27
Abrí cuando Margarita llamó a la puerta. Llevaba el mismo bolso grande que la otra vez.
—¿Quería verme? —preguntó.
—Sí.
Cruzó indolentemente el cuarto y se instaló en una de las sillas de madera. La contemplé cuidadosamente. Su tez tenía el color de las aceitunas; sus facciones eran correctas, sin ser grotescas en absoluto. Pese a su hosquedad era bastante atractiva. Pero no había que engañarse en modo alguno: era una ramera; la falda muy ajustada, muy llamativa, y su aspecto resultaba retador. Me sentí desanimado; no se parecía en nada a Rosemary Martin, y dudaba mucho de que con ella pudiera llevar mi plan a la práctica con buen éxito. De todos modos, no quedaba otra alternativa, y sólo podía confiar en que en el banco no recordasen en absoluto el aspecto de la difunta Rosemary.
Al principio, cuando le escribí lo que deseaba de ella, o sea que aprendiese a falsificar una firma, se mostró muy terca, sobre todo al añadir que debía aprender a firmar rápidamente con aquel nombre en público.
—No, gracias —replicó escuetamente—. Ya tengo bastantes problemas para crearme otros.
Le describí la caja de seguridad y le conté que pertenecía a mi esposa que me había abandonado; que contenía varios documentos importantes que yo necesitaba urgentemente y que no tenía otro modo de conseguirlos.
—¿Dónde está ahora su consorte?
Escribí que lo ignoraba.
—¿En Nueva York?
«No, aquí no.»
—¿Qué precio tiene eso?
«Cien dólares.»
Considero mi oferta cuidadosamente.
—Sólo tengo que ir al banco con usted y firmar una ficha a nombre de Nell O'Hanstrom, ¿verdad? ¿Nada más?
«Correcto», asentí.
Le dije que si alguien se lo preguntaba, dijese que su inicial intermedia era C.
—¿No tendremos líos con la bofia?
«En absoluto.»
Aunque tardó bastante en acceder, una vez hubo aceptado se dedicó a la tarea de todo corazón. Le entregué el papel donde había copiado la firma de Nell O'Hanstrom y prometió practicar todo el día y volver al siguiente.
Cuando se hubo marchado, revisé todo lo que había ido reuniendo de Rosemary Martin. No logré comprender el significado del recorte de periódico relativo a las regatas universitarias. Evidentemente, era importante la fecha de 1895, y esos números podían ser un recordatorio de muchas cosas: una dirección, un número de teléfono sin las iniciales de la zona, el número de una caja de seguridad...
Después de considerar varias soluciones, llegué a la conclusión de que se trataba de una artimaña, demasiado elaborada para esconder una dirección o un número telefónico, pero no para una caja de seguridad. Margarita tendría que decirle al encargado del banco el número de la caja, por lo que podía utilizar el 1-8-9-5, y si no era éste, fingir que se le había olvidado. A lo mejor, esta treta daba resultado.
Al día siguiente, cuando volvió Margarita, le entregué una hoja de papel para que escribiera en ella. Efectuó con rapidez la firma de Nell O’Hanstrom. Luego, la comparé con la conjuntada por mí. No era muy buena, mas tampoco muy mala.
—¿Qué tal? —quiso saber la joven.
«Ha de ser mejor», escribí, tras mover negativamente la cabeza.
—Está bien —se enfadó, por no saber apreciar sus facultades imitativas—. Lo intentaré. ¿Cuándo iremos al banco? ¿Hoy?
—Mañana.
—De acuerdo, practicaré un poco más.
Antes de irse, le expliqué cómo debía vestirse.
—Seguro —repuso—, tengo un abrigo. Algo viejo, pero es de lanilla.
Era precisamente el más adecuado para mi plan.
Al llegar al banco, Margarita tenía el aspecto más aproximado posible al de una dama. Antes de salir del hotel, insistí en que se quitase casi todo su maquillaje, dejando pintados tan sólo los labios. Llevaba un abriguito corriente; el cabello bien peinado, reluciente bajo un sombrerito. Ensayamos, paso a paso, todo lo que debía suceder en el banco. Margarita me aseguró que se hallaba bien posesionada de su papel, y pensé que la gran confianza que poseía en sí misma la ayudaría grandemente.
Mientras descendíamos por la escalera del banco hacia el sótano, deslicé la llave de la caja de seguridad en su bolsillo. Delante de la puerta enrejada, presioné el timbre y pasamos al interior. Yo me había calado unas gafas de lentes lisos, y un sombrero nuevo, muy encajado en mi cabeza. Esperaba que nadie me reconociese desde mi última visita allí con Bianca. Así fue. El empleado que había atendido a Bianca estaba ocupado con otros clientes.
—Deseo abrir la caja 1-8-9-5 —díjole Margarita, con gran entereza, al que nos atendió.
El empleado le entregó una cartulina y un bolígrafo.
—Firme aquí, por favor.
De manera casual, Margarita trazó la firma de Nell O’Hanstrom, devolviendo la tarjeta al dependiente, junto con la llave. El joven, con la cartulina en la mano, fue hacia un archivador y comparó la firma. Vaciló un instante, y mi tensión subió de punto.
—¿Cuál es su inicial intermedia? —inquirió el empleado.
—C —replicó Margarita-C de Charlotte.
—Gracias.
Nos indicó que le siguiéramos a través de otra pesada puerta, y agachándose ligeramente, insertó su llave maestra, y después la que le había entregado Margarita. Así abrió una puerta de metal, ovalada, y extrajo una caja de acero.
—Vengan por aquí —nos ordenó.
Le seguimos por un corredor que presentaba varios cubículos a ambos lados. En cada uno había un escritorio, una silla, una lámpara y recado de escribir. El empleado dejó la caja en la mesa y, abandonando el cuartito, cerró la puerta a sus espaldas. Pude oír el ruido del pestillo.
—Bien, ya está —exclamó Margarita satisfecha.
—Sí.
Le entregué cien dólares y le indiqué que se mantuviese de pie en el rincón más alejado de la estancia... de cara a la pared. Una vez hubo obedecido, abrí la caja, resguardándola con mi cuerpo.
En el interior había un montón de billetes del gobierno de Estados Unidos, por valor de diez mil dólares cada uno... diez en conjunto, o sea cien mil dólares. En un gran sobre color manila, había una serie de letras aceptadas, que variaban desde cincuenta mil a cien mil dólares. Todas iban a nombre de Howard Wainwright, y podían acreditarse en cualquier banco de Estados Unidos, o de otros países. Los aceptos iban endosados por diversos bancos, por un total de novecientos mil dólares. Además, no podían figurar en ninguna cuenta bancaria. Tradicionalmente, los utilizaban los importadores y exportadores.
Salimos del cuartito y Margarita devolvió la caja y la llave al empleado. Éste cerró la caja y devolvió la llave a la joven. Abandonamos la entidad bancaria sin pronunciar palabra.
—Bueno, cariño —quiso saber ella—, ¿tienes ya lo que deseabas?
No lo sabía. Tenía un millón de dólares pertenecientes a Wainwright, que tal vez no me servirían de nada. Un billete de diez mil dólares no es moneda corriente, y quizá me resultase difícil cambiarlos todos. Para ello, los bancos desean conocer a su poseedor, que ha de quedar bien identificado.
Esos billetes suelen emplearse para la transferencia de fondos de las grandes empresas, para operaciones en la Bolsa, o para otros fines comerciales.
—Debe de ser tremendamente importante —prosiguió Margarita—. Me parece que te has llevado muchos papeles.
No repliqué, sino que apreté el paso, y ella tuvo que correr casi para mantenerse a mi altura.
—Si tan importante era —jadeó la muchacha—, cien dólares no son bastantes. Tal vez te dignes darme algo más.
Su voz poseía una nota profesional.
Pasábamos por delante de una boca de Metro y me detuve súbitamente. Arrastrándola a un lado, de modo que nos ocultase en parte su umbral, saqué un billete de veinte dólares. Y lo sostuve en alto, de modo que ella pudiese divisar el cuchillo escondido en la manga de mi chaqueta.
Margarita contempló el billete, y lentamente volvió los ojos hacia el mango descansando en mi palma. No me moví hasta que levantó la mirada hasta mi rostro. Temblando, se ajustó más el abrigo en torno a su cuerpo. No había necesidad de hablar; el mensaje era muy claro y lo comprendió. Cogiendo los veinte dólares, bajó corriendo la escalera del Metro y desapareció.
De vuelta al Hotel Arena, me miré al espejo. Desde mi última visita al doctor Minor, había decidido dejarme de nuevo el bigote. Sólo habían transcurrido tres días, por lo que encima del labio sólo había una ligera sombra. Cuidadosamente, lo afeité siguiendo la línea del bozo, y ensombrecí éste con un lápiz. El bigote reapareció casi en todo su esplendor. Luego, volví a mirarme al espejo. Un bigote no disfraza a una persona si sus facciones son muy conocidas; sin embargo, cambia la expresión del rostro.
Sonó el teléfono, lo cual me sorprendió, puesto que solamente Margarita sabía dónde vivía. Levanté el receptor.
—¿Sí?
—¿Pacific? —era la voz de Santini—. Estoy en el vestíbulo y quiero verle. Voy a subir... ¡y no intente escapar!
No tenía la menor intención de huir y colgué el aparato. A los pocos instantes oí la puerta del ascensor y los pasos del policía acercándose a mi habitación. Abrí.
—Bien —gruñó—, es realmente agradable volver a verle, Pacific.
Sin embargo, su tono no era amistoso, y el significado resultaba retorcido. Entró y sentóse en la cama sin quitarse el sombrero ni el abrigo. Parecía estar encaramado en el lecho, como un ave de presa, moviendo lentamente la cabeza de lado a lado, como para mirar en torno.
—Una excelente habitación —comentó—. ¿Le molesta que eche un vistazo?
—Sí.
Pareció sorprendido.
—¿Le molesta que eche un vistazo?
«Sí —escribí rápidamente en el bloc—. ¿Tiene un mandamiento?»
Santini leyó lo escrito y apretó los labios, asombrado.
—¿Necesito un mandamiento para echar un vistazo? ¿Un mandamiento entre dos viejos amigos?
Me estaba estudiando atentamente.
«¡Esto es exactamente lo que quiero decir!», escribí.
Santini se puso deliberadamente de pie; me planté ante él. Estábamos a menos de medio metro uno del otro, mirándonos ferozmente. Santini tenía las manos a los costados. No le temía; antes de que pudiera sacar el revólver, mi cuchillo estaría clavado en su cuerpo. Tras una pausa, se encogió de hombros y volvió a sentarse en la cama.
—De acuerdo —murmuró con voz desprovista de emoción—. Tengo el recurso de volver. No vine a detenerle... cosa que hubiese podido hacer. Sólo a mantener una conversación amistosa.
Asentí, pero continué muy próximo a él.
—Es usted un poco tortuoso, Pacific —masculló, en tono casual—. Y sigo pensando que no es usted un tipo decente. Por ejemplo: a la gente que usted conoce les ocurren algunas cosas. Y no precisamente buenas. ¿Sabe a qué me refiero?
—No.
—Mas ejemplo: hablemos de un individuo inofensivo que comparte con usted una sala en el hospital. Alguien lo manda al otro barrio. ¿No fue usted, Pacific?
«Claro que no», escribí moviendo enérgicamente la cabeza.
—Naturalmente, no sospechaba de usted. Aunque supongo que lo habría hecho, de haberle interesado. Los polis tenemos a veces ideas raras respecto a las personas —dio una fuerte chupada al cigarrillo que acababa de encender y me contempló con atención— ¿Por qué no se sienta?
Continué de pie, esperando la continuación. Faltaba algo más. Santini se hallaba sólo en los preliminares, y todavía no había llegado al tema central.
—Los polis son tipos de suerte. Trabajan en colaboración, lo cual les ayuda mucho. Un ladronzuelo, un delincuente, trabaja solo, sin. nadie más, aunque a veces logre el apoyo de otros criminales. A veces, un poli tarda bastante en sumar dos y dos, pero al final casi siempre suma cuatro —esperaba una respuesta que no llegó. Exhaló un profundo suspiro. Aunque su expresión fingía pesar, sus pupilas me acechaban fríamente—. Bien, hablemos ahora de esa bella damita que vivía en casa de la Hill, cuando usted trabajaba allí. ¿Sabía que la estrangularon, y que después de muerta, alguien la colgó de la ducha por el cuello?
—Perió... dicos —logré articular.
Asintió.
—Sí, hubo algo en los papeles —se echó el sombrero hacia atrás y se rascó el pelado cráneo—. Supongo que esa dama Martin no le gustaba a alguien. ¿Le gustaba a usted, Pacific?
—Sí.
—No había huellas dactilares en su habitación, por lo que no sabemos quién le retorció el pescuezo. Mas ocurrió algo gracioso. ¿Sabe qué? Descubrimos que esa Martin tenía un amigo, un chico muy rico llamado Wainwright. Vivió con él largo tiempo. Bueno, no me gusta ser injusto. Quizás estuviesen casados. No lo sabemos, ni lo sabe nadie. Pero ese Wainwright ha desaparecido desde hace varios meses. Hemos registrado el apartamento de Wainwright y ¿sabe qué hemos encontrado?
Sacudí la cabeza.
—Gran cantidad de huellas dactilares. De la Martin, del encargado de la lavandería, del chico de la tienda de comestibles, de la mujer de la limpieza... prácticamente, de todo el vecindario, y también las de un chico llamado Victor Pacific —Santini se inclinó hacia delante para escrutar mi rostro—. Tal vez usted también era amigo de Wainwright, ¿eh?
«No recuerdo haber conocido a Wainwright», escribí en el bloc.
—Bravo por usted —asintió Santini—. Siga así. El doctor Minor se deja engañar por su gran actuación, yo no —se puso de pie y fue hacia la puerta—. No se moleste en fingir ante mí, Pacific. Ni trate de escabullirse, porque siempre daré con usted.
Salió al pasillo y cerró la puerta.
Aguardé largo tiempo. Finalmente, llamé a conserjería.
—Botones —pedí.
Cuando llegó el muchacho, escribí en el bloc que fuese a la papelería y adquiriese una bolsa de plástico y un rollo de cinta adhesiva. Cuando volvió, cogí lo pedido y cerré la puerta.
Puse en la bolsa todos los billetes, excepto uno, de los hallados en la caja de seguridad, así como la llave, el revólver, los documentos y papeles de Rosemary y los de Amar. La bolsa era impermeable, y la sellé cuidadosamente con la cinta adhesiva. Fuera de mi ventana había un par de ganchos mohosos separados entre sí por medio metro, clavados a la pared del edificio, a cada lado del marco de la ventana. Esos ganchos, en algún día ya olvidados por el Hotel Arena, los habían usado para sus cinturones de seguridad unos limpiacristales. Colgué la bolsa, atándola cuidadosamente, en uno de los ganchos, y cerré la ventana. Nadie podía divisarla, pues mi habitación estaba situada al fondo del edificio. Aunque Santini registrase la habitación en mi ausencia, no encontraría la bolsa colgada fuera.
El policía, en su conversación, me había revelado cierta fase de mi existencia pasada. No creía que él se hubiese dado todavía cuenta de la importancia de su descubrimiento, pero yo sí.