Capítulo
Sapo
Quizás hayáis reparado en la extraña numeración que tienen los capítulos de este libro. Pero, claro, también es posible que no os hayáis fijado. Más que nada, porque todos sabemos que no acabáis de ser de los que pillan las espadas al vuelo. Si fueseis listos, estaríais dedicando el tiempo a algo más productivo que leer este libro. Como, por ejemplo, a nadar entre caimanes hambrientos o a comer chinchetas.
Pero, de momento, finjamos que habíais visto los nombres de los capítulos. Así me gusta. Tomad, una galletita.
No, no es una galletita para perros. ¿Qué os hace pensar que os daría una galletita para perros? ¿Solo porque estaban de oferta?
Mientras me precipitaba hacia mi muerte, por lo menos pude tachar «Saltar de un pingüino volador gigante de cristal sin paracaídas» de mi lista de cosas que lograr en la vida.38
Por supuesto, todavía no quería tachar «Morir» de mi lista, lo que me dejaba en un punto complicado. Y luego en otro. Y luego en otro. (Porque, como estaba en movimiento, iba pasando de un punto al siguiente, que es lo que ocurre cuando caes a gran velocidad por el aire.)
Por suerte, tuve el tiempo justo para envolverme en la especie de toalla que me había dado mi abuelo. A continuación, me estrellé contra el suelo.
Y reboté.
Veréis, el tejido cristalino puede venir muy bien para no morir. Había salvado a Bastille en numerosas ocasiones, y esa vez me salvó a mí. Me quedé con una tela muy rota, agrietada como el cristal, pero sobreviví. Dif cayó abriendo un surco en el suelo junto a mí, y luego mi abuelo, mi madre y, por último, Draulin. Somos Smedry (bueno, casi todos), por lo que arrojarnos de cabeza al peligro es al mismo tiempo nuestro método primario de ataque y nuestro plan de reserva.
Por encima, Pingüinator se alejó a toda máquina, perseguido por unos cuantos cazas bibliotecarios. Deseé que los pilotos no nos hubieran visto lanzándonos, aunque sabía que era una esperanza muy remota. Habíamos saltado demasiado pronto por culpa de la intromisión de Dif, y la columna de humo que había visto antes nos quedaba aún a varias calles de distancia.
—Bueno, ha sido divertido —dijo el abuelo mientras se levantaba—. ¿Hay algún muerto?
—¿Mi orgullo cuenta? —preguntó Draulin, sacudiéndose el polvo de la ropa.
—No creo —respondió el abuelo—. Eso ya me lo cargué hace años. Dif, te alabo el entusiasmo, pero empujar a mi nieto desde aviones suele ser cosa mía, así que la próxima vez haz el favor de reprimirte hasta que yo dé la orden.
—Lo siento, señor —dijo Dif, con aspecto abatido.
—Muy bien —dijo el abuelo—, ¿alguna sugerencia sobre qué hacemos ahora?
—¿Correr? —propuso Shasta.
—Bueno, ahora mismo no me hace mucha falta el ejercicio porque...
El edificio que teníamos al lado explotó. Unos soldados con pajaritas y chalecos de punto llegaron a la carga por una esquina calle abajo, armados con pistolas.
—Ah —dijo el abuelo—. Así que han visto nuestro aterrizaje precipitado, ¿eh? Qué decepción. Creo que...
—¡Corred! —vociferé, tirando de él mientras todos doblábamos una esquina. Varios Bibliotecarios abrieron fuego, pero logramos salir de su línea de visión.
—Por aquí se va a la Sumoteca —dijo Shasta, dirigiéndose hacia una calle.
—No —dije yo, volviéndome en la dirección opuesta—. Por aquí.
Eché a correr y por suerte los demás me siguieron, aunque Shasta protestando a voces.
Cruzamos un jardincito que había entre dos edificios grandes con mampostería de aspecto antiguo. Las calles de la zona eran amplias, pero estaban desiertas. No vi ni un alma, aparte de los Bibliotecarios que nos perseguían, hasta que topé con un grupo de personas aterrorizadas que se apiñaban en una pequeña tienda para turistas.
Me impresionó ver a gente con ropa normal. Fue un choque entre mi vieja vida y la nueva. De verdad había regresado a las Tierras Silenciadas. A Estados Unidos. Por allí cerca, una puerta rota me dejaba ver el interior de una tienda de alimentación, donde un grupo de gente preocupada miraba el televisor del mostrador. Ralenticé la marcha.
Dentro, el televisor mostraba a un reportero que sostenía unos papeles, con una imagen borrosa de la zona de Washington en la pantalla que tenía detrás.
—... y nadie conoce la naturaleza de estos invasores, aunque algunos testigos oculares afirman haber visto una tecnología extraña y desconcertante...
Eché a correr de nuevo cuando Draulin pasó junto a mí y me agarró. Cristales rayados, ¿qué debía de pensar de todo aquello la gente normal? ¿Un asalto demencial salido de la nada? ¿Un ejército defensor que nadie reconocía? Los Bibliotecarios gobernaban en secreto.
O habían gobernado. Porque limpiar todo ese embrollo iba a requerir un buen montón de sapos borramemorias. Pensarlo me llevó una sonrisa a los labios... sonrisa que casi me arrancó de cuajo la explosión de un proyectil de mortero bibliotecario en la calle.
Caí despedido al suelo pero, mientras llegaba una ráfaga de balas de nuestros perseguidores, vi a Draulin acuclillada entre los Bibliotecarios y yo, protegiéndose la cara con un brazo y bloqueando el fuego con su vestido y sus guantes de tejido cristalino.
Lo curioso de los Caballeros de Cristalia es que se pasan el día entero quejándose de que los Smedry nos metamos en líos, pero parecen tan atraídos por el peligro como un novelista por los chistes malos.39
—¡Tira para allá! —me ordenó Draulin.
Tiré para allá.
—¡Qué emocionante! —exclamó el primo Dif, mirando por encima del hombro mientras lo adelantaba para ponerme de nuevo en cabeza. No parecía tener el menor remordimiento, y eso que si nos habían descubierto era porque nos había obligado a saltar antes de tiempo.
—¿Dónde vamos? —exigió saber Shasta mientras doblábamos una esquina a la carrera, dejando atrás un carrito abandonado lleno de camisetas y banderas en miniatura.
Señalé hacia delante, confiando en acertar con mi corazonada. Había visto algo allí abajo, ¿verdad? ¿Alguien que plantaba cara? Porque si me equivocaba, lo más probable era que estuviéramos todos muertos.
Pero no, sí que había una barricada hecha de muebles de madera, sobre todo escritorios con muchos cajones pequeñitos. Había personas parapetadas a los lados y sobre la barricada, aunque no pude distinguir más detalles.
No importaba. Si combatían, era que estaban de nuestra parte. Guie a los otros hacia la barricada, seguidos por los Bibliotecarios. Solo un poco más y...
Un hombre se puso de pie encima de la barricada. Llevaba pajarita, chaleco de punto y gafas de montura de carey.
Un Bibliotecario.
Trastabillé hasta detenerme.
Un Bibliotecario.
Quienquiera que estuviera plantando cara, si es que en realidad lo había hecho alguien, había caído ante los Bibliotecarios. Por tanto, acababa de situar a mi familia justo entre dos fuerzas enemigas. No había lugar al que huir: la calle estaba bloqueada por la barricada y edificios en llamas a ambos lados.
Todos se detuvieron a mi alrededor, mi abuelo con las lentes preparadas y Draulin empuñando su espada, con su lujoso vestido de noche salpicado de marcas agrietadas de balazos.
Los Bibliotecarios que nos perseguían estaban a punto de alcanzarnos.
—Este —dijo el abuelo con la voz tensa— sería un momento excelente para que volvieran los Talentos, ¿no te parece, Alcatraz? Quedaría muy espectacular.
—No... no sé cómo...
—Inténtalo —dijo el abuelo—. Tú eres el foco de nuestro linaje, chaval. Tienes el Talento en su forma más pura. Por eso fuiste capaz de romperlo.
—Yo no arreglo cosas, abuelo —susurré—. Solo las rompo.
—Inténtalo —repitió.
No sabía ni por dónde empezar. ¿Desromper los Talentos? Habría valido lo mismo que el abuelo me pidiera respirar bajo el agua, contar desde uno hasta yeti o escribir un libro sin reírme de nadie. ¿Cómo había manipulado los Talentos?
Probé a hacer estiramientos y luego a pensar con mucha intensidad. No pasó nada, claro, aunque durante un instante me pareció ver algo. Reflejado en un cristal cercano, el de un escaparate. El cristal me devolvió un reflejo de mí mismo, solo que erróneo. Una versión ensombrecida, traslúcida, de mí.
«La maldición de los incarna —habían escrito en la tumba de Alcatraz I—. Lo que retuerce, lo que corrompe, lo que destruye.»
«El Talento Oscuro.»
Me quedé mirando ese extraño reflejo demasiado tiempo, y me pareció entrever algo más profundo tras él. ¿Una ciudad? ¿Con arquitectura antigua, columnas y mármol? ¿Ardiendo?
Los Bibliotecarios que venían por detrás llegaron a la calle y nos apuntaron con sus pistolas. Estábamos muertos.
De pronto, los Bibliotecarios de la barricada empezaron a disparar a los que nos habían perseguido.
En el tiroteo que siguió, una bala alcanzó el cristal que quedaba del escaparate y lo hizo añicos. Volví de sopetón al presente, lo que fue una pena, ya que si me hubieran disparado allí mismo, el libro podría haber terminado. ¡Así habría podido parar de escribir y salir a comer pizza! Pero al no dejarse matar, mi yo del pasado me obligó a seguir trabajando hoy. ¡Menudo desgraciado!
El abuelo tiró de mí hacia la barricada, y fue entonces cuando vi a una figura familiar alzada sobre ella, una mujer de piel oscura que llevaba una falda de cuero tachonado, un corsé blanco y una larga capa con libritos abiertos bordados. Tenía puestas unas gafas de montura de carey con cadenita, y sostenía una enorme ametralladora con lanzagranadas incorporado.
Himalaya Smedry, Bibliotecaria buena.
Su marido, mi primo Folsom, nos ayudó a escalar la barricada. Era un hombre moreno y desgarbado, cuyo Talento Smedry era —¿había sido?— bailar pero que muy mal.
Himalaya y algunos otros abrieron fuego de contención.40
Apoyé la espalda en la barricada, fuera de peligro, mientras Draulin pasaba sobre ella en último lugar. Era increíble, pero todo nuestro equipo parecía estar a salvo. O al menos tan a salvo como uno podía sentirse rodeado de Bibliotecarios.
Era difícil de distinguir aquel grupo del que nos había perseguido. Ropa parecida y armamento parecido, variado entre el disponible en las Tierras Silenciadas. La única diferencia era el símbolo del libro abierto que algunos llevaban en brazaletes y otros en cintas que les cubrían la frente.
—No es que me queje del oportuno rescate —dijo el abuelo—, pero ¿quiénes sois exactamente?
—¡Bienhechores Bibliotecarios Bicarbonatos! —gritó uno de ellos.
—¿Bicarbonatos? —pregunté.
—¡Es por la aliteración! —exclamó Folsom.
—Pero el bicarbonato no tiene nada que ver con... Mirad, da lo mismo. —Di un abrazo a Folsom—. Me alegro de veros a los dos. Parece que no habéis perdido el tiempo.
La última vez que los había visto estaban decididos a viajar a las Tierras Silenciadas y distribuir folletos entre los Bibliotecarios para que dejaran de ser malvados.
Por lo visto, habían ido un poco más allá de los folletos.
—¡No podíamos dejar que libraras esta batalla tú solo! —exclamó Himalaya, mientras bajaba de la barricada y se apoyaba la ametralladora en el hombro—. Aunque la verdad es que empezaba a preocuparnos que no aparecieras. Te ha costado llegar hasta aquí.
—Te lo advertí, cariño —dijo Folsom—. El señor Leavenworth iba con ellos. Iban a retrasarse seguro.
—Pues tendríamos que haber llegado más tarde nosotros.
—Aun así, se habrían retrasado.
—Pero...
Folsom le dio unas palmaditas en el hombro. Himalaya era Smedry por vía matrimonial y tenía un Talento como resultado de la unión, pero no dejaba de ser una Bibliotecaria. Quería que las cosas tuvieran sentido. No podía reprochárselo.
—Pero ¿cómo habéis sabido que vendría a Washington D.C.? —pregunté—. ¿Tenéis espías en los Reinos Libres?
—¿Espías? —dijo Folsom—. Alcatraz, apareciste en nuestra ventana.
Parpadeé.
—¿Ah, sí?
—Ya lo creo —dijo Himalaya—. Tu cara estaba en todos los cristales del país, tanto mágicos como ordinarios.
Mi abuelo bufó; no le gustaba que se llamara mágico al cristal silimático. Era un motivo habitual de discordia entre los habitantes de los Reinos Libres y los de las Tierras Silenciadas. A mí no me preocupaba demasiado: estaba aturdido por completo.
¿Cómo había llegado tan lejos mi declaración? ¿A todos los cristales del país?
Pues claro que los Bibliotecarios se habían asustado. ¿Cómo iban a encubrir eso? ¿Y de dónde había sacado yo tanto poder? Nunca antes había hecho algo que estuviera a ese nivel.
—Estamos dispuestos a luchar —dijo otra Bibliotecaria—. Hemos superado un programa de seiscientos quince pasos. Ya no somos nada malvados en absoluto.
—Menos Frank —matizó otro Bibliotecario, señalando hacia un Bibliotecario musculoso con las gafas envueltas en cinta adhesiva y dos espadas inmensas amarradas a la espalda—. Él todavía es un poco malvado.
—Me gusta comerme todos los ositos de gominola rojos y verdes del paquete —confesó Frank con un marcado acento alemán—, y dejo todos los naranjas.
—Eres un monstruo —dije, horrorizado.
—Es una compulsión —respondió Frank—. No me juzgues.
El tiroteo cesó, lo que fue un alivio. Los Bibliotecarios que habían estado combatiendo sobre la barricada descendieron.
—Se han retirado —informó una—, pero estando aquí los Smedry, seguro que vuelven... o bombardean nuestra posición y ya está.
—En ese caso, no podemos quedarnos —dijo Himalaya—. Señor Smedry, ¿qué plan tiene?
Eché una mirada a mi abuelo.
—Esta es tu infiltración, chaval —me dijo—. Estás tú al mando.
—Tenemos que entrar en la Sumoteca —dije—, e impedir que mi padre llegue a los archivos secretos del idioma olvidado que hay en su interior.
—¿Y eso detendrá a los bibliodenitas? —preguntó Himalaya—. ¿Y salvará el mundo?
—Estooo... —dije, lanzando miradas a Shasta y a mi abuelo—. ¿Lo hará?
—¡Quién sabe! —exclamó el abuelo—. Pero dejar suelta a una manada entera de los Smedry en el baluarte bibliotecario más importante del planeta no puede convenir mucho a su organización, ¿no os parece?
Himalaya y Folsom se miraron y luego los dos se encogieron de hombros.
—A mí me basta con eso —afirmó Himalaya—. Tengo como unos cien efectivos equipados con armas y folletos.
—¿Folletos? —pregunté—. ¿No es demasiado tarde para eso?
—¡Qué va! —dijo Folsom—. Son Bibliotecarios. Tienen que leerse cualquier cosa que les eches.
—Es una compulsión —dijo el Bibliotecario alemán—. No nos juzgues.
—Puede que no crean lo que dice en los folletos —añadió Folsom—, pero la táctica a veces sirve para distraerlos. —Sonrió—. A mí me gusta envolver granadas con ellos.
—Mis tropas —dijo Himalaya— lanzarán un asalto y abrirán brecha en la Sumoteca. Podéis escabulliros al interior durante la batalla.
—¿Con un intento de entrada como tapadera para nuestro intento de entrada? —preguntó Draulin—. La vez anterior ha funcionado de maravilla.
—Es la mejor oportunidad que tendremos —dije yo—. Vamos a hacerlo, Himalaya. Pero ¿cómo vas a abrir brecha en la Sumoteca?
—Bueno —respondió Himalaya—, yo ya había estado en la Sumoteca, y es más grande de lo que cree la gente. Se extiende a lo largo de cavernas por todo el centro de la ciudad. —Señaló al suelo con su ametralladora—. Así que, si quieres entrar, lo único que tienes que hacer es ir hacia abajo.
—Muy buena noticia —dijo Shasta—, pero es imposible. Las cavernas estarán escudadas. No podemos ponernos a cavar hasta encontrar una entrada, ¿verdad? ¿Cómo pretendes que nos abramos paso?
—Supongo —dijo Himalaya, con una mirada fugaz a Folsom— que podríamos usar a los Smedry para lo que mejor hacen.
—¿Atraer el fuego? —pregunté.
—¿Atraer el fuego? —preguntó el abuelo.
—¿Atraer el fuego? —preguntó Dif.41
—¿Cómo lo habéis adivinado? —dijo Himalaya con una sonrisa—. Plantaos ahí fuera sin ninguna cobertura, por favor.
38. ¿Cómo es que en vuestra lista de cosas por hacer no aparece?
39. Y, en efecto, parecía capaz de adraulinar cuándo había peligro mucho antes que yo.
40. Que es una forma rebuscada de referirse a disparar como locos y confiar en que el enemigo se asuste y se esconda en vez de devolver el fuego.
41. Y también atraer el fuego.