Capítulo
Marco
Llegados a este punto, es necesario que os haga una advertencia.
Os he hecho muchas trampas, queridos lectores, durante la producción de estos cinco volúmenes de mi autografía. He sido engañoso, manipulador y hasta mezquino. Pero todo ha sido en nombre de un bien mayor: demostraros, en vez de limitarme a deciros, la clase de persona que soy.
El final está aquí. Esta vez no me estoy andando con chorradas. Esta vez no estoy mintiendo. No llegaréis al final de este libro y me encontraréis diciendo: «¡Que no, que era broma!» Esto es el final de verdad.
Y al final, fracaso.
Sé lo que os está pasando ahora mismo por la cabeza. Esperáis algún tipo de giro o redención. Estáis pensando: «¡Venga, Alcatraz, con la de veces que nos has engañado hasta ahora! No pienso picar de nuevo. Sé que al final, en realidad, triunfarás.»47
Me he esforzado mucho para inculcaros esa actitud. En realidad, comprendí desde el principio que la mejor forma de engañaros era ser sincero. Sería lo último que esperaríais de mí.
Quiero que os sintáis como yo, que conozcáis el mismo dolor que yo.
Es la única manera.
Descendí hacia el fondo agarrado a la cuerda. En esos momentos, caer treinta metros a un agujero humeante en pleno centro de Washington D.C. no estaba en mi lista de formas poco divertidas de morir, pero la añadí a toda prisa por si acaso. Esa y que me arrancaran la cabellera, ya que parece que se me debió de olvidar por algún motivo.
Cuanto más descendía, más lejano veía el cielo. Me sentí como si estuviera abandonando un dominio, el mundo racional, y pasando a otro. A un mundo más oscuro y profundo. Una vez más, estaba entrando en una biblioteca.
Las tropas de Himalaya y Folsom se me habían adelantado y ya empezaba a oír disparos abajo. Al cabo de un tiempo, crucé un anillo de cristal fundido y acero, el escudo que había mencionado Shasta, y entré en la Sumoteca.
Era como una pequeña ciudad establecida en una caverna enorme de techo muy alto. Me quedé colgando por encima de todo ello, anonadado. Me sonaba un poco haber aprendido que Washington estaba construida en terreno pantanoso, o algo por el estilo, pero saltaba a la vista que había sido una mentira de los Bibliotecarios, teniendo en cuenta aquella majestuosa caverna de piedra. Era tan amplia que no alcanzaba a discernir sus límites, demasiado oscuros.
La luz llegaba de miles de antorchas encendidas abajo, algunas en manos de Bibliotecarios, a los que distinguía como figuritas bajo mis pies. El suelo de la caverna estaba atestado de edificios, la mayoría bajos, aunque también había algunos bastante altos. Los edificios, negros y sombríos, daban sensación de antigüedad y se alzaban a distintos niveles dentro de la caverna, algunos en afloramientos rocosos que brotaban del irregular piso cavernoso y otros levantados en el centro de fosas, bajo los primeros.
Entre los edificios, la caverna estaba surcada de oscuras pasarelas de piedra. Las recorrían Bibliotecarios vestidos con túnicas negras y rojas, como las que podrían encontrarse en las rebajas de La Vieja Sastrería y Cuchillería del Sectario Malvado™.
Cerca del centro de la caverna, a poca distancia de mí, se elevaba sobre los demás edificios una alta torre. Era como un pico de roca natural, rodeado de escalones y con la cima plana.
Estaba coronado por lo que parecía ser una pila de libros viejos.
No le presté demasiada atención y seguí descendiendo mientras mi abuelo y Draulin bajaban por sus propias cuerdas. Al fondo, las tropas de Himalaya aseguraron nuestro punto de descenso. Muchos Bibliotecarios que había cerca se dispersaron, metiéndose en los numerosos edificios pequeños que había en la caverna. Mientras seguía bajando, pude ver el interior de uno de ellos: sus paredes estaban cubiertas por completo de estanterías.
Archivos. Tenía sentido. Sin embargo, mientras me acercaba al suelo pude echar un vistazo al interior de unos pocos más, y me sorprendió ver que algunos no contenían libros, sino estantes y más estantes repletos de los objetos más extraños. Pilas de monedas, montones de envoltorios y hasta hileras de cajas de cereales. Por lo visto, los Bibliotecarios coleccionaban cualquier cosa que estuviera escrita. Quizás estuvieran intentando recrear Alejandría.
Por fin llegué al fondo, con los brazos doloridos. Draulin se dejó caer a mi lado, con aspecto de no haber sufrido lo más mínimo por el trabajoso descenso. Dichosos caballeros. El abuelo llegó al suelo, se limpió la frente y alzó los brazos para ayudar al primo Dif, que sudaba a mares y parecía algo desmejorado después de haber descendido por la misma cuerda que el abuelo.
Habíamos caído dentro de la zona asegurada por los revolucionarios Bibliotecarios de Himalaya, que seguían disparando a los soldados de los Bibliotecarios. Había otros Bibliotecarios buenos arrojando folletos para distraer a los Bibliotecarios con pinta de sectarios que aún quedaban en el interior de nuestro perímetro, buscando cobertura.
Corrí hacia Himalaya, dejando atrás a un grupo de Bibliotecarios sectarios que se habían aglomerado justo más allá de la puerta de un archivo pequeño. Parecían absortos por completo en un puñado de folletos.
—¿Deberían preocuparnos? —pregunté.
—¡Qué va! —dijo Himalaya—. He cambiado una palabra en cada folleto, así que se pasarán como mínimo una hora discutiendo sobre la forma correcta de archivarlos.
—Buen truco —dije, metiéndome unos cuantos folletos en el bolsillo. Su título era: Cómo dejar de ser malvado en 615 cómodos pasos.
Los Bibliotecarios se disparaban entre ellos, convirtiendo la zona en una tormenta de balazos. Al bajar por el agujero, a un rebelde se le había caído un cajón, que se había abierto y había desperdigado ositos de peluche de varios colores por el suelo. Corrí hacia ellos, cogí tres, tiré de sus pasadores y los arrojé uno tras otro a grupos de soldados enemigos que se aproximaban.
Draulin me lanzó otro osito y los dos nos refugiamos junto a mi abuelo, que estaba agachado contra una pared.
—Vaya, vaya —dijo el abuelo, mirando por toda la inmensa caverna—. Este sitio es tal cual me lo imaginaba. ¡Por la noble Novik! He soñado con colarme en este sitio, ya lo creo que sí.
—¿Por qué no están resistiéndose mucho? —pregunté mientras señalaba hacia los Bibliotecarios. Los malvados no parecían estar lanzando una ofensiva tan potente como habría esperado. Sí, había disparos dirigidos a nosotros, pero no explosiones.
—No querrán dañar las cosas que guardan en esos archivos —dijo Draulin.
—Podría ayudar a que Himalaya y su equipo resistan aquí —sugerí.
—Sí, pero ¿cuánto tiempo? —dijo Draulin—. Señor Smedry, ¿ha pensado en cómo vamos a encontrar a alguien entre todo esto?
Asentí con la cabeza, de acuerdo con ella. El lugar era enorme y mi padre estaba dentro, en alguna parte. En teoría. Al respecto, solo contábamos con la palabra de mi madre. Había usado las lentes de buscaverdades para confirmar que no nos mentía, pero ¿y si estaba equivocada y punto?
—Tenemos que hablar con tu madre —dijo el abuelo, con cara de inquietud. Quizás estuviera planteándose las mismas dudas que yo—. Decía que podía encontrarlo.
—Metámonos en un archivo de estos —dije, arrojando mi osito—. Será más fácil charlar si no tenemos que preocuparnos por las balas.
Draulin hizo señas a Dif y Shasta, que acababan de llegar al suelo, y los cinco entramos en una de las salas de archivo con aspecto de casetas. En su interior había estantes y más estantes llenos de libros de recetas, temblando unos contra otros en respuesta al tiroteo de fuera. Quedaban unos cuantos sectarios con túnica acurrucados en una esquina, pero les tiré un puñado de folletos para tenerlos entretenidos.
—Muy bien —dijo mi abuelo—. Shasta, ¿qué propones?
—Encontrar a Attica —respondió mi madre—. Estoy segura de que está aquí. Este lugar acoge una de las mayores colecciones de textos en el idioma olvidado que existen. Cuando averiguemos dónde los guardan los Bibliotecarios, lo encontraremos a él.
—Seguro que no es tan sencillo —objeté—. Porque a ver, ¿cómo ha podido colarse aquí? ¿Cómo está evitando que lo atrapen los Bibliotecarios? Si ha entrado aquí, estará escondido. ¿Por qué crees que podremos encontrarlo nosotros, si ellos no pueden?
Draulin me miró y parpadeó, como estupefacta.
—¿Qué pasa? —le solté.
—Mis disculpas, señor Smedry —respondió ella—, pero esa última frase se ha limitado a ser un análisis sólido y razonable de nuestra situación, lleno de observaciones meditadas e importantes preguntas que deben plantearse.
¿Eso era... un cumplido?
—Claro que —añadió Draulin— una persona responsable de verdad se habría planteado esas preguntas antes de dirigir un precipitado asalto a la fortaleza bibliotecaria más poderosa del mundo. Poquito a poquito, supongo.
—Muy bien —dijo el abuelo, dando una palmada—. ¿Y dónde están los textos en el idioma olvidado?
Mi madre se encogió de hombros.
—Ni idea. Es la primera vez que entro aquí, ¿recuerdas?
Una explosión sacudió el suelo. Eché un vistazo al exterior. Por desgracia, parecía que los Bibliotecarios habían enviado a unos enormes Animados —hechos por completo de viejas novelas rosas— a atacar nuestra posición. Los ositos de peluche arrojadizos redujeron a los tres primeros a remolinos de trozos de papel, pero seguían llegando más, y los Animados tienen una resistencia sorprendente.
—¡Himalaya! —llamé.
La Bibliotecaria se tomó un momento para hacer una pose dramática con la capa y la falda de cuero antes de venir con nosotros. Codearse con los Smedry afecta así a la gente.
—Tendríais que iros a hacer lo vuestro —nos dijo, echándose al hombro su ametralladora—. Nos meteremos en un edificio de estos y contendremos a los bibliodenitas. Supongo que podremos resistir bastante, pero, si esto se prolonga demasiado, sacaré a mi gente de aquí. Tenemos arpones con ganchos, así que deberíamos poder retirarnos por el mismo agujero.
—Tenemos que encontrar el archivo de textos en el idioma olvidado —dije—. ¿Alguna idea?
—Esos no los he visitado nunca —respondió ella—, pero estamos hablando de Bibliotecarios. Tiene que haber un catálogo aquí dentro, en alguna parte. Si lo encontráis, os llevará a la caverna con los libros en el idioma olvidado.
—Vale —dije—, pues habrá que... Un momento, ¿has dicho «la caverna con los libros»? Te refieres a un edificio dentro de esta caverna, ¿verdad?
Himalaya se echó a reír.
—¿Crees que esto es toda la Sumoteca? ¡Ya os había dicho que se extiende por debajo de todo el centro! Esto no es más que el núcleo. Hay cavernas a centenares, aunque la mayoría son pequeñas, apenas con el espacio justo para un subapartado, excavadas a lo largo de pasillos en la roca.
Genial.
—¿Qué dices, abuelo?
—¡Que nos separemos, por supuesto! —exclamó el abuelo—. En dos grupos, buscaremos el doble de rápido.
Buscar el doble de rápido en el infinito tampoco parecía que fuera a llevarnos a ninguna parte, pero aun así era probable que el abuelo tuviera razón.
—Me llevo a Dif y a Draulin —dije, después de considerar mis opciones con reparo.
—Yo voy contigo —dijo mi madre.
—Pero...
—He venido aquí a petición tuya, no de él —insistió Shasta, con una mirada torva a mi abuelo—. Que Leavenworth vaya por la derecha. Su grupo será solo de dos personas, así que lo lógico es que una sea la caballero.
—Bien —dije yo.
—Señor Smedry —dijo Draulin—, recomiendo encarecidamente no separarme de la prisionera.
—¿Y eso? —preguntó Shasta—. ¿No quieres dejar pasar otra oportunidad de darme un puñetazo rastrero?
El suelo tembló por otra explosión.
—Tenéis que decidir deprisa —dijo Himalaya.
Miré a los ojos de mi madre y luego saqué unos anteojos del bolsillo. Sabía que algunas de las palabras que había dicho hasta el momento no eran mentiras, pero puede haber mucha diferencia entre «objetivo» y «cierto».
De modo que alcé la lente de formador.
Mi abuelo cogió aire de golpe. Pasó la mirada de mí a Shasta. Mi madre no dijo nada, y di por hecho que conocía el propósito exacto de aquellas gafas. Sabía muchas cosas. Ojo, no tantas como fingía saber, pero como fingía saberlo absolutamente todo, «no tantas» seguía abarcando mucho terreno.
Apunté con la lente y le insuflé un fogonazo de energía. Como se me había advertido, empecé a brillar. La cúpula de la ciudad, diseñada para impedir que se utilizaran las lentes para cambiar de apariencia y entrar, hizo visible mi uso de una lente, en ese caso la que me permitía ver el corazón, el alma y los deseos más íntimos de alguien.
El alma de mi madre se abrió a mí.
El aire que la rodeaba pareció distorsionarse y evaporarse con una llamarada, revelando la imagen de ella en el centro de una calle pacífica. A un lado tenía una hilera de casas de barrio residencial, todas con cristales relucientes y juguetes en los porches.
En la acera de enfrente se alzaban castillos de los Reinos Libres, con brillantes portones y preciosos enladrillados. Todo parecía en una paz absoluta salvo mi madre, que estaba de pie ante una corta columna de piedra. Le llegaba por la cintura y mi madre estaba apoyada contra la parte de arriba, apretando con las manos para contener una negrura que parecía querer aflorar por el centro de la columna.
Mi madre se afanaba empujando, manteniendo la oscuridad en el interior. De pronto oí una vocecilla que lloraba y vi cómo mi madre volvía la cabeza, para mirar a un niño que había en la calle con los brazos abiertos. Mi madre extendió una mano hacia él y la negrura empezó a burbujear en torno a la otra.
Dio la espalda al niño y siguió trabajando, esforzándose para mantener contenida aquella oscuridad. Y durante todo el tiempo, el niño lloraba y llamaba a su madre...
Me di cuenta de que estaba temblando, así que me quité de un tirón la lente del ojo y di media vuelta. El condenado trasto no funcionaba. ¿No debía enseñarme lo que más anhelaba mi madre en la vida? Estaba claro que aquello era cómo se veía a sí misma, como una figura solitaria intentando defender la paz, contener la destrucción y la oscuridad a costa de todo lo demás.
Pero eso no era más que su opinión. No era la única que estaba luchando. Ni mucho menos. Podría haber dedicado un poco de tiempo de su vida a alguien más. ¿De qué servía salvar el mundo si dejabas abandonados a quienes más te necesitaban?
Shasta no me ofreció ningún consuelo. Se quedó cruzada de brazos, evitando mi mirada, como si la incomodara.
Guardé la lente con un gesto brusco. En fin, el abuelo ya había dicho que podía ser impredecible. Al menos, tenía mi respuesta. La lente me había mostrado un mundo en paz, con las Tierras Silenciadas y los Reinos Libres conviviendo. Era lo que quería mi madre, un mundo en el que todos pudieran vivir sus vidas sin más. Seguía siendo terrible, ya que, en su visión, los Bibliotecarios seguían gobernando medio mundo.
Pero al menos sabía cuáles eran sus prioridades.
El abuelo vino hacia mí y me rodeó los hombros con un brazo. Yo era más alto que él. No siempre había sido así, ¿verdad?
—Fuerza, chaval —dijo con suavidad.
El edificio volvió a sacudirse. Ah, es verdad. En plena batalla. Colándonos en la Sumoteca. Compuse el semblante, asentí a mi abuelo y me volví hacia los demás.
—Yo iré con mi madre y el primo Dif —dije—. El abuelo Smedry irá con Draulin.
—¡Vamos para allá, pues! —exclamó el abuelo—. ¡Hacia la victoria!, chaval, ¿tienes todavía ese teléfono que te ha dado Kaz?
Hurgué en el bolsillo y lo saqué. Se había roto en alguna de mis distintas caídas.
—Vaya, hombre —dijo el abuelo, y me entregó el suyo.
—Pero entonces tú...
—Nosotros podemos comunicarnos usando lentes de mensajero —afirmó el abuelo—. Esto es por si necesitas llamar a Kaz o a la fuerza rebelde que se queda aquí.
Cogió otro teléfono, el de Draulin, y se lo lanzó a Himalaya.
—¿Y si necesitas hablar tú con ellos? —pregunté.
—Te llamaré a ti —repuso el abuelo en tono despreocupado.
—Informadme cuando sepáis qué tal van las cosas —pidió Himalaya, mientras se guardaba el móvil en el bolsillo—. Y yo os avisaré si mi gente tiene que retirarse.
Se alejó a zancadas para seguir dirigiendo a su grupo.
—¡Allá vamos, pues! —dijo el abuelo.
—¿Tú por la derecha y yo por la izquierda? —le pregunté.
—Claro —dijo, y entonces me agarró por el antebrazo, me miró a los ojos e inclinó una vez la cabeza—. Buena suerte, chaval.
Hablo mucho de mi abuelo en estos libros. Explico lo impulsivo que era, hasta rayando en la imprudencia. Me extiendo sobre la fuerza de su personalidad y sus actos, en ocasiones muy extravagantes.
Pero no toméis por tonto a mi abuelo. Quizá su sabiduría no resultase evidente, pero jamás he conocido a un hombre mejor que él. Mientras me deseaba buena suerte, y mientras lo miraba a los ojos, caí en la cuenta de una cosa.
—Estás asustado —le dije.
—Aterrorizado —respondió—. Los Bibliotecarios no van a quedarse quietecitos tras su derrota en Mokia. Las facciones más belicosas propondrán con más fuerza una invasión a gran escala de los Reinos Libres, y tu anuncio les dará el impulso que necesitan.
—Entonces, ¿la hemos cagado? —pregunté.
—Claro que no —dijo el abuelo—. Hemos luchado, hemos bregado y hemos hecho lo que teníamos que hacer. Pero, en fin...
—¿Qué?
—Dejémoslo en que tenía un motivo para estar tan a favor de apostar el todo por el todo con una infiltración en la Sumoteca. Cruzamos aguas peligrosas, chaval. Aguas pero que muy peligrosas. Y sin Talentos para mantenernos con vida. —Respiró hondo—. Pero tú no agaches la cabeza. Todavía podemos salir de esta. Tú encuentra a tu padre y detenlo.
Fruncí el ceño.
—Hablas como si tú no fueras a buscarlo.
—Ah, no, tendré los ojos abiertos, claro —respondió él—. Pero quizá mi camino me lleve en otra dirección. ¡Estamos en la Sumoteca! ¡Por el balante Bear! Nunca voy a tener una oportunidad mejor de sabotear la infraestructura bibliotecaria. Yo voy a destruir este lugar, si puedo. ¡Vamos a tocarles la carita!
—¡Abuelo! Esto es la historia de la familia.
—Bueno, pues cuando escribas esta parte, que todo el mundo crea que dije algo más digno, en plan: «¡Enviémoslos al infierno!»
Mirándome con los ojos brillantes, me dio un apretón en el brazo.
Y con eso, nos separamos.
47. Y quienes no estéis pensando eso, estáis pensando: «¡Eh, eso no es lo que estaba pensando!» ¿Lo veis? Tengo unos poderes telepáticos que no veas.