Capítulo
Deckard
Ah, el perezoso marino lanudo, con su lustroso pelaje y su cuerpo hecho de aluminio de alta gama. Es una criatura majestuosa cuya existencia corre peligro: en el momento de redactar este texto, queda exactamente una cantidad negativa de cuatro de ellos en estado salvaje, cuando hace un siglo no había ninguno alimentándose en la costa de Terranova.
El perezoso marino lanudo es conocido por su alimentación regular a base de presentadores de debates televisivos conservadores y barritas Twix con todo el chocolate lamido. Este animal pacífico no supone un peligro para nadie, ya que no existe ni ha existido jamás ningún ejemplar, y sin embargo su hábitat se ve amenazado por su único depredador natural: Wikipedia.
Impidamos el salvajismo de Wikipedia y colaboremos con el proyecto de repoblación del perezoso marino lanudo, impulsado por seis expresidentes de Estados Unidos (uno de ellos zombi) y ningún presentador de debate televisivo conservador.35
—Sabías que iban a venir esas naves —dije, llegando con esfuerzo junto a mi abuelo, que seguía encima de Pingüinator.
—Confiaba en ello —replicó, mientras iba desactivando las lentes que flotaban ante él y las guardaba—. Cuando los monarcas dijeron que enviarían la Guardia Aérea y luego tu discurso se emitió por toda la ciudad... en fin, supuse que esos soldados tendrían remordimientos por haber abandonado Mokia.
—Están desobedeciendo órdenes —dijo Draulin, dando zancadas hacia nosotros.
—¡Y menos mal! —exclamó el abuelo.
Draulin le dedicó una mirada que podría haber bañado a un hipopótamo.
—No es una transgresión absoluta, Draulin —argumentó mi abuelo—. Los monarcas enviaron a la Guardia Aérea para «ayudaros a los Smedry». Sobre el papel, mi nieto es jerárquicamente superior a casi cualquiera en los Reinos Libres. Si no mediaba contraorden, ¡su invitación a unirse al asalto venía a ser una orden ejecutiva!
—No está bien. Se están saltando el protocolo.
—¿No puedes alegrarte de que no estemos muertos, por favor? —dije—. Aunque sea por una vez. A la próxima, podemos morir, te lo prometo.
—Bien —gruñó ella—, siempre que lo hagamos al pie de la letra.
—¿Qué letra? —preguntó el abuelo mientras recorríamos el lomo de Pingüinator.
Draulin titubeó.
—La verdad es que no estoy muy segura.
—Ya escribiré yo unas cuantas algún día —dije—. Así podréis ceñiros a lo que digo que se haga en ellas.
—Ah, estupendo.
Mi abuelo fue el primero en regresar al interior del vehículo, seguido de Draulin. Yo remoloneé en el techo.
A mi alrededor detonaban los misiles. Los cazas pasaban zumbando. Explosiones, humo, fuego. Por debajo, ardían inocentes barrios residenciales con el enfrentamiento entre las fuerzas bibliotecarias y las máquinas voladoras de los Reinos Libres. Llegó un estruendo de fuegos artificiales desde todas las direcciones mientras cruzábamos la columna de humo que dejaba atrás una nave derribada al caer en espiral.
Yo lo había provocado. Yo los había traído. Me alegraba de no tener que luchar solo contra los Bibliotecarios, pero en ese momento fue demasiado para asumirlo de golpe. Saldría herida mucha gente por mis actos, y muchos de ellos no lo merecían.
Había regañado a los monarcas por su reticencia a comprometerse con la guerra, pero cuando había tenido ocasión de destruir cazas a reacción de los Bibliotecarios, me había resistido, con miedo a los daños que podría provocar.
Era un cobarde de la peor calaña. De los que dejan morir a otros para no tener que involucrarse.
Bajé al interior pisando fuerte y dejé que el abuelo cerrara la puerta. Los dos regresamos hacia la cabina, aunque me dejé puestas las botas de cristal de amarrador. Kaz estaba dando muchos bandazos y, sin las botas, no habría dejado de darme golpetazos contra las paredes.
En la cabina, el primo Dif soltó un aullido emocionado.
—¡Ha sido increíble! Vosotros dos sois los mejores. ¡No hay nada tan Smedry como un rescate en el último momento!
—Así es —dijo el abuelo.
—Porque vamos, no te habría costado nada avisarnos —siguió diciendo Dif— para que nos preparáramos mejor y no creyéramos que íbamos a morir todos. Pero en vez de eso, ¡nos has tenido a oscuras para que hubiera una revelación dramática! Ha sido perfecto.
—Sí —dijo el abuelo, perdiendo fuelle—. Supongo. Je. Bueno.
Dif siguió hablando:
—Cualquier otro habría pensado que, al no contar a nadie su dramático plan, podría provocar que alguien lo echara a perder por accidente, por ejemplo que Kaz maniobrara hacia arriba cruzando las nubes y llevara a los cazas bibliotecarios derechos hacia las desprevenidas naves de los Reinos Libres, pero tú sabías que la auténtica forma Smedry de actuar es...
—Ejem —dijo mi abuelo—. Shasta, ¿no habías mencionado un plan?
—Sí —respondió ella, rodando en su asiento—. Tenemos que llegar a tierra sin que los Bibliotecarios sepan que hemos aterrizado. Así que Kaz puede lanzarse contra una torreta antiaérea de los Bibliotecarios y luego virar hacia tierra cuando empiece a dispararnos. Rodeados del humo que produzcan las detonaciones, puede dejarnos en tierra.
Esperamos a que nos contara más.
—Estooo —dije yo—, ¿y ya está?
—No he tenido mucho tiempo para pensar —respondió ella, y dio un bufido—. Pero sí que hay algo más. Grabaremos a tu abuelo diciendo cuatro idioteces de las suyas y las reproduciremos en abierto. Los Bibliotecarios interceptarán nuestros canales y creerán que sigue en la nave, y así no nos estarán buscando cuando entremos.
—Hala —dijo Kaz—, ¿así que vamos a usar el intento de entrada como tapadera para nuestro intento de entrada?
—Algo parecido.
—¡Me gusta! —afirmó el abuelo, señalando hacia el aire.
—Porras —dijo Shasta—. Se suponía que ibas a considerarlo demasiado aburrido.
—¿Qué tiene de aburrido? —objetó el abuelo—. Al fin y al cabo, ¡tendremos que lanzarnos desde un pingüino a máxima velocidad!
—¿En movimiento? —dijo Shasta—. Yo creía que íbamos a aterrizar.
—No nos da tiempo —zanjó el abuelo—. ¡Qué divertido va a ser! Kazan, vamos a grabar un vídeo de mí provocando a los Bibliotecarios. ¡Y luego saltaremos!
—Claro, papá —dijo Kaz—. Pero te das cuenta de que yo tendré que quedarme pilotando la nave, ¿verdad?
—Oh —dijo el abuelo—. ¿Dif no podría...?
—¡Yo no sé volar! —interrumpió Dif con tono alegre—. Además, ¿no me traíais para que os fuera comentando la cultura de las Tierras Silenciadas?
—Supongo que sí. —El abuelo Smedry respiró hondo—. Así es como debe ser. Tú serás nuestro plan de huida, hijo.
Kaz asintió con la cabeza.
—¡Decidido, pues! —exclamó Dif—. Voy a recoger mis cosas.
—¿Recoger? —pregunté—. ¿Qué tienes que recoger? Si acabamos de recogerte a ti.
—¡Tengo que buscar unas pocas cosas absurdas que llevarme! —explicó Dif—. Un calcetín o dos, cordel, un bicho... ¡Cualquier chifladura que nadie vaya a esperarse! ¡Luego las usaremos para resolver la situación por sorpresa! ¿Verdad, chicos? ¿Eh?
Se escabulló de la cabina.
—Cómo odio a ese tío —dijo Kaz entre dientes.
—¡Kaz! —le regañó el abuelo—. Solo intenta encajar.
—Yo creo que se ríe de nosotros —dijo Kaz.
Negué con la cabeza. Lo veía demasiado esforzado como para que fuera eso. De verdad quería ser como los demás Smedry. Pero cuando señalaba cosas como acababa de hacer... bueno, hacía que sonaran estúpidas. Igual que cuando te toca explicar un chiste y pierde toda la gracia.
Mientras mi abuelo iba a su camarote para usar el cristal de comunicador que tenía allí en la grabación de unos cuantos mensajes muy propios de un Smedry, me interpuse entre Kaz y mi madre y miré por los ojos-parabrisas. Avanzábamos haciendo zigzag en plena batalla, tan deprisa que costaba seguir lo que ocurría. Kaz hizo un picado y el estómago me dio un vuelco. A la izquierda, un murciélago gigante de cristal había agarrado un caza con sus zarpas. A la derecha, un búho cornudo tenía un agujero enorme e irregular en un costado.
—Va a haber que hacer algo con esa cúpula —dijo Shasta—. ¿Cómo vamos a cruzarla?
Metí la mano en el bolsillo y cogí la lente de llenavergüenza.
—¿Podrías abrir esos parabrisas?
—Claro —dijo Kaz—, pero entonces aquí dentro puede hacer un poquito de viento.
—Vamos a probar.
Kaz asintió mientras esquivaba el fuego de una torreta antiaérea y luego pulsó un botón de su tablero de cristal. Uno de los ojos-parabrisas del pingüino se retrajo.
Se me taponaron los oídos y una ráfaga de viento me dio en la cara. Es sorprendente lo mucho que cuesta respirar cuando llega tanto aire y a tanta velocidad. Es como intentar comer palomitas disparadas con bazuca. Aun así, fui capaz de alzar mi lente de llenavergüenza y apuntar con ella a la cúpula. Con el pelo agitado alrededor de la cabeza y mi pajarita ondeando, enfoqué un rayo de energía a la lente y liberé un flujo concentrado de humillación hacia la cúpula.
«No puedo creer que detuviera a esos tres Bibliotecarios en el perímetro —dijo una voz atronadora y profunda en mi cabeza—, y total, porque llevaban encima trozos de cristal confiscados. ¡El ejército entero se puso en alerta, y todos creyeron que eran agentes dobles! Es que podría haberme derribado sobre mí misma de la vergüenza. Tendría que haberme dado cuenta, no debería haberlos detenido.»
Esperé, escuchando, pero no ocurría nada.
—¡La cúpula es demasiado fuerte! —gritó Kaz—. ¿Nos aparto? ¡Vamos directos hacia ella!
—¡Mantén el rumbo! —ordené, mientras dirigía más energía a la lente, que empezó a calentarse entre mis dedos.
«¡Y qué vergüenza no poder proteger a la gente de la lluvia! Soy una cúpula. Debería ser capaz de mantener secas las cosas. O de dar sombra, al menos. ¡Pero nadie puede ni verme! Lo único que hago es detectar lentes que casi nunca vienen por aquí. ¿Para qué sirvo, en realidad? Y luego, estuvo aquella vez con el Escriba...»
¿Cómo?
—¿Alcatraz? —me apremió Kaz.
—¡Sigue adelante! —vociferé, insuflando más energía. La lente se estaba calentando bastante, como el cristal que había fundido antes. Parecía muy peligroso.
«Como no hay gente en el mundo, tuve que detenerlo a él —dijo la voz de la cúpula—, solo porque llevaba una lente encima. Lo vio todo el mundo. No puedo creer...»
La lente me quemó los dedos. Grité de dolor mientras una sección de la cúpula explotaba, dejando abierto un agujero del tamaño de un edificio grande.
Solté la lente y moví los dedos. Me los había quemado bastante, pero por suerte la lente no se había fundido. Cayó al suelo con un tintineo y rodó a un lado. Kaz dio un gritito triunfal y nos llevó a través del agujero antes de cerrar el parabrisas pulsando un botón. Muchas de las otras naves de los Reinos Libres nos siguieron de inmediato al otro lado.
Me chupé los dedos.
—Buen trabajo —dijo Kaz.
Señalé con el mentón, distraído. La cúpula había mencionado al Escriba. Tenía que suponer que un objeto inanimado no iba a mentir en sus propios pensamientos.36 Había alguien de verdad que se hacía llamar el Escriba. Un título de mal agüero.
Kaz miró hacia donde había señalado. Cerca del centro de Washington, a poca distancia del imponente monumento a Washington y la Explanada Nacional, se alzaba una columna de humo entre unos edificios.
—¿Una nave derribada? —sugirió Kaz—. ¿O quizás un misil desviado?
—Podría ser —repuso Shasta—, pero la cúpula debería haber detenido a la mayoría de los misiles y muchos escombros.
—Creo que alguien más está plantando cara —dije—. El humo sale de tres o cuatro edificios distintos, todos en llamas. Y... ¿eso de ahí no es una barricada?
Lo sobrevolamos demasiado deprisa para distinguir nada más.
—Tendríais que prepararos para saltar —dijo Kaz, maniobrando sobre el centro de la ciudad.
—Intenta mantenerlo nivelado, si puedes —pidió Shasta.
—Un objetivo alto —dijo Kaz—, que por definición no se me dan demasiado bien. Haré lo que pueda.
Shasta se levantó para marcharse, pero Kaz sacó una mano y la cogió por el brazo.
—¿Qué vas a hacer cuando le encuentres? —le preguntó—. ¿Has pensado en eso?
—Claro que lo he pensado —repuso ella—. Voy a detenerle.
—¿Lo matarás? —preguntó Kaz, mirándola a los ojos.
—Le amo, Kaz —dijo mi madre.
—No respondes a mi pregunta.
Ella apartó el brazo.
—Haré lo que tenga que hacer. Si significa apretar el gatillo, que así sea.
Se fue. Yo recuperé mi lente de llenavergüenza, que ya se había enfriado lo suficiente para cogerla, y la seguí. La conversación que acababan de tener me había dejado la sensación de estar un poco fuera de lugar en mi propia historia, cosa que jamás debería ocurrir. De modo que hablemos un poco más de mí.
Alcatraz era un chaval un poco tonto que acostumbraba a detener un relato en los momentos menos adecuados para dar paso a un segundo relato. A veces, Alcatraz usaba palabras como «cocker» en sus novelas. Esa palabra en concreto le supuso una gran vergüenza dos veces. La pena fue que su jefe no captó tales palabras, pues ambos «cockers» estaban ocultos en un largo párrafo sobre los mejores rasgos de Alcatraz, dándose el hecho de que las personas coherentes no suelen leer esas cosas. Alcatraz es culpable de saltarse las normas temporales para obtener un bocata, culpable de hacerse pasar por peces a veces, culpable de que no le gusten los gatetes. Además, redactar un párrafo entero pero no haber tecleado una sola vez la letra «I» es toda una gesta.
—¿De verdad lo matarías? —pregunté a mi madre cuando la alcancé en el pasillo de cristal.
—Sí. ¿Y tú? Si el destino del mundo dependiera de cómo actúes, ¿podrías matar a tu padre, Alcatraz?
—Yo... —Tragué saliva.
—Más vale que seas capaz —dijo ella—. He dedicado toda tu vida a convertirte en un hombre duro. Si llega el momento, hijo, tienes que detenerlo. Cueste lo que cueste.
Qué respuesta más fría. No quería pensar en lo que mi madre acababa de decirme. Habría otra manera de detener a mi padre. Podríamos convencerlo aunque fuese un poco, ¿verdad?
Shasta parecía opinar que no. Siempre se había comportado así, con esa convicción, esa certeza, esa petulancia. Ni siquiera perdió el equilibrio cuando Kaz hizo dar un bandazo a Pingüinator. Se limitó a apoyar una mano contra la pared para mantenerse erguido.
Me dieron ganas de hacer algo que le perturbara la calma.
—¿El Escriba está vivo de verdad? —pregunté.
Shasta se volvió hacia mí.
—¿Dónde has oído eso?
—He invertido un micrófono de los Bibliotecarios que hemos encontrado —dije—. Hemos oído a La Que No Puede Ser Nombrada hablando sobre el Escriba. Biblioden. Es imposible que siga con vida.
Shasta analizó mis rasgos.
—Hay... rumores. Nunca les he dado mucho crédito, pero últimamente se habla más del tema. Algunos afirman haber hablado con él, haber recibido sus órdenes. Si Kangchenjunga se ha unido a los creyentes... bueno, no es de las que se dejan llevar al redil con facilidad. O les está siguiendo el juego por algún motivo o algo la ha convencido.
Shasta parecía preocupada. Era un cambio agradable respecto a la petulancia, pero no había conseguido provocar en ella la reacción que buscaba. Me planteé hacer algo perturbador de verdad, como decirle que había decidido dedicarme a escribir novelas de fantasía, pero tampoco había que llegar a esos extremos. Hasta yo tenía que respetar ciertos valores.
Llegamos de nuevo a la estancia con la plataforma de salida, y una vez allí me quité las botas de cristal de amarrador y las guardé en su sitio. Por debajo, a través del suelo de cristal, vi pasar la ciudad emborronada. Volábamos más bajos que antes, pero aun así teníamos demasiada altura como para sobrevivir a un salto.
—Entonces... —dije a mi madre—, ¿cómo crees que vamos a...?
El primo Dif irrumpió en la sala, con una mochila a la espalda y zapatillas de conejito en los pies. Por extraño que resultara, iban a juego con su camisa a cuadros y su pajarita, y se había cambiado los pantalones por otros cortos y de un color muy rosa.
—¡Disfraz de las Tierras Silenciadas puesto! —proclamó.
—Creía que decían que habías vivido aquí —dije yo.
—¡Y así es! Fui becario mucho tiempo en San Francisco.
—¿Con qué clase de beca? —pregunté, incrédulo.
—En una reserva natural —dijo Dif—. Con tiendas de lona, entrenadores de animales y mucha gente sentada en las gradas.
—¿Era un... circo?
—¡Sí! ¡Así era como lo llamaban! Pasé años trabajando entre ellos, fijándome en cómo vestirme y comportarme entre los habitantes de las Tierras Silenciadas para perfeccionar mis habilidades de infiltración. —Calló un momento—. ¡Ah, casi se me olvida! No me extraña que no las tuvieras todas contigo. —Metió la mano en su mochila, sacó un sombrero de copa y se lo puso en la cabeza—. ¡Ahora sí! ¡El disfraz perfecto para las Tierras Silenciadas!
Me quedé sin habla. A veces me pasa cuando tengo delante una estupidez monumental.37 Antes de poder recuperarme, Draulin se unió a nosotros.
Llevaba un elegante vestido de noche azul, con lentejuelas y un lado abierto, el pelo recogido como si fuese a ir al baile de graduación y los labios de color rojo brillante. Tenía los brazos cubiertos por largos guantes, casi hasta los hombros.
Los ojos estuvieron a punto de salírseme de las órbitas.
¿Draulin era una mujer?
Vale, a lo mejor no debería estar haciendo bromitas sobre la estupidez monumental de los demás. En fin, yo sabía que Draulin era la madre de Bastille y la esposa del rey de Nalhalla, pero... ya sabéis, siempre había imaginado que dormía con la armadura puesta.
—Qué buen disfraz —dijo Dif.
—Gracias, señor Dif —respondió Draulin, hurgando en su bolso... que, si era como el de Bastille, contenía su espada en una burbuja de espaciotiempo levemente imposible—. Señor Kazan, ¿su línea sigue abierta?
—Ajá.
—¿Estos dispositivos transmisores de las Tierras Silenciadas funcionarán dentro de la Sumoteca?
—Deberían.
—Excelente. Seguiremos en contacto. Tenga cuidado aquí arriba, señor Kazan. No olvide que lleva a mi hija en esta nave.
—Intentaré que no nos hagan explotar en mil pedazos —dijo Kaz.
Como era de esperar, pasaron unos minutos más antes de que mi abuelo decidiera presentarse. Llegar tarde no era solo su Talento Smedry, sino también una forma de vida. Por fin llegó al trote, con un rollo de tela en las manos, y sonrió a Draulin.
—¡De verdad es como en los viejos tiempos!
—¿También va a hundir esta ciudad? —le preguntó Draulin.
—Eso pasó solo una vez —replicó el abuelo—. Y pudieron salir todos. O casi.
Empezó a distribuir trozos de tela. Yo cogí el mío con el ceño fruncido. Tenía el tamaño aproximado de una toalla y era fino y blanco. ¿Qué podría ser?
El abuelo abrió la ancha compuerta en el casco de Pingüinator. El viento nos azotó, con tanto estruendo que apenas logré oír a Kaz diciendo:
—Voy a atravesar ese humo que ha visto Alcatraz antes. Debería ser buen sitio para saltar, ya que estaréis ocultos de cualquiera que nos mire.
—Sí —empecé a responder—, pero...
—¿Buen sitio para saltar? —dijo Dif—. ¡Pues vamos para fuera!
Y me sacó de un empujón.
35. Esta sección va incluida en el libro para que, cuando pase un Bibliotecario, podáis pasar a esta página deprisa. Cuando lean por encima de vuestro hombro —como hacen siempre, porque son un incordio—, pareceréis estar leyendo un manual de ciencia sobre el noble perezoso marino lanudo. En consecuencia, acabo de salvaros la vida, así que de verdad deberíais plantearos lo de hacerme ese bocadillo.
36. En realidad, no sé por qué di por sentado que los objetos inanimados no mienten, si este libro ya os ha mentido a vosotros varias veces.
37. Lo que quizás explique por qué no dije nada aquella vez que visité vuestra casa.