Capítulo

 

15

 

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Estaba yo pensando...

Quizá mi vida sí que sea una fábula, como las que escribía Esopo. Sus textos tenían como propósito hacer advertencias. Contaba una historia entretenida que, al final, transmitía una enseñanza. Por eso todos sus animales terminaban devorados, destrozados, decapitados, aplastados o defenestrados.65

Mi vida no es solo una historia, pero que todos estos sucesos tuvieran lugar de verdad no significa que no podáis aprender alguna cosa. Ahora me resulta evidente. ¡Quizá todo esto sí que tenga algún sentido! ¡Se supone que debéis aprender algo de ello!

Nunca dejéis que vuestros capítulos elijan sus propios nombres. Lo vuelve todo terriblemente confuso.

El dinosaurio volvió a rugir, echando la cabeza atrás y haciendo temblar las paredes con la ferocidad de su ira.

—¡Saludos, Alcatraz! —exclamó un pterodáctilo66 que estaba sentado frente a una mesita en la estancia. Llevaba chaleco y pantalones y daba sorbos a una tacita de té.

—¿Qué hay, Charles? —dije, indicando a Dif por gestos que entrara y luego asomándome para confirmar que no hubiera Bibliotecarios cerca—. ¿Qué le pasa a Douglas?

—¡Me he mordido el labio! —dijo el tiranosaurio.

—¿En serio? —pregunté mientras dejaba la espada junto a la puerta y sacaba un pañuelo del bolsillo—.67 ¿Y por eso tanto jaleo?

—No le dediques la menor atención, amigo mío —me dijo Charles, el pterodáctilo—.68 La cuestión se reduce meramente a que tiene un umbral del dolor muy bajo... ¡y una gran propensión a armar un tremendo alboroto!

—Eso es de una injusticia supina —afirmó Douglas—. ¿Has visto estos dientes que tengo? ¡Morderme el labio no es ninguna nadería, pardiez!

En realidad, era pequeño para ser un tiranosaurio. Apenas era más alto que un ser humano adulto, pero aun así tuvo que inclinarse para que pudiera limpiarle la sangre de los dientes.

Había otros dinosaurios sentados a la mesa con Charles. Ya conocía a Margaret, la dinosauria ornitópoda, además de a Charles y a Douglas, de mi primera incursión en una biblioteca junto a mi abuelo. Al que no conocía era al cuarto del grupo, un dinosaurio que tenía cuatro cuernos pero también una cara larga y puntiaguda. Estoy bastante convencido de que el traje formal con falda significaba que era hembra, pero nunca había visto su especie en un libro de texto.

Dif contempló a los dinosaurios con un gesto despectivo que vi cómo intentaba disimular cuando lo miré de reojo. Al igual que Bastille, no parecía tener muy buena opinión de ellos. Por mi parte, yo me alegraba mucho de encontrar caras amistosas, aunque fueran reptilianas, en lugar de alguna espeluznante monstruosidad ansiosa por beberse mi alma.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunté—. ¿No aprendisteis la lección la última vez?

A los Bibliotecarios les gustaba matar dinosaurios y poner sus huesos en museos.

—Somos investigadores sobre el terreno —repuso Charles, indignado—. No podemos llevar a cabo nuestro importante trabajo en una universidad polvorienta.

—Las bibliotecas polvorientas son mucho mejores —convino Margaret, la dinosauria ornitópoda.

—Y además —añadió el T. rex—, ¡no íbamos a dejar que vinieras aquí tú solo, amigo mío!

Solté un gemido.

—Entonces, ¿también habéis visto mi discurso?

—«¡Es el momento de que dejéis de lloriquear —citó Charles a viva voz—, y o bien me ayudéis o bien al menos os quitéis de en medio!» Muy dramático. Tienes a todos los Bibliotecarios exaltados.

—Sabían que venía a por ellos —dije con un suspiro, y me senté con los dinosaurios para comer unas pastas parecidas a galletas de estilo inglés.69

—Sí, sí —dijo la no-triceratops—, pero no es eso lo que ha alterado tanto a los Bibliotecarios. No ha sido solo tu llegada, sino tu discurso. ¿No te das cuenta de lo que has dicho? ¡Ha sido increíble, extraordinario, espectacular!

Los dinosaurios me miraron expectantes. Con un poco de suerte, los Bibliotecarios de fuera del pasadizo creerían que estaba luchando allí dentro, o algo parecido. En aquel pasillo concreto, no parecía haber ningún archivista de momento.

 

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—Tu discurso —me apuntó Charles—. Lo de: «Yo sé algo que los Bibliotecarios no.» ¡Están volviéndose todos locos intentando averiguar qué es!

—Me refería a mi determinación —dije—. Era una metáfora, en plan: «Soy más fuerte de lo que creen.» —Levanté los hombros. En realidad, no recordaba muy bien lo que había dicho; me había salido y punto.70

—Bueno —dijo Douglas, dejándose caer al suelo junto a la mesa, cerca de mí—, pues ellos, sin duda, creen que te referías a algo concreto. ¡En cualquier caso, no podíamos permitir que sucediera todo esto sin involucrarnos!

—Vale, digo yo que nos vendrán bien todos los soldados que haya disponibles —repuse.

—¿Soldados? —preguntó Charles, el pterodáctilo.

—Militantes —explicó la no-triceratops—. Combatientes, luchadores, guerreros.

—Sé lo que significa, Mary —dijo Charles—. Expresaba mera sorpresa. Estooo... No somos precisamente muy belicosos, Alcatraz.

—Pero acabáis de decir que...

—Hemos venido —dijo Margaret, levantando su taza— porque esta es una oportunidad fantástica para estudiar la reacción al estrés extremo de los habitantes de las Tierras Silenciadas.

—¿Sabes la inconmensurable cantidad de artículos que podemos escribir sobre esto? —preguntó la dinosauria de cuatro cuernos—. ¡Ensayos, disertaciones, tratados!

—¿Un asedio a la sede de los Bibliotecarios? —dijo Charles—. ¿Miembros de la familia Smedry correteando por la Sumoteca en un intento de derruirla hasta los cimientos? Esto es oro puro.

—Maravilloso —apostilló la no-triceratops—, admirable, fascinante, excepcional.71

—Vaya —dije yo—. Esperaba que fueseis a ayudar.

—Bueno —dijo Charles—, Douglas se ha comido la sección eme del archivo de ficción. Eso quizá siembre un poco de caos.

—De verdad —protestó Douglas—, ¿chispitas? ¿Es que esa mujer no ha conocido nunca a un muerto viviente?

—Alcatraz —intervino Dif—, tendríamos que volver. La oculantista oscura podría enviar a alguno de esos pobres desgraciados de fuera a buscarnos. —Había rechazado la silla que había apartado para él y estaba de pie junto al umbral, cruzado de brazos.

—Sí, vale —dije, levantándome—. ¿Vosotros podríais armar jaleo aquí durante unos minutos, para que parezca que estoy peleando con vosotros?

Los dinosaurios se quedaron callados.

—¿Te refieres a... actuar? —preguntó Margaret.

—¡Interpretar! —exclamó la no-triceratops—. ¡Fingir, representar!

—No las tengo todas conmigo —dijo Charles—. ¿Alguien de aquí ha ido a clases de teatro?

—¿Cómo? —saltó Douglas—. ¿Y mezclarnos con esos cretinos malolientes del Departamento de Humanidades?

—Por favor —supliqué—. Los Bibliotecarios tienen que creer que he destruido al monstruo que hubiera aquí. Si no, vendrán a echar un vistazo y os descubrirán.

Los dinosaurios suspiraron y se pusieron en pie.

—De acuerdo —dijo Margaret—, aunque me desagrada interferir con el entorno del experimento social que nos estás proporcionando, joven Smedry.

Se miraron entre ellos un momento.

Y entonces se pusieron a rugir. Me sorprendió la ferocidad con que lo hicieron y retrocedí, trastabillando y abriendo enormemente los ojos. Por mucho que hubieran protestado, no tardaron en meterse en sus papeles, chillando, bramando y armando un escándalo que casi me dejó sordo como un pan.72

Fui hacia Dif.

—Será mejor que esperemos —le dije, levantando la voz para hacerme oír sobre el barullo—. Que supongan que estamos luchando.

Asintió, tapándose las orejas y fulminando con la mirada a los dinosaurios. Cristales rayados, les tenía incluso más ojeriza que Bastille. Negué con la cabeza y decidí dedicar unos minutos a ver qué había en aquella sala del archivo. Estaba repleta de hileras e hileras de libros, todos los cuales parecían ser biografías de taquígrafos. No tenía ni idea de que la gente escribiera biografías de taquígrafos, y mucho menos de que hubiera las suficientes para llenar docenas y docenas de estantes. Si os soy sincero, casi ni sabía lo que es un taquígrafo.

Los Bibliotecarios lo tenían todo limpio como una patena, pero no daba la impresión de que alguien hubiera leído jamás ningún libro de aquellos. Tenían los lomos demasiado perfectos, las páginas demasiado impolutas. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿La información no estaba para usarse?

Al fondo de la sala encontré una mesita con una silla al lado, colocadas como renuente concesión a la idea de que, algún día, alguien podría entrar allí y mancillar esos libros leyéndolos. En la pared de detrás había un espejo y me miré en él, sin la capucha, revelando mis rasgos juveniles.

Mi vida reciente había sido una sucesión de desastre improbable tras desastre improbable, y me pregunté si seguiría siendo así en adelante. ¿Qué pasaba con el colegio? No es que me hubiera gustado demasiado el colegio, ojo, pero estaba bastante seguro de que me quedaban cosas por aprender.73

Miré mi reflejo mientras los dinosaurios seguían con su batalla a mis espaldas.

Entonces, el yo del espejo se marchó.

Ahogué un grito y salté atrás, con la mano metida en el bolsillo para sacar una lente. ¿Sería una trampa de los Bibliotecarios? Pero no... De pronto, el espejó mostró otro lugar, uno muy parecido al que había creído ver en el escaparate de la calle.

Columnas blancas, calles empedradas, estatuas y fuentes...

«Incarna», pensé. El reino del pasado remoto donde habían tenido su origen tanto la dinastía Smedry como los Talentos. Era un poco como Grecia, pero con ropa más molona.74

En el espejo, Incarna ardía en llamas.

Me acerqué al espejo y levanté los dedos hacia él. Tenía el cristal frío al tacto, pero tuve la sensación de que debería quemarme. La versión fantasmal de mí recorría las calles y mi punto de vista lo seguía, revelándome un paraíso en ruinas. Las llamas devoraban edificios que, al estar hechos de piedra, no deberían haber ardido.

Algún tipo de sacudida hizo que todo temblara y un edificio próximo se derrumbó con una nube de polvo. El fantasma lo atravesó, como si no le afectara toda aquella destrucción.

«Estoy viéndolo con mis propios ojos —comprendí—. El día en que cayó Incarna.» Habían escapado refugiados con vida, algunos de los cuales llegaron a Alejandría, donde más tarde mi tatarasupertatarabuelo había muerto y recibido sepultura.

Él había culpado a los Talentos. ¿Era eso lo que había acechado en mi interior? ¿El poder de destruir ciudades? ¿Continentes? ¿Civilizaciones?

¿Por qué narices me daba la sensación de querer recuperar el mío?

El Alcatraz del espejo se había ido ensombreciendo hasta casi convertirse en humo. Se movía por la ciudad en llamas, acercándose a una zona donde el calor era tan intenso que los edificios se fundían. Se disgregaban, con grandes piezas cayendo al rojo vivo. Por delante, una luz refulgente se proyectaba hacia el cielo.

Fruncí el ceño, apretándome contra el cristal. ¿No me... no me sonaba esa luz de algo?

—¿Primo?

Di un salto del susto y me volví para encontrar a Dif detrás de mí, mirándome con la cabeza echada a un lado. Los dinosaurios seguían con su batalla ficticia, ahora chillando de lo que parecía dolor y sin parar de lanzar muebles contra las paredes.

—Hala —dije—, sí que se lo toman a pecho.

—Todos tenemos un lado salvaje —respondió Dif—. Algunos lo entierran más profundo que otros. ¿Por qué estabas mirando ese espejo?

Me volví de nuevo, pero el cristal había vuelto a la normalidad y mostraba solo mi cara.

—Yo... —dije, y negué con la cabeza—. ¿Sabes qué clase de cristal es ese?

—¿El oculantista no eres tú?

Pues claro. Seré idiota. Saqué mis lentes de oculantista y miré el espejo, pero no percibí ningún brillo en el cristal. No tenía nada de especial.

Guardé las lentes.

—¿Estás bien, primo? —me preguntó Dif—. O sea, ya sé que en teoría somos todos raros y locuelos, pero no sabía que llegáramos al punto de enrollarnos con espejos.

—No estaba «enrollándome» con él.

Detrás de nosotros, Douglas vociferó algo sobre un fuerte hecho de corsés, no sé qué más sobre un silencio arrollador y luego soltó una ristra de «¡Oh!» como si cantara en una boy band. Por último, se dejó caer al suelo.

—Dif —dije—, ¿estás seguro de que tu Talento sigue funcionando?

—Funciona —me aseguró él—. Lo he usado fuera, cuando nos han metido en ese grupo de Bibliotecarios.

De modo que así se había podido escabullir.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha hecho el Talento?

Dif se encogió de hombros.

—Dímelo tú. Estabas mirándome cuando lo he usado.

—¿Ah, sí?

Asintió con la cabeza.

—Pues no recuerdo nada.

—Ya pasa, con mi Talento —dijo Dif—. Y dime, ¿cuándo vas a usar tú el tuyo? La verdad, llevo bastante tiempo queriendo ver en acción el Talento de Romper.

Me sorprendió, pero entonces caí en que no habíamos llegado a explicarle la situación, o al menos no directamente.

—Rompí los otros Talentos —le dije, mientras volvíamos entre los estantes hacia los dinosaurios.

—Venga ya, ¿en serio? —preguntó, siguiéndome.

—Sí. El mío no funciona, ni tampoco el del abuelo y el de Kaz. Estoy pensando que, a lo mejor, lo que hice estuvo contenido. No sé, que quizá solo perdiera los Talentos la gente que tenía cerca, ya que el tuyo aún funciona. —Negué con la cabeza—. Cuando salgamos de aquí, tendremos que ponernos en contacto con los demás Smedry, a ver si sus Talentos funcionan o no.

Dif asintió, en apariencia pasmado por la información que acababa de recibir. Fui hacia los dinosaurios. Douglas, el tiranosaurio, estaba con la espalda contra el suelo y los bracitos alzados al aire.

—¿Cómo he estado? —preguntó.

—Perfecto —le aseguré, recogiendo la espada que había dejado junto a la puerta—. Seguro que los Bibliotecarios están horrorizados. Con un poco de suerte, cuando volvamos con ellos, nos llevarán donde queremos ir.

—¿Hace falta que volvamos con ellos, primo? —preguntó Dif—. Podríamos seguir internándonos en la Sumoteca desde este lado.

—No tendríamos ni idea de adónde vamos.

—Ah, tampoco estés tan seguro —dijo Dif—. Creo que ya empiezo a familiarizarme con este sitio. Además, ¿tan complicado puede ser? ¡Lo construyeron los Bibliotecarios, que todos sabemos que no son precisamente listos!

—No los subestimes —repliqué—. No hay motivo para ser imprudente.

—¿Cómo? —dijo, confuso—. No creía que necesitáramos motivo.

Ayudé a Douglas a levantarse, tarea que se me hizo cuesta arriba, ya que aunque era un T. rex pequeño, debía de pesar como un cachicillón de kilos.75

—¿Seguro que no quieres que nos escabullamos por detrás? —insistió Dif, señalando con el pulgar por encima del hombro.

—Bastante seguro —dije, y miré a Douglas para dirigirme a él—. Y ahora, me temo que voy a tener que pedirte que te vuelvas a morder el labio...

65. ¿Cómo? ¿No habéis oído la fábula de la rata a la que arrojaron por una ventana? Es muy popular entre los perezosos lanudos marinos.

66. Je, a la primera. ¿Quién lo iba a decir?

67. Todos los buenos esmóquines llevan uno incorporado.

68. Esto ya es más normal.

69. Sí, los dinosaurios son ingleses. O mejor dicho, los ingleses hablan como los pueblos del norte de Nalhalla, donde está la mayoría de las ciudades de dinosaurios. Por eso, si te los encuentras, te parecerá que suenan y actúan como británicos. Al contrario que los Smedry, que en general sonamos y actuamos como volcánicos.

70. Sí, soy consciente de que ese discurso se considera uno de los más influyentes de la historia. Al contrario de lo que afirman los libros de texto, no dediqué tres semanas a prepararlo. Lamento destruir cualquier ilusión que pudierais haberos hecho sobre mí. Pero si habéis llegado a estas alturas de mi autobiografía, supongo que ya debéis de haberlas defenestrado hace mucho.

71. ¿Habéis descubierto ya qué clase de dinosaurio es?

72. Vale, es posible que la palabra «pan» no funcione como reemplazo en todas las frases hechas. Supongo que era solo una idea a medio cocer.

73. ¿Cómo iba a escribir arrogantes notas a pie de página para todo si no sabía todo lo que se podía saber?

74. Llevaban alerones en las togas y gafas de sol.

75. Bastille se empeñó en que lo investigara, así que, para que conste, solo pesa 0,33 cachicillones de kilos.