Vale. Sí. Dif disparó a mi abuelo. A bocajarro, en la cara y con una pistola de verdad. El abuelo se derrumbó hacia atrás sin emitir un solo sonido.
Doy por hecho que creéis que esto tiene truco. Ojalá pudiera deciros algo que os dejara satisfechos.
En vez de eso, permitid que os lo aclare: la bala era de verdad. Después de tantos trucos y escarceos con la muerte, mi abuelo, Leavenworth Smedry, por fin había topado con un final que no podía impedir.
Draulin fue la primera en reaccionar. Se abalanzó contra Dif, pero por todo su alrededor llegó una ráfaga de brillantes disparos desde justo fuera de la sala, y al menos una docena de ellos la alcanzaron. Identifiqué los rayos como descargas de las armas de coma que habían utilizado los Bibliotecarios en el asedio de Tuki Tuki.
Quiero decir que una parte de mi mente los identificó. El resto de mí se quedó allí plantado como un idiota, anonadado por la repentina traición.
Mi padre estaba mucho más espabilado. Se quitó de la cara sus lentes de traductor y alzó las otras.
Dif arrancó las lentes de la mano de mi padre con un disparo casi indiferente, que hizo estallar la lente de topetador y tachonó de esquirlas la piel de mi padre.
—Qué armas tan burdas son las pistolas ordinarias —dijo Dif, avanzando con paso firme pistola en mano. Le había cambiado la voz. Sonaba más tranquila, más directa, más suave—. Pero hay que aprovechar las herramientas que se te ofrecen.
Se detuvo junto a mí y me puso la pistola en la cabeza. Me descubrí tiritando, revelado como un cobarde de una vez por todas. Draulin había intentado detenerlo; mi padre había intentado detenerlo. Todo lo que podía hacer yo era mirarlo.
«Abuelo...»
Noté tibio el cañón de la pistola contra la frente.
—Ríndete, Attica —dijo Dif—, a no ser que quieras quedarte sin hijo además de sin padre.
—Eres un monstruo —dijo mi padre. Había levantado la mano ensangrentada para mirarla, pero la otra mano ya estaba descendiendo hacia su bolsillo, sin duda para sacar otra lente. Dejó de hacerlo cuando Dif amartilló la pistola.
Llegaron soldados y más soldados bibliotecarios por la pasarela de fuera y entraron en la sala. No eran del tipo «pajarita y gafas» que había visto por todas partes. Los que llegaron eran soldados futuristas con cascos y uniforme negro de las fuerzas especiales, como los que salen en las películas.
—Eres uno de ellos —susurré a Dif.
—He aprendido cuatro cosas después de tantos años combatiendo al clan Smedry —dijo Dif, apartándose de mí mientras varios soldados agarraban a mi padre por los brazos, lo cacheaban y le quitaban las lentes—. Una de ellas es el poder de una buena infiltración. Vosotros siempre estáis colándoos entre mis agentes y mis equipos. Y al final me dije: ¿Por qué no devolverles el favor? —Me miró y sonrió.
Y en sus ojos vi la inmensidad. Un conocimiento, una amenaza y sobre todo una profundidad superiores a cualquier cosa que hubiera habido antes en ellos.
—No —susurré—. No eres un Bibliotecario. Eres el Bibliotecario.
Biblioden el Escriba había estado entre nosotros todo el tiempo.
Un soldado se acercó a él y le hizo un saludo militar.
—Zona asegurada, mi señor.
Le tendió un saquito con todas las lentes que había confiscado a mi padre.
—Así que eres él, supongo —dijo Attica con una mueca burlona—. O afirmas ser él y estos otros te creen.
—Luché contra tu tataraloqueseatatarabuelo —replicó Biblioden, guardándose la bolsa de lentes—. Era casi tan desesperante como tú. Sabía que estabas aquí, en alguna parte, Attica. Pero ¿dónde? ¿Y cómo? Iba a dejar que te encontrara mi gente, porque estaba muy ocupado con mi trabajo en la Aguja del Mundo. ¡Pero entonces va y me cae esta oportunidad del cielo! No he podido resistirme. —Miró a mi padre—. Lo que más me fascina es que los Smedry seáis incluso peores que cuando me fui. Es como criar ratas.
—Tu supuesto Talento —dije, comprendiéndolo—. Lo elegiste a propósito porque sabías que así nadie podría demostrar que no lo tenías. Y en el puente, después de hablar con los dinosaurios, la oculantista oscura no ha huido porque me reconociera a mí... sino porque te ha reconocido a ti. Le había dicho que trabajaba para ti y ella no se lo había creído, así que cuando has aparecido le ha entrado el pánico por si te había ofendido.
Dif sonrió.
—Y me has roto la lente de buscaverdades —susurré—. Pero ¿cómo...? ¿Cómo nos engañaste para...?
—Solo tuve que engañar a tu abuelo —dijo Dif—. Eso fue hace tiempo, claro. Maté a un niño Smedry y a sus padres que vivían en las Tierras Silenciadas y, años más tarde, convencí al viejo Leavenworth de que yo era el niño, que había sobrevivido en la espesura de las Tierras Silenciadas por mi cuenta. Sobre todo lo hice para llegar a la Aguja del Mundo. ¿Quién iba a rechazar a un Smedry conocido? Y ahora... ¡en fin, quién iba a adivinar que mis esfuerzos darían este fruto!
Fue con paso tranquilo al escritorio de mi padre y extendió una mano; al instante, un soldado recogió los cuadernos a toda prisa y se los entregó.
—Gracias —dijo Dif— por reunir las Arenas de Rashid para mí. Y los códigos de los incarna, menudo enigma más frustrante. Os... agradezco todo lo que habéis hecho, ratitas. Me ha venido muy, muy bien.
Biblioden levantó el primer cuaderno de mi padre y lo hojeó a toda velocidad. Un «frus» rápido.
—Ah, ya veo.
«Se ha ofrecido él a venir —pensé, recordando que, según mi abuelo, Dif se había puesto en contacto con él—. Y no paraba de intentar separarme de mi madre. Nos la ha estado jugando durante toda la misión.»
Dif «fruseó» un segundo cuaderno a la misma velocidad y pasó al siguiente.
—Sí...
«No puede estar leyéndolos tan deprisa, ¿verdad?»
«Frus.» Otro cuaderno terminado.
Tenía que hacer algo. A mí no me habían registrado, aunque había varios soldados apuntándome con sus armas. ¿Qué tenía encima? ¿Mi lente de formador? ¿Podía utilizarla para algo? Muchas veces había resultado que las lentes raras que me daba mi abuelo, las basadas en la información, eran sorprendentemente útiles en momentos de tensión.
Abuelo...
«No pienses en eso —me regañé—. Podría seguir vivo.» A veces la gente sobrevivía a un disparo en la cabeza, ¿no?
Cerré los párpados con fuerza mientras Biblioden seguía leyendo a supervelocidad las notas de mi padre, metí la mano en el bolsillo y saqué la lente de formador. ¡Cristales rayados! ¡Casi estaba demasiado caliente para tocarla!
La alcé con cautela y la activé para mirar por ella a Biblioden el Escriba, para conocer sus deseos más íntimos.
Vi lo siguiente:
Oscuridad.
Una oscuridad espesa y cautivadora. Como un océano a medianoche. O como el inabarcable vacío del espacio, si se hubieran apagado todas las estrellas. Tenía algo ajeno, hueco y terrible que no logro describir, ni voy a intentarlo.
Ahogué un grito y solté la lente.
—Sí —dijo Biblioden mientras dejaba en el escritorio el último cuaderno—. Qué ganas tenía de que intentaras eso. —Sonrió.
Su sonrisa parecía carecer hasta de la más tenue brizna de humanidad. Trastabillé hacia atrás, pero topé contra un soldado que me apretó el cañón de su arma entre los omóplatos.
—Gracias —dijo Biblioden— por explicarme que los Talentos están rotos.
Hizo un gesto al soldado que estaba detrás de mí y el hombre hurgó en mi bolsillo. Sacó las lentes de mensajero y las tiró a un lado, y a continuación sacó el teléfono móvil y se lo lanzó a Biblioden. El Escriba marcó.
—Hola. ¿Primo Kaz? ¡Aquí Dif!
Su voz había vuelto a ser como era antes, toda animada y enérgica. Se me revolvió el estómago. Lo había tomado por un Smedry que se esforzaba demasiado, pero en ese momento comprendí lo que sucedía en realidad. Así era como nos veía Biblioden, y aquella caricatura exagerada era su intento de imitarnos.
Apenas alcancé a oír la voz de Kaz desde el otro lado de la línea.
—¿Dif? —respondió—. ¿Qué ocurre? Tengo al equipo de Himalaya.
—¡Aquí ya hemos terminado! —exclamó Biblioden—. ¡Ha sido una pasada! ¡Alcatraz ha usado una bombilla y dos mechones de pelo de yak para resolver el enigma!
—Suena propio de él —dijo Kaz—. ¿Tenéis a mi hermano?
—Claro que sí, y también un montonazo de textos en el idioma olvidado. ¿Podrías esperarnos antes de despegar?
—Va a estar complicado...
—¡Pero así hacemos las cosas los Smedry! —exclamó Biblioden.
—Vale, os esperamos. Voy a... —Sonó una explosión por el teléfono—. ¡Cristales rayados! ¡Acaban de alcanzar a Pingüinator! ¡Dif, daos prisa!
—¿Kaz? —dijo Biblioden—. ¿Estás bien?
—El condenado trasto ya no puede despegar —dijo la voz de Kaz—. ¡Vamos a refugiarnos otra vez en ese archivo! Traed aquí a mi padre enseguida. Vamos a necesitar otro plan.
—Claro, eso está hecho —prometió Biblioden, y sonrió mientras colgaba—. No tenía ni que haberme molestado. El equipo de artillería ha cumplido. —Pasó el teléfono a un soldado, que a su vez lo lanzó fuera de la puerta y más allá del borde de la pasarela. Cayó hacia el esforzado ventilador de abajo.
Ni siquiera lo oí triturarse.
—Y ahora, andando —dijo Biblioden el Escriba—. Todavía queda mucho que hacer hoy.
—¿Qué planeas, tirano? —exigió saber mi padre, revolviéndose contra sus ataduras.
—¡No hace falta insultar! —replicó Biblioden—. Lo que voy a hacer es ayudarte, Attica. ¡Voy a poner tus investigaciones en práctica! Esto va a ser muy, pero que muy interesante.
Los forcejeos de mi padre fueron en vano; los soldados lo hicieron salir de la estancia. Otros dos recogieron a mi madre, y otros dos levantaron a Draulin por las axilas y se la llevaron a rastras. Dejaron el cadáver de mi abuelo allí tirado.
Draulin.
¡La cura!
Aún la llevaba, en el otro bolsillo. Pero ¿cómo narices iba a poder administrársela sin que me vieran? Me devané los sesos mientras me obligaban, a punta de pistola, a empezar a seguir a los demás por la pasarela. No había forma de llegar hasta Draulin. Había demasiados guardias entre ella y yo.
Pero quizá...
«Es una temeridad.»
Era el único plan que tenía. Y se me ocurrió, allí y entonces, que la forma de actuar de los Smedry tenía una razón de ser. No éramos imprudentes porque sí, que era la forma en que se había comportado Biblioden. Actuábamos del modo en que lo hacíamos porque no nos quedaban más opciones.
Éramos los únicos que estábamos dispuestos a asumir el riesgo.
Con la túnica azotándome por el viento, saqué el frasco de antídoto y eché a correr de vuelta a la sala con el cadáver de mi abuelo. Contaba con que los guardias no quisieran matarme, y acerté, porque uno me atizó en un costado con la culata de su fusil en vez de dispararme.
Cogí aire, dolorido, y caí de rodillas, soltando el frasco de antídoto. Rebotó una vez y luego rodó más allá del borde de la pasarela.
—¡No! —grité, intentando alcanzarlo mientras caía.
Biblioden llegó a mi lado mientras un soldado me ponía de pie.
—¿Querías dárselo al viejo abuelo Smedry? Ese antídoto no cura la muerte, niño. —Y me sonrió.
Intenté darle un puñetazo, pero uno de los guardias me agarró el brazo y me lo impidió. Biblioden asintió con la cabeza y otro guardia me quitó la túnica y la arrojó al ventilador de abajo. Me quedé con mi esmoquin.
—Afronta esto como un Smedry —dijo Biblioden, dándome una palmadita en el hombro—. Es un final adecuado.
—¿Qué...? —Di una bocanada trabajosa y me llevé la mano al costado que había recibido el golpe—. ¿Qué vas a hacer con nosotros?
—Tienes que haberlo deducido ya —repuso Biblioden, y echó a caminar por la pasarela. Los soldados me obligaron a ir tras él y vi que mi padre dejaba de luchar contra sus ataduras—. Un poder inmenso. Me preguntaba qué glorias descubriría tu padre, pero, incluso antes de leer sus cuadernos, sabía que vuestro linaje tenía algo especial. Algo que yo quería. —Me miró—. ¿Has visto alguna vez cómo se crean unas lentes forjadas con sangre?
Me quedé helado. «Oh, no...»
—Tampoco es tan malo como suena —dijo Biblioden mientras andábamos—. Pero, por lo que he leído en la investigación de tu padre, esto será una forma excelente de dirigirme a la Rueda Encarnada y suplicar sus bendiciones. Y aparte de eso... sí, creo que será posible extraer la fuente de energía de vuestro interior y usarla para mis propios fines. Según los estudios de tu padre sobre la Aguja del Mundo, podré transformar a la gente desde mucha distancia. ¿Y si convirtiera a todos los habitantes de los Reinos Libres en fuentes de poder, como los Smedry? ¿Qué haría eso a su sociedad? —Me miró con una sonrisa terrible—. Pues... que ya no haría falta una guerra, dado que los Reinos Libres sufrirían el mismo destino que Incarna. Simplemente. Dejarían. De. Existir.
Eso significaba la oscuridad. El fin de todo lo que Biblioden consideraba extraño, estrambótico o incontrolable. Me lie a gritos y me revolví, intentando escapar de los soldados que se me llevaban por el túnel.
Salimos a la caverna principal. A no mucha distancia, bañado en la luz que entraba por el techo abierto, vi el altar sobre su cima de piedra.