Capítulo
Trillian
Necesito que hagáis una cosa por mí. ¿Os parece bien? ¿Estáis dispuestos a hacer un favor a vuestro escritor favorito?
Vale, pues id a la nevera. Buscad hasta que encontréis un poco de fiambre, queso, pepinillos, lechuga, más fiambre y mayonesa. Abrid la panera y sacad una baguette. (Por cierto, ¿a quién se le ocurrió la forma de escribir esa palabra?30 Debe de ser una treta de los Bibliotecarios para que tenga que depender del corrector ortográfico.)
Ahora abrid la baguette y untadla de mayonesa por los dos lados. Echadle con ganas. ¿Estáis untando a base de bien? A mí no me lo parece. Deberíais estar mayonesizando estas páginas al intentar leer las instrucciones mientras preparáis la comida. Bien, ahora elegid las rodajas de pepinillo que maximizan la piel exterior, porque son las más crujientes. Los centros podéis tirarlos. ¿Estamos? Vale, ahora no os olvidéis de salar el queso.31
¿Lo tenéis? Espero un poco. ¿Ya? Bien. No ha sido tan difícil, ¿verdad?
Ahora viajad hacia atrás en el tiempo, teletransportaos a mi casa en los Reinos Libres y dadme el bocadillo mientras escribo esto. Tengo un pelín de hambre.
—Guau —dije en voz baja, mirando por los parabrisas de la cabina de Pingüinator.
—Ya puedes repetirlo —dijo el abuelo—. Sobre todo porque no te he oído la primera vez. Habla más alto.
—¡Guau!
—Mucho mejor.
Ya había estado una vez en Washington D.C., con una excursión escolar, pero no se parecía nada a lo que tenía delante. Pingüinator acababa de cruzar la bahía de Chesapeake, volando justo por debajo de la densa capa de nubes. Desde tanta altura, tenía una vista muy buena de la enorme cúpula morada que cubría la ciudad por completo. Brillaba con una luz violeta, como el vapor de una sartén caliente. Levanté mis lentes de oculantista y, en efecto, sin ellas la cúpula no se veía... salvo por una distorsión en el aire.
—¿Y esa distorsión? —pregunté, señalando.
—La provocan los ojos de cristal de Pingüinator —explicó Kaz—. La gente normal no puede ver el escudo, pero los parabrisas de cristal que llevamos están diseñados para avisar a los pilotos de las ilusiones de los Bibliotecarios.
Asentí, volviendo a bajar las lentes sobre mis ojos. Kaz y mi madre estaban sentados frente al cuadro de mandos, aunque ella leía distraída, mientras el abuelo, Draulin y yo nos habíamos quedado detrás de sus asientos para ver el paisaje. El primo Dif se colocó entre mi abuelo y yo y nos pasó los brazos por los hombros. No vi ni rastro de su terrario de hormigas.
Al acercarnos a Washington, vi una ciudad muy diferente a la que se presentaba al mundo. Aunque las afueras venían a ser bastante parecidas, el centro, lo que sale en todas las postales, era distinto del todo. El monumento a Lincoln tenía una torreta encima, con unas baterías antiaéreas de aspecto feroz apuntadas al cielo, y la larga franja verde de la explanada que partía de él parecía más una pista de aterrizaje que un parque. La Casa Blanca estaba rodeada por una verja roja de picos afilados, y muchos de los museos estaban como extendidos hacia arriba, más puntiagudos, más diabólicos. Solo el monumento a Washington parecía inalterado: seguía siendo un obelisco solitario que se alzaba hacia el cielo, rodeado de oscuridad.
Distinguí la Sumoteca con facilidad. Lo que en las Tierras Silenciadas parecía un inocente, aunque regio, edificio de piedra —la Biblioteca del Congreso—, se presentó ante mí como una fortaleza negrísima, de seis pisos de altura, con afiladas agujas de piedra y bichos monstruosos volando a su alrededor. Diréis lo que queráis de los Bibliotecarios, pero si algo tienen, es estilo.
Por desgracia, no pude fijarme mucho tiempo en la Sumoteca, porque se aproximaba a nosotros un escuadrón de aviones a reacción. Tenían que ser centenares de elegantes cazas negros, que no se parecían en nada a los aviones que había visto en los museos de aviación.
—Eso tiene que ser la Fuerza Aérea Bibliotecaria al completo —dijo Kaz—. No aviones militares estadounidenses, sino la auténtica fuerza de defensa de los Bibliotecarios. No había visto nunca que llamaran a tantos.
—Los tenemos asustados —dijo el abuelo, ansioso.
—¡Esto es increíble! —exclamó Dif, apretándome el hombro.
—Qué tonta he sido —dijo mi madre, después de dejar por fin su libro y volver a la realidad— al suponer que, con vosotros, había alguna posibilidad de colarme en la Sumoteca.
—Colarse es divertido —replicó el abuelo—, pero esto es mucho más emocionante. —Calló un momento—. Podrás esquivarlos, ¿verdad, hijo?
—Tal vez —dijo Kaz—. Pero necesitaré a algunos de vosotros fuera, defendiéndonos. Ten.
Lanzó a mi abuelo un pequeño aparato que parecía una diadema con un auricular que tenía pinta de encajar muy bien en la oreja.
—¿Cristal de comunicador? —preguntó el abuelo, sosteniéndolo en alto.
—No. Bluetooth. —Kaz le entregó un teléfono móvil.
—Tecnología bibliotecaria —dijo Draulin con un bufido—. Mucho menos avanzada que un buen grito.
—Ya, bueno —dijo Kaz, pasándonos a Draulin y a mí sendos conjuntos de teléfono y auricular—. Funciona. Es lo único que me importa.
El abuelo se puso el auricular de mil amores, aunque necesitó un poco de ayuda porque creía que la correa de sujeción era un parche para el ojo. (Los habitantes de los Reinos Libres suelen tener una perspectiva... inusual sobre la tecnología y las costumbres de las Tierras Silenciadas.) Iniciamos una llamada telefónica con los cuatro en la misma línea, para poder hablar entre nosotros.
Los tres dejamos en la cabina a Dif, Shasta y Kaz y nos dirigimos a la plataforma de salida, una estancia que tenía la pared retráctil. Allí nos equipamos con unas botas que tenían cristal de amarrador en las suelas, para adherirse a cualquier otro tipo de cristal. Metí un pie en una bota.32 Tenerla puesta me dio cierta perspectiva. La última vez que había hecho algo parecido fue para escapar de las Tierras Silenciadas. Ahora estaba regresando, a toda velocidad.
Antes, los Bibliotecarios habían intentado impedir que escapara. Ahora parecían dispuestos a hacer prácticamente lo que fuera para evitar que volviera. Ya no era el perseguido. Había derrotado a los Bibliotecarios en Mokia y había pasado a ser el lobo, mientras ellos eran los corderos. Bueno, si los corderos tuvieran baterías antiaéreas, bazucas y cazas a reacción de alta tecnología.
Esto me recuerda a los avispones.
¿Cómo? ¿A vosotros no os recuerda a los avispones? Qué raros sois. Vamos, porque salta a la vista que este es el punto exacto de una historia donde cabría esperar una charla sobre entomología. Incluso se menciona en El gran libro de cómo escribir libros impresionantes.33
Veréis, los avispones y las abejas son enemigos naturales, como los perros y los gatos, la música disco y el rock o el puño de Bastille y vuestra cara. Luchaban siempre entre ellos hasta que, un día, el juego cambió. Y lo que hizo que cambiara fue el avispón gigante japonés. Esos monstruos se las ingeniaron para cruzar el océano (seguro que habían comprado una vivienda en multipropiedad y querían usarla) e invadir Norteamérica.
Eso trajo problemas a las abejas. Resulta que el avispón gigante japonés tiene la piel más dura que cualquier avispón norteamericano. Son más feroces, más grandes y casi imposibles de matar para la abeja melífera media. Unos pocos avispones gigantes japoneses pueden arrasar una colmena entera, con decenas de miles de abejas, ellos solos.
Entonces, ¿aquí yo soy el avispón o la abeja? Bueno, depende de si esta historia la está contando Esopo o no.
Draulin abrió el lateral de Pingüinator y nos expuso a un viento huracanado y a una visión que me revolvió el estómago. Mi abuelo se puso unos anteojos con cristales tintados de verde: lentes de soplatormentas, que le permitirían controlar el viento y facilitarnos la salida al exterior de la nave pingüino con forma de misil. Desfilamos hacia fuera, primero adhiriendo nuestras botas al suelo y luego saliendo a una especie de tablón que se extendió más allá de la abertura. Desde él pudimos poner los pies en el exterior del casco de Pingüinator, confiando en que las botas evitaran que nos precipitásemos a una muerte prematura contra el techo de un supermercado.
Cuando estuvimos fuera, mi abuelo nos indicó por señas que él ocuparía la posición central, sobre la cabeza del pingüino. Draulin, con su gigantesca espada de cristal apoyada en el hombro, fue hacia el lado izquierdo de la nave, y a mí me correspondió el derecho.
Se arremolinaron unos nubarrones negros por encima de nosotros. Quizás hubiera tormenta pronto.
—Bienvenidos a la ventanilla para automóviles —dijo la voz de Kaz en mi auricular—. ¿Quieren hacer su pedido?
—Estooo... —respondí—. ¿Qué?
—Es la forma de empezar una conversación por radio en las Tierras Silenciadas —dijo Kaz—. Lo he visto en las películas.
—No es...
—Tomaré un refresco grande y patatas —dijo el abuelo.
—Pero ¿sabes lo que es un refresco grande, siquiera? —le pregunté.
—Es una frase en código —respondió él—. Significa: «Recibido y, por cierto, dame unas patatas fritas, por favor.»
—No es... Mira, da lo mismo.
—A ver —dijo Kaz desde la cabina—, ¿alguien tiene alguna buena idea para entrar a hurtadillas en la Sumoteca?
—¿A hurtadillas? —dijo Draulin—. Creo que ya es un poco tarde para eso, señor Smedry.
—¡Chorradas! —exclamó el abuelo—. Tendremos una batalla emocionante y luego, cuando todo el mundo esté agotado, nos colaremos.
—Suponiendo que esa táctica pudiera funcionar de algún modo —dijo Draulin—, ¿cómo planea superar la cúpula?
—Ummm... —dijo el abuelo.
—¿Qué os parece esto? —casi gritó Shasta desde la línea de Kaz. ¿Había estado escuchando la conversación?—. Yo pienso en un plan y todos los demás os concentráis en evitar que nos hagan explotar.
Me pareció bastante buena idea, ya que teníamos a los cazas casi encima. De hecho, un par de ellos pasaron junto a nosotros con los motores chillando, convertidos en borrones negros. Di un traspié y saqué mi lente de llenavergüenza.
Se acercó otro avión, que lanzó un cohete. Di un gañido, extendí el brazo con la lente hacia delante y envié una oleada de poder a su interior. Un ancho rayo de color granate salió de mi mano y alcanzó al misil.
En mi cabeza apareció una voz.
«Vaya, hombre. ¿Te acuerdas de cómo zarandeé a los demás misiles cuando me cargaban? ¿Sobre todo a aquel tan mono? ¿Cómo se puede ser así de torpe? Y antes, allá en la fábrica, aquel ruido tan inadecuado que hice cuando mi revestimiento raspó contra el suelo... Me miraron todos. Uf. Ojalá... ojalá pudiera desaparecer...»
¡Pum!
Mientras el misil se vaporizaba, bajé la lente, aturdido y bastante alterado. Desde la proa de la aeronave, el abuelo miró atrás y levantó el pulgar en mi dirección. Seguía usando sus lentes para evitar que el viento nos sacudiera, pero dejaba pasar el suficiente para que su cabello ralo ondeara en torno a su cabeza.
Me dieron náuseas. ¿Acababa de hacer sentir culpable a ese misil hasta que se autodestruyó? Había sonado muy lastimero.
«Era un objeto inanimado —pensé—. ¿Qué más dará?»
Apretando los dientes, enfoqué la lente hacia otra cosa que llegaba disparada hacia nosotros. El foco de luz granate atrapó a un caza enemigo entero en su brillo.
«Ay, madre —escuché en mi mente. Era la voz de la piloto del avión—. Aún no puedo creer lo que le dije a Jim hace dos años. Con lo bien que se lo estaba pasando todo el mundo, y voy yo y menciono a su madre. ¡Pero si sabía que había muerto! ¡Hasta había estado en su funeral! Pero se me escapó: “¿Qué tal tu madre?” ¿Por qué, por qué lo dije? Es que hasta podría explotar ahora mis...»
Aparté la lente, jadeando y sintiendo una oleada de temor. Me dio la impresión de que, si hubiera esperado un segundo más, la piloto de verdad habría explotado de vergüenza.
Pero ¿no era esa la idea?
El caza cabeceó y rodó, fuera de control, aunque mi lente estaba apagada. Creo que vi a alguien eyectándose. O fingí haberlo visto, al menos.
¿No había querido siempre unas lentes más destructivas? ¿No había protestado porque siempre me daban lentes «blandengues»? Pero aquello... aquello era dar golpes bajos. Oír aquellas voces hizo aflorar todas las estupideces que había cometido en mi vida, todos los pequeños errores que seguro que los demás ya habían olvidado. Eran la clase de cosas que te mantienen despierto en la cama, sintiéndote como un idiota. Deseando poder desaparecer sin más.
Era una lente muy, muy peligrosa. Y aun así, mi abuelo consideraba que la otra, la lente de formador, era incluso peor.
¿En qué me había metido?
El pingüino se lanzó de repente hacia abajo; Kaz estaba haciendo maniobras evasivas. Mientras rodábamos en picado, cambiando de dirección una y otra vez, me las vi y me las deseé para hacer estallar algún misil de vez en cuando... aunque evité atacar a los cazas.
Por suerte para nosotros, el abuelo y Draulin eran mucho más competentes que yo. Como ya me había demostrado en un viaje anterior, Draulin tenía la increíble habilidad de saltar delante de los misiles y apartarlos a espadazos, como si estuviera jugando un partido de tenis muy raro.34 Y el abuelo...
Bueno, el abuelo Smedry era un maestro de las lentes. Me distraje mirando cómo controlaba el viento para alejar los misiles y hacer que los aviones chocaran entre ellos, o cómo apartaba a Pingüinator con sutileza de algún ataque. No se movía en absoluto: estaba allí plantado, con cara de intensa concentración mientras las lentes flotaban delante de él. Estaba usando seis o siete a la vez, lanzando rayos de fuego, controlando el viento e incrementando su conciencia de las posiciones enemigas.
A veces se mostraba como un hombrecillo ridículo, pero al mismo tiempo era —y de verdad que no uso la palabra a la ligera— imponente.
Pero no iba a ser suficiente. Nuestra aeronave era mejor que las de los Bibliotecarios, teníamos un piloto de primera y mi abuelo luchaba como una fiera, pero apenas lográbamos mantenernos por delante de los misiles, las armas automáticas y las torretas defensivas. Kaz no podía mantener un rumbo recto: se veía obligado a llevarnos de lado a lado para esquivar las descargas.
Al cabo de diez minutos de feroz batalla, no estábamos más cerca de abrirnos paso que al principio.
—No puedo evitar la sensación —dijo Draulin mientras partía un misil en dos— de que este asalto no estaba muy bien pensado.
—Menuda sorpresa —repuso la voz de mi madre en nuestros oídos.
—¿Tienes algún plan para nosotros? —le pregunté, antes de girarme hacia un misil y enfocarlo con mi lente. El pobre recordó que su número de serie tenía una errata y estalló. La metralla rebotó contra Pingüinator a mi alrededor.
—Sí —dijo Shasta—, pero requiere que dejemos de ser el centro de atención durante un momento.
—Por tanto, es inviable —respondí—. Porque a ver, somos Smedry.
—No me había fijado —dijo Shasta—. Por una vez, estaría bien que dejarais de acaparar todas las miradas.
—Querida —dijo el abuelo por el canal de comunicación, jadeando y con voz de estar exhausto—, creo que no has prestado atención. Verás, esto es lo que mejor hacemos los Smedry.
—¿Oler raro? —preguntó Kaz.
—¿Complicarme la vida? —preguntó Draulin.
—¿Comernos tus patatas fritas cuando no miras? —pregunté yo.
—No —dijo el abuelo—. Atraer el fuego.
Hubo un momento de silencio.
—¡Canastos! —renegó Kaz—. Alguien nos llama por el cristal de comunicador de la nave.
—Responde, y diles que vas a sostener el teléfono contra el cristal, por favor —pidió el abuelo.
Kaz obedeció y por los auriculares llegó entre chasquidos una voz desconocida.
—Bienvenidos a la ventanilla para automóviles. ¿Quieren hacer su pedido?
—Un refresco grande y tal y cual —respondí—. ¿Quién llama?
—¡Señor Smedry! ¡Hemos visto su llamada a las armas! ¡Ha aparecido en todas las ventanas!
—Ah, qué bien —dije. Cristales rayados, ¿hasta dónde había llegado mi pequeño espectáculo?—. Pero ¿quiénes sois?
En las nubes que teníamos encima aparecieron unas sombras, y entonces al menos cincuenta aeronaves de distintas formas descendieron a través de ellas.
—Guardia Aérea Unificada de los Reinos Libres —respondió la voz—. Nos habían destinado a ayudar a despejar Tuki Tuki, pero... bueno, allí no pudimos hacer mucha cosa. Así que se nos ha ocurrido ver si necesitaba usted apoyo aéreo. A no ser que prefiera destruirlos a todos usted solo, mi señor.
—No, no —dije yo—. Estoy dispuesto a compartir la destrucción. Esta vez. Hay que aprender a ser desprendido.
—Muy bien, mi señor.
Y entonces empezó la auténtica batalla.
30. Y no digáis: «A los franceses», porque todo el mundo sabe que no existen de verdad.
31. Que sí, que saléis el queso.
32. Nota.
33. Por Alcatraz Smedry. Primera edición. Pero todavía no está publicado, así que solo puede encontrarse en mi estantería.
34. ¿Verdad que el tenis sería mucho más interesante si las pelotas explotaran?