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Puede ocurrir que los planetas se queden inmóviles y que la eternidad suspenda su aliento. Un segundo se convierte en toda una vida, y para uno se trata del segundo más largo del mundo.
Cuando me desperté, miré directamente encima de mí, hacia el techo; vi una forma ancha y oblonga, de color blanquecino. En algún lugar de la estancia, una pequeña bombilla ponía una nota luminosa en la oscuridad. Al cabo de un momento, oí el movimiento de cuerpos, el susurro de ropas en el cuarto, y entonces intenté volver la cabeza.
Fue en aquel instante cuando comprendí que me habían cortado la garganta.
El dolor me atenazaba los dos lados del cuello, descendiendo cálidamente hacia el pecho. Jadeé, ansiando absorber el aire.
Al día siguiente volví a recobrar el conocimiento. Encima de la cama colgaba un recipiente de cristal lleno de glucosa, y las gotas iban descendiendo gradualmente por un tubo de plástico transparente hacia el interior de mi brazo. El fluido vertía su vida en mi cuerpo, y no me dolía. Unos pasos suaves, de zapatos con suela de goma, se acercaron a mi lecho, y una cara enmarcada por una cofia de enfermera, me escrutó atentamente. Su cara, larga, delgada y preocupada, prorrumpió en una sonrisa impersonal al ver que yo tenía los ojos abiertos.
—¡Ah! —exclamó; de repente apareció su mano, y sus dedos me tocaron los labios—. No intente hablar. Manténgase inmóvil y volveré con el doctor.
Sus pasos se alejaron y yo continué tendido en la cama, sintiendo el zumbido de mi pulso contra la aguja insertada en mi brazo. Por el rabillo del ojo presentí más que vi un amplio biombo. Al otro lado del mismo, oí los muelles de una cama, y la pesadez de un cuerpo al cambiar de postura. Luego, silencio.
Al cabo de unos minutos, la enfermera regresó seguida por un médico. Ambos se detuvieron a los pies de la cama, y el médico estudió un diagrama sujeto allí. Era joven, de piel sonrosada, y el cabello muy corto, color castaño claro. Parecía excesivamente joven.
De pronto, me asaltó la idea de que yo no sabía mi edad. Ni siquiera cómo me llamaba.
El médico dejó el diagrama y levantó los ojos hacia mí.
—Es usted un hombre de suerte —dijo con voz grave—. No puede darse cuenta, seguramente, de lo cerca que ha estado de la muerte.
Levanté mi brazo izquierdo, el que tenía insertada la aguja; señalé mi garganta.
—Sí —asintió el doctor—, tiene cortada la garganta. ¿Se lo hizo usted mismo?
No lo sabía.
—Por el momento —prosiguió el médico—, no puede hablar. Con franqueza, es posible que no vuelva a hablar jamás.
Me observaba fijamente pero yo no le mostré ninguna reacción particular. Era como si estuviese hablando de otra persona. Me miró. Le devolví la mirada.
Fue la enfermera la que rompió el silencio, en un intento de suavizar el golpe.
—Bueno, esperemos que suceda lo mejor.
El tono era tan optimista como banal.
—Mientras tanto —asintió el joven doctor—, tendrá que permanecer muy quieto. No trate de hablar, no intente mover la cabeza. De lo contrario, le sobrevendrá una hemorragia. Durante los próximos días le mantendremos bajo el efecto de sedantes. Pasará usted casi todo el tiempo durmiendo.
La enfermera se acercó a la cama, me levantó el brazo, lo frotó con alcohol y de pronto sentí el pinchazo de la aguja hipodérmica. El médico y la enfermera desaparecieron por detrás del biombo. Luego, volví a dormirme.
Tal vez a causa de la morfina empecé a soñar la pesadilla habitual. Al principio fue una pesadilla. Simplemente, la sala del hospital no era la misma estancia. Era otro cuarto, alumbrado tristemente por una bombilla en un rincón. Yo esperaba que apareciese algo por detrás del cono de luz. Nada más. Pero el terror de la espera, la ansiedad del suspense, la anticipación del miedo resultaban opresivos. Nunca había estado tan desesperadamente asustado.
Como si fuese una escena de película proyectada una y otra vez, la pesadilla continuó. Yo seguía esperando, a solas con mi horror. Posiblemente, aguardé en esta pesadilla tres días, porque sólo tres días más tarde volví a ver al médico. Cuando enfoqué en él mis ojos, inclinó la cabeza para contemplarme atentamente.
—Bien, ha dormido usted mucho... sesenta y dos horas —empecé a asentir con la cabeza— ¡No se mueva! —me ordenó tajantemente—. Mantenga la cabeza tan inmóvil como pueda. Creo que ya no existe peligro de hemorragia, pero ha de continuar teniendo cuidado.
Tentativamente, levanté la mano izquierda y asesté el índice hacia él. El doctor me miró fijamente. Bajé el dedo y levanté dos. Repetí la maniobra varias veces. El médico sonrió y asintió.
—Buena idea... ¡excelente! Levante un dedo para decir «sí» y dos para decir «no». ¿Bien?
Levanté un dedo.
—Necesitamos cierta información para la ficha —me explicó el doctor—, de modo que sería conveniente que conteste a mis preguntas con un sí o un no. Cuando le recogió la ambulancia usted no llevaba ningún documento de identificación. ¿Posee alguno?
Levanté dos dedos: no. El médico pareció sumamente extrañado.
—¿Figura usted en el listín telefónico?
¿Figuraba, sí o no? Ignorando mi propio nombre, no podía saberlo. Ni podía contestar. Desesperadamente, volví la palma de mi mano hacia arriba en un gesto sin compromiso.
El médico captó inmediatamente el significado.
—¿Ignora quién es usted?
«Sí», asentí con el dedo.
—¿Ha perdido la memoria?
«Sí.»
—¿Ha olvidado su nombre y sus señas?
«Sí.»
Se pasó una mano por su cabello castaño.
—¿Trató usted de quitarse la vida? —quiso saber.
Volví a levantar la palma de la mano hacia arriba, para indicar que no lo sabía.
Apartándose de la cama, juntó varias secciones del biombo, apartándolo a un lado.
—Mañana estará usted ya bastante bien para que le vean los policías —me indicó—. Quizás ellos podrán identificarle.
Salió de la sala y durante unos minutos estuve mirando al frente, al espacio existente al pie de la cama, reflexionando. La herida no me causaba mucho dolor, y sí en cambio una combinación de sensaciones. Una era como una quemazón; otra, una molestia. Estas sensaciones no constituían un dolor, al menos no en el sentido literal, no eran difíciles de soportar. Posiblemente, todavía me hallaba bajo el efecto de las drogas.
Sosteniendo la mano ante mi cara, la estudié. No recordaba haberla visto antes, y la examiné cuidadosamente y con curiosidad. La mano era ancha, grande, de dedos fuertes. Las uñas estaban bien cortadas y en buen estado, demostrando el buen cuidado recibido. La volví, y la palma no mostraba callos de ningún trabajo duro.
El dorso de la mano, tras otra inspección, reveló una sombra de vellosidad, mas la piel era lisa y sin arrugas.
No había utilizado las manos para ganarme el sustento; éste fue el primer hecho que descubrí a mi respecto. Dejé caer la mano sobre la cama. ¿Y mi nombre? ¿Cuál era mi nombre? ¿Quién era yo? Diversos nombres empezaron a pasar por mi cerebro, como surgidos de la nada, sin el menor esfuerzo: Ali Khan, duque de Windsor, Ernest Hemingway, Gary Cooper, coronel Horstman, Adlai Stevenson, Goethe.
El flujo de nombres cesó de repente. Como si hubiese cerrado una esclusa. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué estaba pensando? Los nombres que recordaba, surgidos de ninguna parte, acababan de afluir a mi mente, pero se trataba de nombres que todo el mundo veía o conocía por los periódicos, la radio, la televisión, el cine, y los libros en el curso de su vida cotidiana. ¿Conocía realmente a tales personas, o al menos a algunas? ¿O sólo había oído hablar de ellas?
En mi excitación, luché por estar sentado. Inmediatamente me ahogué, anhelando aire, asfixiándome, y volví a caer contra la almohada.
—Tómeselo con calma —oí una voz al otro lado de la sala—. Ya oyó lo que le aconsejó el doctor.
Al cabo de unos momentos volví a respirar. Llevando mi mirada al pie de la cama y luego más allá, busqué al dueño de la voz. Ante mi vista apareció el extremo de un segundo lecho. No podía ver quién lo ocupaba... Sólo dos pirámides blancas, que eran los pies, bajo las sábanas... La voz volvió a hablar. Era una voz masculina, estridente y desagradable.
—He oído al doctor cuando habló con usted y creo que es mejor que tenga calma y no trate de hablar.
No contesté, naturalmente, y la voz continuó:
—Por estar en la misma sala somos ya compañeros.
Por mi cerebro pasó el destello de otra sala, un aula universitaria, con un techo lleno de vigas y paredes enyesadas. Otro compañero distante y pasado. Pero la escena huyó rápidamente bajo la cascada de palabras de mi nuevo compañero.
—Me llamo Merkle, Edward Merkle. Mis amigos me llaman Ed.
La voz prosiguió su incesante charla. Se convirtió en un murmullo monótono mientras me hablaba de su enfermedad, de su operación. Cerré los ojos, en tanto sus palabras me iban inundando, arrollándome bajo un alud de sonidos. En tanto me iba describiendo cuál era su trabajo, me quedé dormido, a pesar de mi empeño en recordar algo. Pero por el momento, no podía recordar nada.