Capítulo

 

18

 

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Los Bibliotecarios tenían miedo de un fantasma —le dije—. En concreto, de uno del tipo que había en Alejandría. ¿Y quién mejor para imitarlos que el único hombre que se unió a ellos y luego escapó? Además, si las defensas bibliotecarias van a hacerte brillar, ¿por qué no incorporar eso a tu disfraz?

Me encogí de hombros. Yo lo veía lógico.

—Así me gusta —dijo mi padre, mientras la imagen espectral desaparecía, reemplazada por su auténtico aspecto. Attica Smedry era un hombre alto y apuesto, con demasiada sonrisa en la boca. Llevaba un par de lentes y un elegante traje de los Reinos Libres que, en mi opinión, se parecía mucho a un pijama.

Cuando estuve con mi padre en Nalhalla, se apresuró a camelarse a toda persona que consideraba importante.

La definición no me incluía a mí.

Quizá sea esa la moraleja de estos libros. Puede que vosotros, lectores, os llevéis como el perro y el gato82 con vuestros padres, pero lo más seguro es que ni por asomo os vaya tan mal con ellos como a mí. Por lo menos vuestra madre no pertenece a una secta malvada que ha conquistado medio mundo, y por lo menos vuestro padre no intenta destruir el otro medio sin darse cuenta.

—Es... es un buen disfraz, Attica —dijo mi madre—. Los Bibliotecarios que te hayan visto habrán pensado: «¿Qué hace un Conservador de Alejandría flotando en nuestras salas?», en vez de sospechar que eres un espía. Han perdido el tiempo resolviendo el enigma equivocado. Al hacerte notar, tus auténticos motivos se han vuelvo invisibles. Brillante, como de costumbre.

—Gracias —respondió mi padre.

Shasta metió la mano en el bolsillo de su túnica y sacó una pistola.

—¡Madre! —grité—. ¡Las normas! ¡Tu promesa!

—Las promesas no significan nada —replicó— cuando está en juego el destino del planeta.

—Ese argumento ya es viejo, Shasta —dijo mi padre, separando las manos a los lados—. Y estoy aburrido de oírlo. Esto no va a destruir el mundo; simplemente destruirá a los Bibliotecarios.

—¿Talentos de los Smedry? —preguntó ella—. ¿En manos de todo el mundo?

—Igualdad —dijo mi padre.

—Fama para ti.

—No seas mezquina —le soltó mi padre—. Esto acabará con el control de Biblioden. ¿Los Bibliotecarios quieren hacer creer a la gente que el mundo es normal y corriente? ¿Quieren mantener en secreto los Reinos Libres? Pues muy bien, a ver cómo mantienen esto en secreto. ¡Talentos para todos!

—Locura.

—Inevitabilidad —dijo él—. No puedes impedirlo, ni siquiera si me matas. Alguien averiguará cómo hacerlo en algún momento. Ya puestos, bien puedo ser yo.

—Y siempre volvemos a tu ego —afirmó ella, levantando el arma. Noté una punzada de alarma—. Al final todo se reduce siempre a eso.

Mi padre la miró a los ojos.

—Él ha vuelto, ¿sabes?

Mi madre no respondió.

—Biblioden —dijo mi padre—. Ha reaparecido. Sospecho que sabía que sus tramas tardarían siglos en dar frutos, de modo que buscó la forma de dormir y esperar, dando tiempo a su reino para que se expandiera. Ahora que tiene al alcance de la mano la victoria, el final de los Reinos Libres, ha vuelto para dar el golpe de gracia. Pues bien, yo voy a dar a la gente un arma con la que combatirlo. ¡A ver cómo les va a los Bibliotecarios cuando toda persona a la que intenten dominar tenga el Talento de Romper!

—Estás loco —susurró mi madre. Aunque sostenía la pistola con mano firme, alcancé a ver una lágrima en su mejilla.

—¡Madre! —repetí—. ¡Madre!

Me miró un instante.

—Lo has prometido —dije—. Hablo yo antes con él.

—No cambiará, Alcatraz. Nunca cambia.

—Pero ¿de verdad quieres apretar ese gatillo sin saberlo? —pregunté—. ¿Sin darle una oportunidad más?

Mi madre titubeó un momento y luego suspiró y bajó el arma.

Un rayo de luz salió del ojo derecho de mi padre e impactó en ella, arrojándola hacia atrás. Cayó al suelo, inconsciente, y la pistola resbaló de entre sus dedos hacia la puerta.

—¡Madre! —chillé, corriendo junto a ella.

—Ah, no te preocupes —dijo mi padre con una risita—. Es solo una lente de topetador. Despertará con dolor de cabeza dentro de unas horas, sabiendo que he vuelto a vencerla. A estas alturas, ya estará acostumbrada, sospecho.

Puse a mi madre bocarriba. Era cierto que seguía respirando, pero tenía un lado de la cara de un tono rojo brillante, como si le hubieran dado un bofetón bien fuerte.

—Vaya —dijo mi padre—. La lente está haciendo cosas raras otra vez. No creía haber enviado tanta energía a través de ella. En fin, ¡buen trabajo haciendo que bajara la pistola, hijo mío! Eso sí que ha sido funcionar bien en equipo.

¿Ahora era «hijo mío»?

—Dif —llamé—, sal fuera de la caseta y espera al abuelo. Ha dicho que venía para acá. Avísame si lo que aparece son Bibliotecarios.

—Eso está hecho —respondió Dif, y salió por la entrada de la caseta.

Mi padre seguía riendo para sí mismo mientras sacaba una pila de cuadernos escondidos detrás de una estantería.

—Shasta tendría que haber imaginado que llevaría puestas dos lentes distintas —dijo—. Lente de disfrazador en un ojo y de topetador en el otro. Anda que el truco no es viejo, aunque sea muy difícil llevar dos lentes distintas a la vez.

De mala gana, dejé a Shasta en el suelo. No era una buena madre, pero tampoco era mala persona, o como mínimo intentaba hacer lo correcto. No podía decir lo mismo con seguridad de mi padre.

—Ven, hijo mío, y deja que te enseñe lo que he descubierto.

Attica se sentó a una mesa y cambió las lentes que llevaba puestas por otro par distinto. Reconocí las nuevas. Eran lentes de traductor. El primer tipo de lentes que yo había poseído jamás, al menos si contábamos la bolsa de arena que me había llegado el día de mi cumpleaños.

—De verdad es posible hacerlo —dijo mi padre, apartando una pila de textos en el idioma olvidado y pasando páginas de sus notas. A mis ojos desnudos, parecían ser solo garabatos en una página, y ni siquiera en plan: «Está en un idioma que no conozco.» Tenían todo el aspecto de los garabatos y dibujitos que podría hacer un niño de dos años.

—Padre, no estoy nada convencido de que debamos dar Talentos a todo el mundo —objeté, mirando sus notas por encima de su hombro—. ¿Y si mi madre tiene razón? ¿Y si hacerlo provoca un desastre?

—Paparruchas —dijo mi padre—. Hijo, tienes que entenderlo. Tu madre es Bibliotecaria. En el fondo de su alma, tiene un miedo tremendo al cambio, por no hablar de lo mucho que la aterra la idea de que la gente normal escape a su control. Por ejemplo, mira lo que te hizo en tu infancia.

«¿Y tú lo hiciste mejor, acaso?», pensé. Por lo menos ella me había tenido un ojo echado. A saber dónde había estado Attica durante casi todo ese tiempo.

—Lo que he descubierto es revolucionario —siguió diciendo mi padre—. Lo cambia todo.

—¿A qué te refieres?

Tenía que hacer que hablara, ganar el tiempo suficiente para que llegara mi abuelo. Yo me sentía inútil del todo a la hora de tratar con mi padre, pero el abuelo... sabría qué hacer.

—Está todo aquí —dijo mi padre, separando las manos—. La historia de los incarna. Cómo se dedicaron a llevar los Talentos de los Smedry al mundo.

—Esos Talentos los destruyeron —repliqué con un escalofrío.

—No fue así. —Attica se volvió hacia mí, con los ojos titilantes. En ese momento me recordó mucho a su padre—. Ahí está el secreto, hijo. Eso es lo que todo el mundo ha entendido mal. Los Talentos no fueron responsables de la destrucción de Incarna.

—Alcatraz I pensaba que sí —argumenté—. Dejó una advertencia sobre el Talento de Romper. Lo llamó... ¿«La maldición de los incarna», era?

—Alcatraz I era un pedazo de alcornoque —dijo mi padre con un gesto desdeñoso de la mano—. Odiaba el Talento, decía que lo había traicionado. Pero según estas crónicas, no era porque su Talento hubiera destruido a su pueblo: dejan claro que su furia se debía a que su Talento no había logrado salvarlo.

—No había logrado... ¿cómo?

—No estoy seguro de lo que significa —confesó mi padre, bajando la voz mientras seguía pasando páginas de sus anotaciones—. Pero estos libros no dejan lugar a dudas. Los Talentos se crearon para impedir la destrucción de Incarna, después de que el lugar ya corriera peligro. No sé en qué se supone que debían ayudar. Pero lo que sí sé es que no destruyeron a los incarna. Lo que de verdad derrumbó su civilización fue el poder. La energía.

Dejó una página a la vista y le dio unos golpecitos con las uñas antes de seguir hablando.

—La energía mueve el mundo, hijo. Petróleo, carbón, arena brillante... Los incarna inventaron cristales de todo tipo, pero sus formas de alimentar tales descubrimientos eran limitadas. La arena brillante costaba mucho de extraer. Los oculantistas eran de lo más infrecuentes, y solo podían usar lentes de tipos muy específicos y especializados. Anhelaban algo distinto, algo más. Y lo encontraron. Una fuente de energía tan inmensa que podía cargar todo el cristal que quisieran.

—¿Qué era? —pregunté, desarrollando un interés genuino.

—Algo peligroso —susurró mi padre—. Aún no sé qué era. Pero estaban decididos a utilizarlo. Consideraban injusto que hubiera tan pocos oculantistas. Querían ser todos ellos oculantistas y tener cristal para emplearlo como les diera la gana. Pero esa energía que descubrieron... no fueron capaces de controlarla. Era demasiado para ellos.

Y de repente, lo entendí.

La destrucción de Incarna.

La columna de luz.

El motivo de que pudiera alimentar el cristal tocándolo.

Y la verdad que había detrás de los Talentos. La causa de que funcionaran tan a lo loco, cuando no queríamos que lo hicieran.

—Somos nosotros —susurré—. Nosotros somos la fuente de energía.

—¿Cómo dices? —preguntó mi padre.

—Hicieron algo a nuestro linaje —dije.

La columna de luz de mi visión... era como la destrucción que provocarían unas lentes de prendefuegos.

—Nos crearon —continué— para alimentar su cristal y proporcionar energía a su cultura. Pero resultamos ser demasiado poderosos, y el cristal empezó a volverse loco cerca de nosotros. Igual que está haciendo ahora. Nos convirtieron a todos en oculantistas... no, no solo en oculantistas, sino en una especie de superoculantistas, capaces de cargar cualquier tipo de cristal.

—Interesante —dijo mi padre.

—La mayoría de los Talentos imitan el poder de las lentes. ¿Y si los Talentos son fruto de lo que ocurrió cuando nos crearon los incarna? O quizá... No, padre, has dicho que su propósito era ayudar. A lo mejor nos concedieron los Talentos para que impidieran la destrucción. Como una forma de canalizar la energía.

»Tiene sentido. A Kaz y a Himalaya les está empezando a pasar también. El efecto es más pronunciado en el abuelo, en ti y en mí porque además somos oculantistas. Y oculantistas natos, con lo que ampliamos el poder que nos dieron los incarna. Alcatraz I también lo era. Y ahora que ya no hay Talentos, la fuente de energía no tiene por dónde salir. Se está acumulando, y la liberamos al tocar cristal, cualquiera de nosotros. Pero ¿cómo pudieron darnos los Talentos, en un principio?

—Interesante —dijo mi padre.

Lo miré. ¡Ni siquiera me estaba prestando atención! Estaba leyendo otra página y asintiendo distraído con la cabeza, pero no daba signos de haber oído nada de lo que le había dicho.

—Padre, ¿cómo nos dieron los Talentos los incarna?

—¿Eh?

—Los Talentos —repetí—. ¿Cómo nos los proporcionaron los incarna?

—Ah, bueno, eso tiene algo que ver con una cosa que llamaban los «poderes oscuros». Creo que puedo reproducir lo que hicieron, pero voy a tener que ir a la Aguja del Mundo. Está conectada con todos los seres vivos, ¿sabes? Así que, si llevo a cabo la ceremonia correctamente, podré usar esa conexión para enviar los Talentos al mundo. Perfecto, diría yo. Muy elegante.

—Los... poderes oscuros. ¿El adjetivo no te da ni un poco de reparo?

—¿Debería? —preguntó, distraído de nuevo.

Me aparté. Seguía sin hacerme caso, como siempre. Suspiré y me dirigí a la salida para esperar a mi abuelo, pero al momento me detuve.

Había una cosa que necesitaba saber. Busqué en mi bolsillo y saqué la lente de formador. Tenía un tacto cálido: estaba alimentándola sin querer. Nosotros éramos la fuente de energía que de algún modo habían creado los incarna. Hasta hacía poco, los Talentos habían servido para dar un uso a nuestro exceso de energía, como un tubo de desagüe para desviar el exceso de lluvia.

Alcé la lente y miré a mi padre. El abuelo me había advertido sobre ella, me había dicho que podía proporcionarme demasiada información. Información ilegítima.

La usé de todos modos, y empecé a brillar.

A través de la lente, vi lo que mi padre más deseaba en la vida. Lo vi erguido sobre un pilar, rodeado por una marabunta de gente que lo miraba con ojos de adoración. Algunos le dedicaban gritos emocionados, otros le arrojaban regalos. Todos lo idolatraban, lo amaban.

Era exactamente lo que había esperado. Pero, en la visión, yo estaba a su derecha y Shasta a su izquierda. Sí, quizá fuesen versiones idealizadas de nosotros dos, quizás yo pareciera el niño de una teleserie de los años cincuenta, con mono y pecas, y quizá mi madre luciera un vestido alegre y una sonrisa dulce, pero estábamos allí.

 

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Aparté la lente. No sé por qué, pero todo habría sido más fácil si su visión de un mundo perfecto no nos incluyera a nosotros. De verdad quería tener familia. De verdad me quería con él, o como mínimo más o menos.

—Eh, Alcatraz, ven a ver esto —dijo mi padre—. Tienes que leer lo que decía Platón sobre su visita a los incarna. Es muy interesante.

Me quedé donde estaba. De repente, deseé que nunca me hubieran dado aquella lente de formador. ¿De qué me estaba sirviendo? La metí con brusquedad en el bolsillo.

—Padre —dije—, no sabemos qué efecto tendrán los Talentos en la gente normal.

—¿Cómo dices?

—¿Quieres escucharme, aunque sea solo una vez? —exclamé, cogiéndolo del brazo—. Nuestro linaje es la fuente de energía. Nosotros somos lo que crearon los incarna. Los Talentos funcionan porque les insuflamos energía, así que ¿qué pasará a la gente normal que los obtenga?

—Nosotros... somos la fuente de energía... —Mi padre puso los ojos como platos—. ¡Pues claro, ya lo creo que sí!

—No podemos seguir adelante —insistí— hasta que sepamos lo que van a hacer los Talentos a la gente normal. Tenemos que aprender de los actos de nuestros antepasados. Podemos estudiarlo, pero no podemos lanzarnos a ello sin pensar, como unos... como unos...

¿Como unos Smedry?

Mi padre torció el gesto y me arrancó su brazo de la mano.

—Suenas igualito que ella. Bueno, ya entraréis en razón los dos cuando haya terminado. Reconocerás que esto ha sido un descubrimiento increíble.

Era cierto que no había forma de que cambiara, ¿no?

—¿Hijo? —preguntó una voz.

Por fin. Me volví, aliviado, mientras entraban el abuelo Smedry y Draulin, seguidos de Dif.

—A ver —dijo el primo Dif—, ¿ya están aquí todos los que esperábamos?

—Creo que sí —respondí.

—Excelente —dijo Dif.

Y entonces, con la pistola de mi madre, disparó al abuelo Smedry en la cabeza.

82. ¿Y el pan?