Capítulo

 

17

 

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No sé conducir. Pero si supiera conducir y este libro fuese un coche, tendría el acelerador pisado a fondo y ahora mismo iríamos a unos 350 kilómetros por hora.

He pensado mucho en estos últimos capítulos de mi autobiografía. Estáis llegando al final de nada menos que el quinto libro, el último de todos. Habéis dedicado horas y más horas de vuestras vidas a conocer mis hazañas. Todo era en anticipación de esto que viene.

Quiero que entendáis lo serio que es este momento; es más, necesito que comprendáis exactamente lo solemne que es todo esto. Y para ello, voy a hacer algo que nunca había hecho antes. Algo increíble, peligroso e inesperado del todo.

Voy a dejar que saltéis adelante.

Sí, lo sé. Hasta ahora, en todos los libros os he prohibido que mirarais lo que viene antes de tiempo. Me he burlado y he ridiculizado a quienes lo hacen. Os he dicho que nunca, nunca jamás, os saltarais páginas de un libro.

Y ahora os lo voy a permitir. Así de importante es este final. Así de peligroso es todo esto.

Pero tendremos que hacerlo de forma controlada. Al final de esta introducción, os concederé mi permiso formal para saltar al capítulo Veinte y leer los dos primeros párrafos de la página 265.

Tendréis que aseguraros de leer solamente los dos primeros párrafos, y solamente de ese capítulo. No podéis mirar nada más ni de reojo. Solo esos dos párrafos.

Ya podéis ir a leerlos en voz alta.

Abrí despacio la puerta del almacén de productos químicos y me llevé una bocanada de aire en la cara; los conductos de ventilación del interior funcionaban a toda máquina. La sala era toda de superficies lisas de metal, en contraste con el aire orgánico, a lo «caverna rocosa», que tenía el resto de la Sumoteca. Dentro se movían dos Bibliotecarios, colocando tubos de cristal en un portatubos. Llevaban túnicas blancas en vez de negras y hablaban susurrando.

—Te estoy diciendo que lo he visto con mis propios ojos —decía uno de ellos—. Estuve en la expedición a Alejandría y sé el aspecto que tienen. No sé por qué están viniendo hacia aquí esos espíritus, pero venir, vienen.

Me aparté para dejar que Dif y mi madre echaran un vistazo por la rendija.

—Tendremos que esperar a que se vayan esos Bibliotecarios —les susurré.

—No hay tiempo —dijo mi madre.

Se enderezó, abrió la puerta de un empujón y entró en la sala. Yo ahogué un gañido de irritación y busqué mi lente de llenavergüenza. Pero no me atrevía a enfocarla hacia personas. Ni siquiera hacia Bibliotecarios. Era...

—¡Vosotros dos! —bramó mi madre—. Tenemos heridos en la caverna principal.

Los dos científicos bibliotecarios, un hombre y una mujer, dieron media vuelta, se fijaron en la túnica de mi madre y luego miraron de soslayo la luz de la pared que indicaba que tenía permitida la entrada allí.

—¿Heridos? —preguntó el Bibliotecario varón—. ¿Por qué iba a haber heridos?

—¿No habéis prestado atención? —restalló mi madre—. ¡Necios inútiles! Los rebeldes han abierto una brecha en la Sumoteca.

—¿Han causado ellos el viento? —preguntó la otra científica, señalando una pila de papeles que habían tenido que asegurar con matraces llenos de agua.

—Obviamente —dijo mi madre—. Y, además, traen armas de las nuestras, robadas del campo de batalla en Mokia, y las están usando para dejar inconscientes a nuestras tropas. Necesito la cura, incontinenti.

¿Incontinenti? —preguntó la mujer.

—Viene del latín —dijo mi madre—. Significa que os arrancaré la lengua como no me obedezcáis AHORA MISMO.

Obedecieron, yendo a toda prisa hacia un botiquín y abriéndolo. Cuando me puse a su lado, mi madre se cruzó de brazos y enarcó una ceja. Quizá no tuviera muy buen concepto de sus habilidades maternales, pero tenía que reconocer que poseía una envidiable capacidad para salirse con la suya. La gente acostumbraba a hacer lo que les decía, aunque fuera solo porque su presencia era tan repulsiva que querían librarse de ella cuanto antes.

—Vamos a necesitar mucho más que una ampolla —dije.

—No os hará falta —dijo la mujer, destapando la que había cogido—. Esto está superconcentrado. Les sorprendería lo mucho que pueden hacer unas gotitas de nada. Solo hay que sostenerlo bajo la nariz del sujeto y, cuando huelen los efluvios, despiertan.

La ampolla dejaba escapar un nítido aroma a canela. No parecía peligroso inhalarlo. Mi madre me miró y asentí con la cabeza. Como mínimo, sería suficiente para Bastille.

—Nos lo llevamos —dijo mi madre, extendiendo un brazo.

—No se nos permite perder de vista los superproductos químicos de nivel ocho —objetó la mujer, volviendo a tapar la ampolla.

Mi madre le lanzó una mirada asesina, pero la científica se mantuvo firme.

—Bien —dijo Shasta bruscamente—. Llevadlo al sanctasanctórum central, cerca del altar. Administradlo a cualquiera que haya caído.

—Estooo —dijo la mujer, incómoda—. ¿Ahí es donde está peleando todo el mundo?

—Eso he dicho.

—Pero yo soy científica.

—No te preocupes —dijo mi madre—. Puedes llevarte a tu colega. Estoy segura de que no os pasará nada si vais los dos.

Tras un breve duelo de miradas, la mujer se vino abajo y asintió con la cabeza. Los dos científicos se marcharon, huyendo de la mirada furibunda de mi madre como si los hubiera pillado comiendo manzanas en el Jardín del Edén.

Cerré la puerta cuando hubieron salido y corrí hacia el botiquín del que habían sacado la ampolla. Estaba cerrado con llave. Intenté forzarlo, renegando en voz baja. Estaba todo hecho de metal y sujeto a la pared. Iba a hacerme falta una palanca para abrirlo.

—Estamos perdiendo tiempo —dijo mi madre, cruzando los brazos.

—Mis amigos cuentan conmigo —musité.

—Tus amigos no son tan importantes como el destino del mundo.

—En eso tengo que estar de acuerdo —dijo Dif—. Por increíble aunque irresponsablemente impulsivo que haya sido esto, primo, no podemos quedarnos aquí mucho más.

—Un minuto —dije mientras cogía un destornillador de una mesa cercana e intentaba usarlo para hacer palanca y abrir el botiquín.

Menuda ridiculez. Allí estaba yo, intentando romper algo. Y fracasando. ¿Cuántas veces me había ocurrido en la vida? Cierto, mi Talento a veces lo había roto todo menos lo que yo quería, pero durante los últimos meses junto a mi familia, había aprendido a controlarlo. Había dejado de romper cosas por accidente. Había canalizado mis poderes, como me había enseñado el abuelo.

Y ahora... nada. Me alarmó lo incapaz que me sentí de repente, lo imposible que me resultaba superar aquella laminita de metal y su estúpida cerradura. A los pocos minutos de esforzarme en vano, sintiéndome objeto de las miradas de mi madre y Dif, dejé el destornillador en la mesa metálica con un golpe que resonó por toda la estancia.

¡Si había una cosa que en teoría era capaz de hacer, era romper cosas! Fue como si me faltara una parte fundamental de mí mismo. ¿Era así como se sentían mi abuelo y los demás? Yo, hasta cierto punto, había disfrutado de la pérdida de mi Talento; al fin y al cabo, no hacía tanto tiempo que lo había considerado una maldición, más que un superpoder.

Me volví para mirar a los otros, para suplicarles que me ayudaran a abrir el botiquín, y entreví mi reflejo en una vitrina cercana. Me estaba observando, y no se movió cuando yo lo hice.

—Eres él, ¿verdad? —pregunté al reflejo—. ¿El Talento?

—¿Alcatraz? —dijo mi madre.

No le hice caso y miré a mis propios ojos en el cristal de la vitrina. La figura negó con la cabeza.

Hice una mueca. Ya me lo esperaba, pero aun así hice una mueca.

—¿Qué eres, entonces? —exigí saber.

La figura vocalizó unas palabras. Soy tú.

—Rompías cosas —dije—. Lo rompías todo. Eso no era yo. Yo no quería.

¿No querías?, preguntó el reflejo. ¿No querías apartarlos a todos? ¿No querías estar solo?

—Eh...

¿Qué soy para ti?, vocalizó la figura. Casi podía oírlo. ¿Algo que controlar, que embotellar, que utilizar? ¿Y luego descartar?

—¿Por qué lo hiciste? —pregunté, plantándome enfrente del cristal—. ¿Por qué me dejaste salvar Mokia y luego te marchaste?

Tal vez, vocalizó el reflejo, estaba harto de que me echaran la culpa de cosas de las que no soy responsable.

Miré el cristal y noté lágrimas cayendo de las comisuras de mis ojos. Mi madre se acercó a mí, titubeante, como si se dispusiera a ocuparse de un animal salvaje. Me tocó en el brazo.

—Alcatraz, ¿te encuentras bien?

—No —le espeté, y devolví mi atención al botiquín. Puse las manos sobre el metal e intenté convocar el Talento. Traté de alcanzarlo, me esforcé en asirlo.

¡Qué cerca estaba! Solo un centímetro más...

Se negó.

Pero mi túnica empezó a hablarme otra vez.

«¡No puedo creer que dejara caer la capucha justo en el peor momento! —sollozó—. ¡Lo he echado todo a perder!»

Y si os parece que ya van demasiados objetos inanimados parlantes, permitidme que os recuerde que sois vosotros los que estáis hablando con un libro.81

La lente de llenavergüenza. Solté un improperio y la saqué del bolsillo, pero la noté ardiente al tacto. Me abrasó los dedos y la solté. Rebotó, cayó plana al suelo y liberó un rayo visible de luz directo hacia arriba.

«Tío, qué techo más horrible soy...»

«No puedo creer que lo último que le dije a Bastille fuera una queja porque se suponía que tenía que protegerme —pensó una parte de mí—. Qué vergüenza.»

Oh, oh.

—¡Salid! —chillé a los otros, y entonces volví a coger el destornillador, me agaché y traté de inclinar la lente hacia el botiquín.

«Increíble —dijo el botiquín—. No puedo creer que pillara los dedos a esa científica tan mona. Y, además, en menudo momento, ¿eh? Estábamos los dos aquí dentro, solos, y voy yo y, y... ¡No lo soporto!»

No. No podía destruir el botiquín. Si lo hacía, se romperían las ampollas. De modo que incliné la lente hacia un punto cercano de la pared. También era una posibilidad remota, pero me sentía más cómodo con ella.

«Soy la peor pared del mundo —dijo la pared—. No hago otra cosa que mirar a las otras paredes. ¿Ellas podrán ver las manchitas que tengo? ¿Por eso no me hablan? ¡Oh!»

«Le fallé —pensé—. He fallado a todo el mundo...»

Una sección de la pared explotó mientras la hoja de mi destornillador se fundía. Como había deseado, la pared liberó el botiquín metálico al quebrarse. Logré atraparlo y tenía la parte de detrás abierta. Del interior saqué un gran frasco de un líquido del mismo color que el que nos había enseñado la científica en la ampolla.

«Soy el peor suelo que ha existido jamás.»

«¡Qué mesa tan lamentable estoy hecha!»

«Lo he fastidiado todo —pensé—. Se me dan tan mal estas cosas que hasta podría explotar...»

Me lancé hacia la puerta, protegiendo el frasco con un brazo mientras en el almacén empezaban a explotar cosas con lluvias de chispas. El techo, las mesas, las paredes. Sus estallidos compusieron una cacofonía atronadora.

Pero sobreviví.

Aunque seguía acechándome una sensación residual de vergüenza, me había alejado lo suficiente. Solo me quedó la imagen de una gran columna de luz que lo consumía todo en aquella sala.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó mi madre.

—Las lentes están haciendo cosas raras conmigo —dije, poniéndome en pie con esfuerzo.

—¿Eso es lo que tú llamas «raro»? —casi gritó, mientras la sala entera se derrumbaba sobre sí misma.

Aturdido, metí la mano en el bolsillo. Se me habían caído las lentes de buscaverdades al ventilador, así que ya solo me quedaban mis lentes convencionales de oculantista y las lentes de mensajero. Bueno, y la lente de formador que me había dado mi abuelo.

—Venga —dije, con el gran frasco de antídoto en la mano—. Vámonos.

No hubo ninguna queja, y Dif me levantó el pulgar. Al parecer, consideraba lo que acababa de verme hacer suficientemente «locuelo» e «inesperado». Saqué las lentes de mensajero y me las puse mientras corríamos túnel abajo.

—¿Abuelo? —dije al activarlas. Sofoqué la preocupación de que me harían brillar; con un poco de suerte, todo el mundo supondría que era un oculantista oscuro.

—¡NO HACE FALTA QUE CHILLES, CHAVAL! —bramó en respuesta la voz de mi abuelo.

—Yo no estoy chillando, tú sí.

—DEBE DE SER POR CÓMO ESTAMOS SOBRECARGANDO LAS LENTES AHORA.

—Digo yo que sí —convine, quedándome atrás de Shasta y de Dif. Esa descarga de llenavergüenza me había dejado muy tocado—. Hemos descubierto dónde guardan los textos en el idioma olvidado y estamos yendo hacia allí.

—¡POR LA REANIMADORA ROWLING! ¡YO TAMBIÉN VOY PARA ALLÁ! ¿HAS ENCONTRADO UN AUTENTIFICADOR?

—Eso y el antídoto para los mokianos. Nuestro autentificador se lo hemos quitado a una oculantista oscura. ¿Y tú?

—ENGAÑANDO A UN BIBLIOTECARIO DE LOS QUE MANEJAN LOS SISTEMAS DE VENTILACIÓN DE AQUÍ. JUSTO ANTES DE TRABAR ESOS TRASTOS A PLENA POTENCIA.

—¿Eso lo has hecho tú? —dije.

—HE PENSADO QUE PONDRÍA TODO ESTO PATAS ARRIBA. LOS BIBLIOTECARIOS NUNCA RAZONAN BIEN SI TIENEN LOS LIBROS REVUELTOS.

Decidí no mencionar que los ventiladores casi me habían enredado a mí también.

—¿Y ese es tu plan para destruir este sitio? ¿Los túneles de viento?

—BUENO, ESO... —dijo el abuelo— Y ACTIVAR EL MECANISMO DE AUTODESTRUCCIÓN DE LA SUMOTECA.

Me quedé plantado en el sitio.

—¿El qué?

—NO TE PREOCUPES —repuso el abuelo—. LO HABRÁN DESARMADO ANTES DE QUE ESTALLE. AÚN NO HE CONSEGUIDO NUNCA QUE UN TRASTO DE ESOS EXPLOTE DE VERDAD, PERO AL MENOS PONDRÁ HISTÉRICOS A LOS BIBLIOTECARIOS DE ALTO NIVEL Y PUEDE QUE NOS LOS QUITE DE ENCIMA. NOS VEMOS EN EL ARCHIVO DEL IDIOMA OLVIDADO.

Asentí. Por delante, mi madre se había detenido en el amplio túnel y volvía la vista hacia mí con insistencia. Allí el viento era bastante fuerte. No como para llevársete volando, pero quizá sí para llevarse a tu hermanito muy pequeño.

Seguí avanzando, sintiéndome agotado. Quizá fuesen las secuelas de la lente de llenavergüenza, pero tuve la repentina y casi abrumadora intuición de que aquello iba a terminar igual que en Mokia. Quizá detendríamos a mi padre, pero ¿qué pasaba con salvar a mis amigos? ¿Qué pasaba con Himalaya y Folsom, y con todos los que estaban luchando en aeronaves sobre la ciudad? ¿De qué servía «ganar» si toda la gente que me importaba terminaba muerta por lograr esa victoria?

Saqué el teléfono y llamé a Kaz.

—¡Al! —dijo al descolgar. Se oían explosiones al otro lado de la línea—. Por favor, dime que ya no te falta mucho ahí dentro.

—¿La batalla no va bien?

—Podría decirse así —dijo Kaz, y soltó una maldición. Se quedó callado unos segundos—. Ha ido por un pelo. Vamos a tener que retirarnos pronto. Y Al, está pasando una cosa muy extraña.

—¿El cristal hace cosas raras cerca de ti?

—¡Sí! ¿Cómo lo has sabido? Cuando pulso botones del panel de mandos de cristal, los activo todos. Casi me ha costado la vida. Tengo que dirigir la nave con toquecitos delicados. No sé cuánto tiempo aguantaré antes de que algo salga muy, muy mal.

—Vale —dije—. Quiero que te retires. Pero antes necesito que hagas una cosa muy loca.

—¿Cómo de loca?

—Loca que no veas.

—Me vale. ¿Qué es?

—Necesito que te lances en picado por el agujero que hemos hecho hacia la Sumoteca —expliqué—. Himalaya y Folsom están ahí dentro con un equipo de soldados, y los tienen acorralados. Quiero que poses a Pingüinator, los recojas y escapéis.

—Tenías razón —dijo él—. Es una cosa muy loca. Lo haré.

—Cuando los tengas a bordo, retiraos.

—¿Y tú?

—Tengo otra forma de salir —mentí.

No quería que muriera nadie más por las idioteces que yo había dicho a los monarcas. El abuelo, Dif y yo tendríamos que buscarnos nuestra propia salida. Los Smedry siempre escapaban de esa clase de aprietos, ¿verdad?

—¿Alguna novedad sobre devolver los Talentos? —preguntó Kaz.

—Todavía no.

—Lástima. Tengo todo el rato la sensación de que casi puedo hacer funcionar mi Talento.

Colgó y le envié en un mensaje el número de Himalaya, y luego envié otro a ella diciéndole que se preparara para la llegada de Kaz. Se me hacía bastante raro estar utilizando de nuevo la tecnología; no dejaba de temer que el teléfono se derritiera entre mis dedos, o que me hablara, o algo.

Mi madre y Dif aflojaron el paso por delante de mí. ¿Ellos también podrían alimentar el cristal? Quería poner a prueba la teoría, pero vacilé, pensando en qué pasaría si daba a mi madre esa información.

«El autentificador —pensé—. Se le ha descontrolado en la mano, sin que yo lo tocara. Podría estar interfiriendo ella con el cristal que lleva.»

Más preguntas. Notándome exhausto y confuso, alcancé a mis compañeros ante una puerta doble metálica. Las luces que tenía a los lados estaban en verde. Podíamos entrar.

Eso si de verdad queríamos hacerlo. Lo cual era discutible, ya que, al abrirse las puertas, vi que la mayor parte del suelo faltaba.

Sí, faltaba. Lo único que se parecía a un suelo era una larga pasarela que llevaba desde nuestra puerta a una plataforma que había en el centro de la sala. En la plataforma se alzaba una caseta, parecida a los archivos de la cámara principal. Dentro se veían estanterías.

Aparte de eso, la estancia era un pozo. Llegaba de abajo un familiar «zuf-zuf-zuf». No había techo, sino solo una abertura larga y oscura como la de la anterior toma de aire que había visitado. El viento llegaba furioso desde el túnel superior, atraído hacia abajo por otro enorme ventilador de los que usaban los Bibliotecarios para distribuirlo por toda la Sumoteca.

—Ventilador —dije—. ¿Construyeron el archivo de idiomas olvidados sobre un precipicio mortal?

—Los Bibliotecarios —respondió mi madre— tienen más en común con los Smedry de lo que ningún bando quiere reconocer. Los dos sois capaces de deslomaros solo para añadir un mero efecto teatral a lo que hacéis.

Me estremecí, pero no podíamos hacer otra cosa que cruzar aquella pasarela. Al menos, parecía más robusta que el puente de cuerda. Mi madre abrió el paso, seguida por mí y con Dif en la retaguardia. No había barandilla y, aunque la pasarela medía casi metro y medio de ancho, me sentí como un funambulista, con el viento removiéndome el pelo y la ropa, consciente a cada paso del riesgo de caer hacia aquellas aspas de ventilador.

Nunca me había alegrado tanto de entrar en una biblioteca como cuando bajé de aquella pasarela y me metí en el espacio de la pequeña cabaña, donde (por suerte) el viento era mucho menos intenso. El lugar parecía desierto. Estaba iluminado por luces eléctricas en las paredes y surtido con centenares de textos en el idioma olvidado, muchos de los cuales estaban en papiros enrollados.

—Vacío —dijo Dif, con los brazos en jarras—. ¿No teníamos que encontrar aquí a tu padre?

—Ah, está aquí —dije yo.

—¿Dónde? —preguntó mi madre.

—Lleva puestas lentes de disfrazador.

—¿No estabas prestando atención? —me soltó mi madre—. La Sumoteca tiene medidas establecidas contra esas cosas. Cualquiera que use lentes para hacerse pasar por otro, brillará.

—No, si ya lo sé —repuse—. Attica cuenta con ello, ya que le viene bien para el disfraz. ¿No es así, padre?

Algo se movió al lado de una estantería, saliendo de su escondite. Era una silueta fantasmagórica y resplandeciente, con sus espectrales vestiduras colgando hechas harapos. Llevaba puesto un monóculo.

Era un Conservador muerto viviente, un Bibliotecario de los que merodeaban por Alejandría. O alguien vestido igual que ellos.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó el fantasma con la voz de mi padre.

 

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81. Porque estáis leyendo esto en voz alta, ¿verdad? A ver, estoy seguro de que en algún momento os he dicho que lo hagáis con estos libros.