden borrar una década y media de vida en las Tierras Silenciadas. Eres...
No podía hablar con ella. Me moví en el mismo instante en que Kaz nos hizo una señal con la cabeza y me adelanté a los dos, furioso. Imagino que las palabras de mi madre no me habrían hecho tanto daño si no tuvieran una brizna de verdad.
Incluso en aquellos momentos, no sabía cuál era mi lugar. Me sentía como un forastero en los Reinos Libres: pocas veces entendía lo que estaba pasando o por qué la gente hacía las cosas que hacía. Y, sin embargo, desde luego no echaba tan de menos las Tierras Silenciadas como quería afirmar mi madre. Las hamburguesas y los vaqueros estaban muy bien, y tal, pero ya nunca habría podido vivir allí en paz, sabiendo lo que había pasado a saber del mundo.
¿Estaba destinado a pasar lo que me quedaba de vida sin un hogar de verdad? ¿Había cambiado todo desde los días en que pasaba de familia en familia, como una flatulencia en una sala atestada de gente?
Odiaba que mi madre pudiera afectarme tanto. Odiaba que pudiera estar equivocada pero, aun así, tener la pizquita de razón suficiente para meterse en mi cabeza. También odiaba los espárragos, pero eso ahora no es demasiado relevante, así que no estoy muy seguro de por qué he sacado el tema.
Iba tan deprisa que no reparé en el grupo de trastos-araña que se estaba reuniendo por delante, haciéndose chasquidos entre ellos y gesticulando hacia nuestro grupito. Kaz dio una voz de aviso y desenfundó una pistola. Ya casi habíamos regresado al aeródromo; estábamos en el lugar donde el primer misil había caído pero no explotado.
—Encantador —dijo mi madre, poniéndose a mi lado y contemplando el puñado de robots—. Has cogido una rabieta y nos has traído derechos a esto. Sigues siendo un niño, Alcatraz. No lo olvides solo porque los nalhallianos estén dispuestos a enviar a chicos de trece años a zonas de guerra.
—Es mejor que intentar aplastar sus espíritus —repliqué— dejando que crean ser huérfanos. Sin revelarles nunca quién eres.
—Ah, ¿y tu padre lo hizo mejor? ¿O tu abuelo? Por lo menos, yo estaba pendiente de ti.
—Porque querías las Arenas de Rashid —contesté—, no porque yo te importara. Eres...
—Soy tu madre —interrumpió Shasta—. No me hables en ese tono.
—Estooo, ¿chicos? —dijo Kaz—. ¡Ejército letal de robots! ¿Chicos?
—Tú no eres mi madre —dije—. No eres más que la mujer que me dio a luz... ¡y me sorprende que no buscaras una sustituta para ese empeño! ¡Pareces bastante satisfecha de evitar todo el otro trabajo duro que implica criar a un hijo!
Shasta se cruzó de brazos.
—Y en cuanto a lo de ser joven —añadí, arrodillándome—, sí, soy consciente. Pero eso no significa que no haya aprendido unas cuantas cosas.
Apreté la mano contra el misil sin explotar que había en el suelo a nuestro lado y le envié una descarga de energía oculantista.
El cohete cobró vida y dio un fogonazo blanco al escupir un chorro de llamas por detrás. Salió disparado, se empotró contra la manada de robots que se acercaban y entonces explotó. Estaba lo bastante lejos para no hacernos daño a nosotros, pero los robots no tuvieron tanta suerte. Seguro que algunos trocitos llegaron volando hasta Mongolia.
Parpadeé, estupefacto. No había esperado que el trasto estallara: solo pretendía que cruzara entre los robots y nos abriera el paso. Entonces... ¿al final resulta que no estaba defectuoso? ¿Y yo me había arrodillado y lo había tocado?
Mi madre no se encogió ni un poco cuando cayeron trozos de robot a nuestro alrededor, y tampoco parecía nada impresionada por mi increíble habilidad destruyerrobots.
—Qué horror, eres igualito que tu padre —me dijo.
—¿Así que ahora soy como los habitantes de los Reinos Libres? —repuse, sobresaltado.
—Qué chorrada —dijo Shasta, alejándose a zancadas—. Tu padre tampoco encajó nunca aquí. Nunca encajó en ningún lado. Eso forma parte de lo que me gusta de él.
Inquieto, seguí a mi madre y a Kaz hasta llegar al aeródromo, que había acumulado unos cuantos agujeros humeantes en nuestra ausencia. El gigantesco pingüino de cristal se alzaba entre ellos como la última bandera que ondea en un campo de batalla, solo que con una pinta mucho más ridícula.
El torso de mi abuelo asomó por un ojo de buey que estaba más o menos donde habría estado el ombligo del pingüino, si hubiera sido un mamífero de cristal en vez de un ave de cristal.
—¡Por la colisionante Kowal! —bramó—. ¿Por qué habéis tardado tanto? ¡Subid, subid! ¡Ah, y por cierto, Shasta, te regalo este pingüino!
—¿Me lo regalas? —le gritó ella mientras llegábamos a la base del vehículo—. ¿Se puede saber por qué ibas a hacer algo así?
—¡Porque he prometido a mi nieto que robaríamos una nave para escapar! —vociferó el abuelo—. Y va a ser un poco difícil si el condenado trasto nos pertenece. Así que ahora es tuyo. Y por cierto, vamos a robarlo. ¡Venga, venga! —nos animó, mientras se retiraba al interior del pingüino.
Kaz nos llevó por una escalera que se adentraba en la base del pingüino. El interior del vehículo consistía en muchos escalones y pequeñas habitaciones a ambos lados. Habría estado de maravilla que tuviera ascensor, pero los habitantes de los Reinos Libres tienen la extraña idea de que las escaleras son más avanzadas que algo como un ascensor. No me pidáis que vuelva a explicarlo, porque en realidad no tiene mucho sentido.
Tras mucho subir, llegamos a la cabeza del pingüino, cuyos ojos hacían de parabrisas para que pudiéramos mirar hacia fuera.
—¡Bienvenidos a Pingüinator! —dijo el abuelo desde una butaca que había junto a un ojo de buey.
—¿Pingüinator? —repitió Shasta sin la menor entonación.
—¡Lo he bautizado yo! —exclamó el abuelo.
—Nunca lo habría adivinado.
Shasta se sentó en otra butaca y Kaz ocupó el asiento más cercano a los ojos-parabrisas. Iba a ser nuestro piloto. Accionó unos interruptores y la nave entera tembló mientras llegaba un zumbido desde abajo.
Yo me quedé en pie, apoyado en una pared de cristal. Había llegado a Mokia en un abrir y cerrar de ojos, durante una misión compuesta a partes iguales de decisión y desespero. Apenas había podido visitar el lugar, y eso que llevaba su corona, y ya me tocaba marcharme de nuevo.
Así era mi vida. Solo había estado unos meses en Nalhalla antes de partir hacia Mokia, y allí estaba, a punto de volver a las Tierras Silenciadas.
¿Cuál era mi lugar?
Pingüinator empezó a vibrar con más violencia. Al ser un vehículo de los Reinos Libres, estaba todo hecho de cristal, pero no era transparente del todo.
—¿Alcatraz? —dijo Kaz—. ¿Vas a sentarte?
—Creo que me quedaré de pie.
—Podría no ser seguro —dijo Kaz, tirando de una palanca.
El vehículo se sacudió por una explosión cercana. Seguían lloviendo misiles del cielo.
—¿Va a zarandearse mucho hasta el océano, con sus andares de pato? —pregunté, ocupando un asiento de cristal.
—¿De pato? —dijo el abuelo—. No me digas que te crees la propaganda bibliotecaria sobre los pingüinos.
—¿Lo de que son aves marinas que no vuelan? —pregunté—. ¿Adorables y un poco tontorronas? He visto pingüinos en el zoo.
—Eso son ejemplares jóvenes —dijo el abuelo—, que no han alcanzado la madurez.
—Estooo, ¿y cómo son los adultos?
La estancia entera rotó de repente. La cabeza del pingüino estaba girando hacia el cielo.
Algo rugió por debajo de nosotros.
—Bueno —dijo el abuelo—, hemos intentado imitar sus propulsores a chorro biológicos. Por desgracia, nunca pudimos igualar su velocidad de vuelo natural. Pero creo que fueron lo que, en un principio, inspiró a los científicos bibliotecarios para crear sus primeros cohetes.
—Eso es...
El resto de lo que iba a decir se perdió cuando el gigantesco pingüino de cristal salió disparado de Mokia, surcando el aire.
13. Aunque pensándolo bien, la peor infracción legal que he cometido es emplear notas a pie de página superfluas, y en realidad acabo de empezar a hacerlo.