33

Llegué cerca de la calle Markham a las once menos cuarto, y anduve el último bloque de casas hacia allí, aproximándome lentamente al lugar de la cita. Dentro del zapato llevaba escondido el billete de mil dólares, por si se presentaba una emergencia.

La oficina de la Tajir Transportation Company estaba situada en un edificio achaparrado, de ladrillos rojos, muy sucios. Tenía tres pisos, y se hallaba en el lado este de la calle, frente al muelle. El zumbido de los neumáticos de los coches que corrían por la West Side Highway era como un colmenar de abejas iracundas en la noche. En el muelle, las calles estaban pavimentadas con bloques de piedra, y algunos camiones circulaban pesadamente bajo la penumbra del pobre alumbrado.

Durante varios minutos estuve oculto tras un poste de la calle, fundido con las sombras, vigilando el coche estacionado delante de la Tajir. A lo lejos, un reloj dejó oír las once, y me aparté de aquel amparo provisional, yendo cautelosamente hacia el auto. Al acercarme, Amar abandonó el umbral del edificio y se quedó junto al vehículo. Vio cómo me aproximaba, con el rostro tapado por el ala del sombrero.

—Llega puntual —comentó.

—¿Bian...ca? —pregunté penosamente.

No contestó. Movió la mano hacia el automóvil y al abrir la portezuela, saltaron al suelo dos hombres. Entre ambos guiaban a una mujer con los ojos vendados.

—¿Bian...ca? —repetí.

—¡Vic! —exclamó ella—. ¡Oh, Vic, Vic! —le toqué un brazo—. ¿Puedo quitarme ya la venda? —quiso saber.

—¡No! —repliqué, cogiéndola del brazo y llevándola apresuradamente calle abajo.

Si se quitaba la venda, si podía identificar el edificio, o a aquellos individuos, su vida correría mucho peligro. Amar y sus dos secuaces nos siguieron en silencio.

—Vic —inquirió la joven, mientras iba tropezando en su oscuridad—, ¿está usted bien?

—Sí.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Está en algún apuro?

—No.

Suspiró aliviada, medio riendo, medio llorando.

—¡Oh, estoy tan... tan contenta! Nunca había estado tan asustada. Y estaba angustiada por usted.

—Bian...ca —susurré para tranquilizarla, al doblar la esquina.

El taxi esperaba donde yo lo había dejado. Abrí la portezuela y ayudé a Bianca Hill a subir, quitándole el vendaje de los ojos. Los tres árabes estaban más allá, débiles siluetas en la noche.

—A casa —le ordené a Bianca.

Asintió. En la oscuridad del taxi, vi sus ojos ensancharse por el temor.

—¿Irá usted más tarde?

—Sí —le aseguré.

Se inclinó hacia mí y me besó. Luego, cerré la portezuela del taxi y éste se puso en marcha.

Amar se estremeció. Me aparté rápidamente a un lado, con los dos hombres detrás de mí. Retrocedimos hacia el edificio de la compañía Tajir. El ritmo de nuestros pasos se fundía, llegando a formar un solo ruido en la desierta calle. Unos puntos de luz indefinidos en la noche... unos puntos aureolados de amarillo en el tigre que era la noche... se reunían en charcos poco profundos en las aceras, y colgaban suspendidos del aire.

—No lo entiendo —murmuró Amar, al cabo de unos instantes de silencio—. Hay muchas cosas en esta vida que no acierto a comprender. ¿Esa joven vale para usted cinco millones de dólares?

Continuamos andando, y sus palabras sólo llegaron a medias a mi oído. Yo me hallaba resignado, con una paz interior desconocida para mí. En el mundo del que yo procedía, debía de haber muy pocas cosas que no se obtuvieran con dinero... incluyendo a las mujeres, la seguridad y el poder. Y todas esas cosas, muy apetecibles en sí mismas, las había trocado por la salvación de una mujer a la que no amaba. Comprendía confusamente que Bianca Hill representaba un mundo extraño a mi carácter. Me había conmovido profundamente con su cariño, con su amor, ofreciéndome la oportunidad de formar parte de un mundo que jamás supe que existiese. Había aceptado sus favores, me había aprovechado de ellos, utilizándolos sin placer porque ignoraba su valor. Su amor, su compasión, me habían permitido por primera vez asomarme a otro mundo, un mundo que ella veía y en el que creía. Era un mundo de hombres y mujeres, y no de fantasmas; un mundo de sueños profundos y agradables, no de pesadillas; donde las palabras tenían pleno significado, y donde un hombre no ha de vivir solo en los desolados espacios de su espíritu.

A mi lado, Amar volvió a hablar. No le miré aunque comprendí que movía la cabeza en señal de admiración.

—¡Cinco millones de dólares! —exclamó.

Fue entonces cuando toda la plena implicación de sus palabras pareció explotar sobre mí, hundiéndome en un temor indescifrable. Yo poseía cinco millones de dólares a nombre de Wainwright. En algún sitio, no sabía dónde, yo tenía cuatro millones de dólares más... el dinero de la Tajir convertido primero a nombre de Wainwright y reconvertido después a nombre de Pacific. Lo había escondido cuidadosamente... ¡demasiado cuidadosamente! gracias a varios nombres, palabras y lugares.

Penetramos en el edificio. Estaba muy oscuro y la humedad del muelle nos envolvió como una mortaja de sudor frío en torno a la escalera de metal cuando subimos al segundo piso.

El cabello empezó a erizarse en mi cabeza, y una sequedad irresistible pegaba mi lengua al paladar, resecando mis labios, mi boca, mi garganta, imposibilitando que tragase saliva. Porque sabía que era demasiado tarde. No podía hacer un trato sólo por el dinero de Wainwright. Era un asunto grande, excesivamente grande. Lo suficiente grande para obligar a un individuo de la máxima categoría a trasladarse desde África a América. Cinco millones de dólares extraviados. Yo poseía ya un millón, pero, ¿y los otros cuatro?

Sólo existía una probabilidad... una sola. ¡Horstman! Si Horstman asistía a la entrevista, aún me quedaba una esperanza. Había muchas cosas entre los dos. Lo sabía. Siempre lo había sabido. ¡Horstman era amigo mío! ¡Un hombre en quien podía confiar! Si estaba allí, Horstman lograría convencer a los reunidos de que yo no recordaba dónde estaba escondido el dinero. ¡Si me ejecutaban, ya jamás podría recordarlo! ¡Devolvería sin discusión todo lo perteneciente a Wainwright!

¡Pero Horstman tenía que estar allí... tenía que estar allí!

La puerta. Es extraño que en un momento como éste, mis ojos se tomen la molestia de ver con tanta claridad... la granulación de la madera, el polvo de la placa... ¿Qué importa todo, salvo que se trate de un segundo, o dos, de vida? Amar abre la puerta cortésmente, con demasiada cortesía, y cuando cruzo el umbral, abandono la tierra de los vivos.

No es ya un sueño, sino la pesadilla de la que ya jamás volveré a despertar. Hay sombras en la estancia, y entre ellas una mesa. Encima, la bombilla. Pende de un cable y arroja un cono de luz desvalida contra las tinieblas. La oscuridad se espesa, para materializar, para destacar en negro sobre negro, las formas del consejo.

Allí está, grande, tan negro como Satanás, con sus ojos de porcelana blanca, Ghazi. En su mano, una cimitarra corta. Llamea, pero aún no ha llegado el momento.

Primero, el anuncio. Un paso al frente, El Saiyid. Había olvidado que era tan alto y viejo. Su rostro está surcado por los abismos de amargos años, y todo su poder no logra alejar el polvo del tiempo de sus hundidas mejillas. ¿Dónde están ahora los miles de miles de vidas que ha robado, destruido y asesinado? El Saiyid ha vendido el espíritu de los hombres por unas libras, retorciendo la dignidad humana en unas formas sin nombre.

Inclínate, El Saiyid. No se pierde tu inclinación burlona. Al fin, puedes hablar. Hablas en alemán, y ahora recuerdo que es ésta nuestra lengua nativa. Éramos hermanos de sangre, tú y yo, y yo daré mi sangre por la tuya. Durante largo tiempo manará de nuestros labios.

¡El Saiyid!

Desciende el cuchillo de mi manga, salta a mi mano, y vuela por el aire.

Éste es el segundo más largo de mi existencia.