Capítulo

 

Lilly

 

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Érase una vez un chico.

No debería sorprender a nadie, ya que aproximadamente la mitad de los habitantes del planeta son, o una vez fueron, chicos.

Este chico se metía mucho en líos, lo que tampoco debería sorprender a nadie. Todo el mundo se mete mucho en líos cuando es joven... o al menos, todos menos el chaval ese, Reginald, el que vive calle abajo, pero da igual porque tampoco cae bien a nadie.

Había algo distinto en este chico. Muchas de las veces en que se metía en líos no era por su culpa. Pero de verdad no era culpa suya, no como cuando dices: «Ha sido mi hermano pequeño» o «Te juro que no tengo ni idea de qué hace ese paquete de galletas vacío debajo de mi cama» o «De verdad que no tenía intención de invadir Polonia». No, este chico de verdad no hacía nada malo.

Era solo que las cosas se rompían a su alrededor.

Y claro, pasarse la vida cargando con las culpas de cosas que no había hecho machacó bastante a este chico. Más o menos había renunciado a la vida, hasta que un día algo cambió.9 Pasó a formar parte de una familia. Descubrió que era famoso. Le dijeron que era especial.

A partir de ese momento, comenzó una racha asombrosa. Empezó a triunfar. Las cosas empezaron a irle bien. La racha tendría que haberlo preocupado, porque si algo había aprendido de la vida era que, cuando las cosas se rompían en torno a él, se rompían a base de bien.

Empezó a vivir como si pudiera hacerlo todo, por arriesgado y estrafalario que fuera. Se embarcó en una última aventura, pasó dificultades y vivió algunos malos tiempos, pero al final todo salió bien. Mola.

Lo que tenéis más arriba es lo que se conoce como cuento de hadas, y es un ejemplo moderno, no del pasado. ¿Sabéis cómo se distinguen?

Porque en este, el final es mentira.

—Conque infiltrarnos en la Sumoteca, ¿eh? —dijo Kaz desde el fondo de la sala—. En la Biblioteca del Congreso.

—Ummm... sí —respondí.

—Y se lo has dicho a todo el mundo —siguió diciendo Kaz—, incluidos los simpatizantes de los Bibliotecarios que hay en el Consejo de los Reyes, que sin duda avisarán a sus aliados de que vamos para allá.

—Estooo, exacto.

—Atrevido —dijo Kaz—. Bordeando la estupidez.

—¿Al estilo de los Smedry? —sugerí.

Kaz se levantó y se puso el sombrero.

—Si no, por poco.

—Míralo de esta manera, hijo —dijo el abuelo a Kaz—. Attica también va de camino hacia la Sumoteca. Lo que ha hecho el joven Alcatraz complicará mucho el acceso a su padre y nos dará más tiempo.

—Además —añadí yo, mientras intentaba descubrir por qué había dicho lo que dije—, si existe un antídoto para el coma en que han caído Bastille y los mokianos, lo normal sería que pudiéramos encontrarlo en la Sumoteca.

—Casi suena racional, si lo planteáis así —comentó Kaz—. Bueno, tranquilos. Tampoco tiene tanta importancia si los Bibliotecarios nos esperan, porque siempre puedo usar mi Talento para colarnos en... —Y dejó la frase en el aire. Saltaba a la vista que, por un momento, se le había ido de la cabeza que yo había roto los Talentos. Puso una cara muy larga—. Vale, se me había olvidado. Entonces, ¿cómo vamos a entrar?

—Bueno —dijo el abuelo—, primero pondremos en marcha una larga campaña política de distracción. Presentaré una moción en la cámara política nalhalliana para que la aborde el Consejo de los Reyes, con objeto de imponer sanciones más graves a los simpatizantes de los Bibliotecarios.

—¡Hala, sanciones económicas! —exclamó Kaz—. ¡Qué divertido!

—Después organizaremos una prolongada pero decidida campaña de propaganda política en las Tierras Silenciadas, para generar descontento entre la población general hasta que estemos en condiciones de reclutar a algunos guardias de los que vigilan las defensas alrededor de Washington, D.C.

—¡Caramba, propaganda política! Es justo la emoción que la gente espera de un relato de acción y aventuras.

—Exacto —asintió el abuelo—. Luego, tras muchos años de esfuerzo y adversidades, convenceremos a algún insatisfecho de las Tierras Silenciadas para que clave una nota en la puerta del Bibliotecario jefe, denunciándolo y creando un incidente internacional. Durante la confusión resultante, podremos lograr que nos asignen como embajadores y entrar en la ciudad, con lo que... ¡habremos completado el primer paso del proceso de diecisiete para entrar en la Sumoteca sin que se enteren!

—¡Fantástico! —dijo Kaz.

Nos quedamos los tres un momento mirándonos entre nosotros. En la ciudad reinaba un silencio penetrante, al menos hasta que hubo una detonación fortísima muy cerca, que arrojó cascotes contra las paredes exteriores y nos sacudió a todos.

—Huy —dijo el abuelo—. Bueno, otra forma de hacerlo sería huir de esa enigmática explosión, robar una nave y entrar en las Tierras Silenciadas volando y a tiros.

—¡Uf, menos mal! —exclamé—. Un día voy a escribir mi autobiografía, y todas esas cosas que decías tenían una pinta aburridísima de escribir.

Salimos a toda prisa de la sala hacia el pasillo, que de pronto bullía de actividad. Por lo visto, la explosión había dado vidilla a la gente.10 Nos abrimos paso entre los apresurados mokianos hasta que nos lo cortó un círculo de guardias con lanzas y las caras pintadas. En el centro estaba la reina Kamali, una mujer mokiana bastante alta, de casi veinte años.

—¡No hemos sido nosotros! —dijo Kaz al instante.

—No suponía que hubiera sido usted, señor Kazan —replicó la reina—. Esto es un ataque con misiles de los Bibliotecarios. Tuvimos que sufrirlos a intervalos regulares durante los años previos a la invasión propiamente dicha. —Me lanzó una mirada—. Por supuesto, cabe la posibilidad de que algo los haya incitado a lanzar este ataque concreto.

—Estooo... —dije—, ¿cómo sabes de....?

—¿De vuestro ultimátum? Se ha visto en todos los cristales de palacio, señor Alcatraz.

¿Ah, sí? Por lo visto, me había pasado un poco al alimentar aquel cristal de comunicador.

—En el pasado —dijo la reina—, esos ataques eran poco más que molestias, ya que teníamos nuestra cúpula protectora. Pero sin ella, el ataque podría ser devastador. Voy a ordenar que todos vayan a los refugios. —Titubeó un momento—. Supongo que no querrán venir...

—¿Hay aperitivos? —preguntó Kaz.

Otra explosión hizo temblar la ciudad. Aluki, de la guardia real, asió a la reina por el hombro.

—Debemos irnos. Dejad que los Smedry hagan lo que mejor hacen.

—¿Salvar el mundo? —preguntó el abuelo.

—¿Meternos en líos? —preguntó Kaz.

—¿Correr de un lado para otro dando gritos? —pregunté yo.

—Atraer el fuego —dijo Aluki mientras se llevaba a la reina, seguidos por los demás guardias.

El abuelo sonrió y abrió la marcha, con un dedo alzado hacia delante mientras corría por el pasillo. Fuimos tras él, Kaz a más velocidad que el resto después de ponerse sus lentes de guerrero. Todas las mías estaban en posesión del abuelo, por el momento. Como me había pasado el día anterior descansando después de mi calvario, se las había llevado para que las pulieran y comprobaran que no tenían muescas.

Cruzamos un pasillo a la carga, luego otro y al fin salimos por un gran portón a un terreno abarrotado de inmensos animales de cristal. Vehículos, pero al estilo de los Reinos Libres. Había un taimado cuervo, un orgulloso grifo, una majestuosa águila y... un pingüino.

—Vas a escoger el pingüino, ¿verdad? —dije suspirando, mientras el abuelo echaba a correr por el terreno.

—¡Pues claro, chaval! Es la opción más elegante.

Claro. En fin, a mí me apetecía volar hacia las Tierras Silenciadas, pero tendría que conformarme con llegar en barco.

Del cielo llovieron cohetes hacia las cabañas de estilo retro y las estructuras de madera que conformaban Tuki Tuki. Cada cohete dejaba atrás una nube de humo mientras caía rugiente entre los restos quebrados de la cúpula que había protegido la ciudad. Una explosión cercana sacudió el suelo y di un traspié, furioso. Primero el asedio y ahora aquello. Los Bibliotecarios no habían tenido ni la decencia de dejar que el pueblo de Tuki Tuki llorara a sus parientes y amigos caídos. Lo que habían hecho era lanzar un ataque aéreo el día después de que se rompiera el asedio, claramente en plan: «Si no nos la podemos quedar, la volaremos y listos.»

—¡Espera, abuelo! —grité—. ¡Mi madre! Tenemos que llevárnosla.

—¡No estoy nada convencido de eso! —respondió el abuelo con otro grito.

—Nos la llevamos —afirmé.

Sí, mi madre era Bibliotecaria, y sí, el abuelo hacía bien en no confiar en ella. Pero era quien había adivinado dónde iba a ir mi padre, porque lo conocía incluso mejor que el abuelo.

Mis lentes de buscaverdades habían confirmado que no mentía sobre mi padre. Llevaba años trabajando para detener a Attica. Mis instintos me decían que íbamos a necesitarla antes de que terminara aquella infiltración. Como nota al margen,11 mi vida incluye algunas de las líneas de diálogo más raras que leeréis jamás. Por ejemplo:

—De acuerdo —aceptó el abuelo—. ¡Tú ve a buscar a tu madre, la Bibliotecaria malvada, y yo iré calentando el pingüino gigante!

—Voy contigo, Al —dijo Kaz mientras echábamos a correr por la ciudad hacia la celda, o mejor dicho hacia la jaula que habían improvisado para retener a mi madre.

Tuki Tuki había sido un lugar idílico, lleno de flores, verde hierba y caras sonrientes. Pero se había transformado en tierra levantada, fragmentos de cristal roto y flores pisoteadas. Los misiles añadían cráteres humeantes al conjunto, para darle variedad.

La evacuación hacia los refugios parecía estar yendo bastante bien, a juzgar por las grandes masas de gente que desaparecían hacia la seguridad de los búnkeres subterráneos. Al poco tiempo, ya corríamos por una ciudad casi vacía. Bueno, vacía salvo por los mortíferos misiles que nos caían del cielo. Me alegró descubrir que había pasado por tantas situaciones enloquecidas como aquella que ya casi no me daba ni pánico.

—Bueno —dijo Kaz, que me mantenía el ritmo sin problemas gracias a sus anteojos oscuros—, ¿cuándo crees que podrás... ya sabes, devolver los Talentos?

Negué con la cabeza.

—¿Seguro?

—Es...

Me interrumpí al ver que caía un misil hacia nosotros. Nos refugiamos delante de un muro y el misil cayó por detrás de nosotros, rebotó contra el suelo y se detuvo. Esperamos con los músculos tensos, pero no llegó ninguna explosión.

—Defectuoso —dijo Kaz—. Vamos.

Lo seguí, aunque pasamos demasiado cerca del misil para mi gusto. Reparé en que tenía algo raro.

—Toda la parte de atrás está hecha de cristal —dije—. Para que luego digan que los Bibliotecarios evitan usar tecnología de los Reinos Libres.12

—Y muchos de ellos lo evitan —respondió Kaz—, pero otros muchos creen que solo ellos deberían poder usar estas cosas. Recuerda que para un Bibliotecario de Biblioden, todo consiste en el control. No quieren que los indignos tengan acceso a cosas como el cristal. Esos misiles tienen más alcance y son más ligeros porque usan arena brillante para alimentar los motores, pero seguro que los explosivos son TNT de las Tierras Silenciadas o algo por el estilo, que es mucho más barato que su equivalente silimático.

—Serán hipócritas.

—Sí. Lo único que los Bibliotecarios no han podido robarnos nunca son los Talentos. —Vaciló y se notó que no podía resistirse a presionar un poquito más—. Pero exactamente, ¿qué hiciste? A lo mejor podemos encontrar la forma de arreglarlos viendo cómo los rompiste.

Hice una mueca.

—Es que no sé lo que hice, Kaz. Fue como que... me harté de intentar controlar el Talento y lo dejé suelto. Dejé que hiciera lo que quería hacer.

—Hablas como si estuviera vivo —dijo Kaz, doblando una esquina hacia otra calle desierta.

—Es la sensación que me daba.

Kaz meneó la cabeza hacia los lados.

—Los Talentos no están vivos, no más que tu conciencia o tu rabia. Te puede parecer que esas cosas tienen vida propia, pero es una idea peligrosa porque las vuelve externas, Al, te quita responsabilidad sobre ellas. Tu Talento forma parte de ti. Tengo la sensación de que, si queremos que los Talentos vuelvan a funcionar, te va a tocar entenderlo.

—Supongo —repuse.

—Bien. Ah, y misil.

Salté a una zanja para refugiarme mientras un misil caía en espiral hacia nosotros. Ese no estaba defectuoso: voló una cabaña cercana y el sonido de la explosión casi me dejó sordo. Levanté la mirada, aturdido, y vi que Kaz estaba a mi lado. Un cacho de metal bastante grande había saltado con la explosión y se había clavado en la pared de la zanja, a menos de un centímetro por encima de su cabeza. Kaz lo miró sin moverse, estimó la minúscula distancia y enarcó una ceja desde detrás de sus gafas oscuras hacia mí.

—¿Vas a decirme que los bajitos sois más extraordinarios que los altos? —pregunté, sacudiéndome el polvo y levantándome.

—Eso es un malentendido —dijo Kaz mientras abría la marcha de nuevo—. La gente bajita no es, por término medio, más extraordinaria que la alta. Es más, diría que mi extraordinariez viene a ser equivalente a tu extraordinariez.

—Te honra reconocerlo.

—Claro que... mi extraordinariez está recogida en un contenedor más pequeño, por lo que es más concentrada. Es como la diferencia entre el zumo de limón y el ácido cítrico. De modo que, verás, mi extraordinariez es más efectiva.

Di un bufido.

—Estás pirado.

—Sí, y por suerte mi piradez también está más concentrada, como...

Levanté una mano para hacerlo callar. Acabábamos de doblar una esquina y habíamos llegado a la celda, que en realidad era una cabañita de vacaciones con las ventanas tapiadas y las puertas atrancadas desde fuera. Los mokianos no eran muy de construir instituciones penitenciarias.

Había caído un misil al lado de la estructura que había volado la pared. Mi madre, si seguía viva, estaba suelta.

9. Bueno, para ser más precisos, todo cambió.

10. O al menos, a los que no les había quitado vidilla.

11. Que son muy distintas de las notas al pie.

12. Que, por algún motivo, siempre parece relacionada con el cristal. A mí no me preguntéis, yo también lo veo raro.