Capítulo
20
Y ahí lo tenéis: así es como, por fin, terminé atado a un altar hecho de enciclopedias obsoletas. Sí, quizás exagerara un pelín con todo aquello del magma, el fuego y los tiburones, pero esa parte sí que sucedió de verdad. Estaba a punto de ser sacrificado a los poderes oscuros por una secta de Bibliotecarios malvados.
Y así fue como dispararon a mi abuelo.
Estaba allí tendido, sujeto al altar, mientras Biblioden y unos Bibliotecarios de la Orden de las Lentes Fragmentadas preparaban la ceremonia. Y no podía evitar pensar en mis padres.
¿Qué había salido mal? ¿Había sido algún hecho concreto? ¿En algún momento algo clavó una cuña entre mi padre y mi madre? En el fondo, los dos querían estar con el otro. Lo había visto. Y, sin embargo, ninguno de ellos lo revelaba.
Me pregunté qué mostraría la lente de formador si se usara en mí. ¿Qué quería yo más que nada en el mundo?
Giré la cabeza, la única parte del cuerpo que podía mover. La cima que sostenía el altar era lo bastante amplia para que cupieran varias decenas de personas, pero yo estaba cerca del borde y podía ver el suelo unos quince metros por debajo, el lugar donde, rodeados de soldados, Kaz e Himalaya resistían contra toda esperanza. Pingüinator estaba derribado cerca, con un gran agujero a un lado del casco.
Volví a mirar hacia el techo abierto, mientras Biblioden se aproximaba con paso tranquilo.
Le sonreí.
—No esperaba que sonrieras —comentó, con las manos cogidas detrás de la espalda—. La gente que espera que la sacrifiquen no suele estar muy alegre.
—Voy a derrotarte —susurré.
—Bravuconadas de los Smedry —dijo Biblioden.
—He estado en situaciones peores que esta —le aseguré—. Y siempre salgo sin un rasguño. Me saldré con la mía. Ya verás.
—En esas otras situaciones, no te enfrentabas a mí —dijo Biblioden, y se inclinó hacia mí—. ¿Comprendes lo que es tu familia, niño? Sois el símbolo de todo lo que es aborrecible en el mundo. Fingir que era uno de vosotros ha sido lo más difícil que he hecho jamás. Peor que matar a mi hermano. Peor que hundir un continente lleno de seguidores leales por la corrupción que se había extendido entre ellos. Peor que cualquier cosa.
Me asió el mentón, obligándome a mirarlo a los ojos mientras acercaba más su cara a la mía.
—Voy a deleitarme en la oportunidad de quitaros todo lo especial, interesante o particular que tengáis. Cuando termine, tú estarás muerto y el resto de tu familia será normal. Apropiado, ¿a que sí?
Me soltó y enderezó la espalda, mirando hacia mi padre, al que retenían dos soldados bibliotecarios al borde de la plataforma del altar.
—Esta ceremonia —proclamó Biblioden— es más poderosa si se realiza sobre una víctima voluntaria. Así que voy a daros una oportunidad a los dos. Cuando haya terminado, tenéis mi palabra de honor de que liberaré a uno de vosotros. De todos modos, prefiero que viva sabiendo lo que os he hecho.
¿Qué era ese aroma que traía el aire?
—Decidme, ¿cuál va a ser? —preguntó Biblioden—. ¿Cuál de vosotros vive y cuál muere? Dejaré que lo decidáis entre los dos.
—Señor —dijo un soldado—. ¿Huele eso? Es como... canela.
Biblioden se detuvo.
Por debajo de nosotros, la puerta de Pingüinator se sacudió con un sonoro golpetazo. Al momento, estalló.
En el hueco había una figura menuda con el pelo plateado. Una chica de trece años que sostenía una larga espada cristalina.
Parecía muy, muy furiosa.
—Has soltado el antídoto en el sistema de ventilación a propósito —rezongó Biblioden—. Tendría que haberme dado cuenta. Bueno, ¿qué más da? Es solo una persona.
—Se nota —dije— que nunca has tratado con Bastille cuando está de mal humor.
Los soldados abrieron fuego. Casi me dieron lástima.
Biblioden siguió observando un momento, pero por desgracia yo no tenía ángulo para ver más de lo que sucedía abajo. Se le pusieron los ojos como platos y dio un paso atrás.
—Muy bien —proclamó, mirando a los demás—. Hay que darse prisa. Roger, derriba los peldaños que suben hasta aquí. Todos los demás, empezad a disparar en esa dirección. Los Smedry tenéis que decidir ya mismo.
—Hombre —dije, sonriendo de oreja a oreja e intentando ganar tiempo—, déjame un momentito para que lo piense, ¿no?
Biblioden sacó la pistola de mi madre y me apretó el cañón contra la sien.
—¡Elegid!
Farfullé algo, intentando retrasar el momento. Pero mientras lo hacía, empecé a preocuparme. Bastille tenía mucha distancia que recorrer. Incluso si llegaba a la torre, ¿cómo iba a subir peleando hasta nosotros? Era formidable, pero no omnipotente.
—Voy a contar hasta tres —dijo Biblioden—. Uno.
Tiempo. ¡Tenía que ganar más tiempo!
—No, escucha, sé dónde puedes conseguir mucho más poder que...
—Dos.
Tenía que haber una escapatoria. Me entró el pánico. Un pánico repentino y apabullante.
—No lo hagas. Sé cosas que tú no. ¡Tengo secretos!
—Tres.
—¡Sacrifícame a mí! —gritó mi padre.
Exactamente al mismo tiempo que yo decía una cosa:
—Sacrifícalo a él.
En el fondo, en aquel momento de crisis, no quería morir. Puedo decirme a mí mismo que fue porque creía que perderían más tiempo si tenían que sacarme del altar para ponerlo a él.
Pero al final, lo que pasó fue que no quería morir.