13

Le di un pedazo de papel al cerrajero, junto con la llave que me había entregado Rosemary. En el papel leyó mi pregunta:

«¿Qué clase de llave es ésta?»

El cerrajero miró apenas la llave. Medía unos siete centímetros de longitud, con menos de un octavo de centímetro de grosor. No había muescas laterales, aunque el borde inferior poseía las usuales dentaciones en el metal. A un lado, grabado había las iniciales KLSK.

—Es la llave de una caja de seguridad —afirmó el cerrajero. Indicó las iniciales—. Fue fabricada por la compañía «Kingston, Lock Safe Key» -levantó la mirada hacia mí—. ¿De dónde la sacó?

Le escribí que la había encontrado. Luego, le pregunté si había alguna forma de identificar la caja, a fin de poder devolverle la llave a su propietario.

—Que yo sepa, no —replicó—, a menos que ponga usted un anuncio en el periódico, y aun así, dudo que una persona lograse reconocer a esta llave de otra, a menos que la pruebe en la debida cerradura. De todos modos, podría preguntarlo en un banco. Tal vez ellos conozcan otros métodos.

Para ello, igual daba un banco que otro. Cuando salí de la cerrajería, fui andando por la Sexta Avenida. En la esquina de la Sexta con la calle Catorce entré en el primer banco que encontré, el Cambio de Mercaderes y Químicos, y localicé al vicepresidente sentado tras un enorme escritorio, al fondo de la sala principal. Tardé algún tiempo en explicarle que había hallado la llave y mi deseo de descubrir a su dueño para devolvérsela. Cogió la llave, la examinó y al final me dijo:

—Existen varias compañías fabricantes de llaves de cajas de seguridad que proporcionan llaves y cajas a los bancos para sus departamentos de depósito. Asimismo, hay varias compañías, no bancarias, que alquilan cajas de depósito a sus clientes. Por regla general, si un propietario de una de tales cajas pierde la llave, le cuesta unos veinte dólares el trabajo de quitar la cerradura y hacer llaves nuevas. Corrientemente, no obstante, a los poseedores de cajas de seguridad se les entregan dos llaves al alquilar la caja, y cuando pierden una, pueden encargar otra por sólo dos dólares. Por tanto, no creo que valga la pena que usted se esfuerce tanto por devolver ésta.

Me hallaba atrapado. Medité sobre la cuestión, considerando todos sus ángulos. Obviamente, Rosemary sabía dónde estaba situada la caja y a quién pertenecía. Mas, ¿dónde estaba Rosemary? Habían transcurrido varios días y Bianca no tenía noticias suyas. Y aunque yo volviese a localizar a la chica, no me diría nada a menos que lo hiciese por propia voluntad. Calmosamente me pasó por la mente la escena de estar yo abofeteándola brutalmente. Esto no me sorprendió; supongo que en ciertas ocasiones, todo el mundo visualiza tales escenas de violencia. En realidad, si la mataba me quedaría sin saber el secreto de la llave.

Decidí que lo mejor era seguir tratando de localizar al dueño de la caja de seguridad mediante mis esfuerzos personales. Más adelante, si Rosemary accedía a procurarme alguna información, llegaría al fondo de la verdad. Quitándome la bufanda que llevaba en torno al cuello, señalé la cicatriz. Todavía estaba muy roja y muy desagradable. Después de haberla mirado atentamente, el banquero fijó de nuevo la vista en su mesa. Volví a escribir en la libreta.

Tras darle a conocer mi nombre, le conté que no tenía familia y había sufrido un accidente de automóvil; testigos de ello la cicatriz y el no poder hablar. Como resultado del accidente, la pérdida de memoria. La llave de la caja de seguridad era mía, pero no recordaba a qué banco pertenecía.

—Seguramente al mismo banco con el que usted trataba de ordinario o efectuaba operaciones —repuso—. ¿Recuerda cuál era?

Negué con la cabeza. Sobre el escritorio había una placa que ostentaba el nombre de C. K. Swan. Escribí:

«Señor Swan, ¿puede hacerme alguna sugerencia?»

Swan reflexionó unos instantes.

—Bueno, primero podría tratar de ver si en algún banco la tienen a usted anotado como depositante. Si localiza una cuenta corriente suya, por ejemplo, probablemente será en el mismo banco donde tenga la caja de seguridad a nombre suyo. Si esto no da resultado, hay en Nueva York una pequeña revista titulada The New Amsterdam Safe Box News que circula por casi todos los departamentos de depósitos de bancos y compañías. Le escribiré la dirección, y puede usted dirigirse allí en busca de más información.

—Sí —articulé.

Tras coger su teléfono, Swan llamó al departamento de depósitos del banco.

—Señor Kraft —dijo—, aquí Swan. ¿Podría darme las señas de la New Amsterdam Safe Box News? Sí, gracias. Espero

Con el teléfono pegado al oído, Swan atrajo hacia sí un bloc de papel. El bloc llevaba impreso:

...del despacho de

C. K. Swan, vicepresidente del

Banco de Cambio de Mercaderes y Químicos.

Cuando la voz de Kraft llegó a su oído, Swan empezó a escribir en el bloc, pero su pluma estaba seca. Apresuradamente, arrancó la hoja y cogió un lápiz, escribiendo la dirección. Me entregó la cuartilla y dijo:

—¿Por qué será que cuando necesitas una pluma siempre está seca?

Yo no lo sabía. Sin embargo, asentí cortésmente y escribí en mi libreta:

«Muchas gracias.»

Swan se puso de pie.

—Que tenga suerte —expresó—. Si puedo ayudarle en algo, venga a verme.

Nos estrechamos las manos y salí de la entidad bancaria.

Aquella noche, de manera muy laboriosa, le manifesté a Bianca que cuando llegué al hospital llevaba mil dólares en el zapato. Seguí explicándole que, según toda evidencia, yo poseía bastante dinero antes de ser atacado, y que era posible que tuviera una cuenta corriente o una libreta de ahorros en alguna parte. Por desgracia, si esto era así, me veía incapaz de recordarlo.

—¿No cree que Santini lo habrá comprobado? —preguntó Bianca.

Asentí, escribiendo que seguramente se habría ocupado de este aspecto del asunto, pero que era muy dudoso que hubiese abarcado todos los bancos y cajas de ahorro y, como se trataba de una cuestión poco importante para la policía, no existía ninguna presión especial para obligarles a buscar más. Bianca se mostró de acuerdo conmigo. Sugirió luego que ella podía visitar los bancos, intentando descubrir si yo tenía alguna cuenta, pues era obvio que yo no podía hacerlo.

En Manhattan solamente existen de cuatrocientos a quinientos bancos, incluyendo las sucursales, alistadas en la guía telefónica. Bianca empezó por arriba, mas pronto vimos que obtendría muy poco éxito. Todos los bancos se negaban a dar informes por teléfono. Tras varios fracasos, un banco le indicó que tales informaciones sólo se daban a los negocios establecidos para referencias de créditos.

Mientras ella llamaba, yo estaba sentado a la mesa. Tras dejar el aparato en su horquilla, se me acercó y puso sus manos sobre mis hombros.

—Vic —murmuró con simpatía—, no se desanime. Tal vez se nos ocurrirá otra cosa.

Sus dedos se asieron a mi camisa. La miré a la cara pero la desvió al instante.

Fue entonces cuando me acordé de Merkle. Al salir del hospital, me dejó sus señas, de modo que decidí visitarle. Aquella noche cogí el pedazo de papel donde estaba su dirección y salí de casa. Merkle vivía en un pequeño apartamento de dos habitaciones, situado en el sótano de un antiguo edificio.

La puerta de su apartamento se hallaba bajo un tramo de peldaños de piedra, protegida por una verja de hierro forjado. El orín había oxidado los barrotes, y la verja estaba llena de manchas anaranjadas. Cuando llamé al timbre, abrió el propio Merkle en persona, oteando a la noche. Me reconoció y me invitó a entrar. La salita estaba amueblada con trastos viejos, incluyendo un sofá muy recargado, sillas de anea y una alfombra estilo estera, aunque había un televisor nuevo de pantalla grande. Las mesas, las sillas y los otros muebles estaban atestados de mendrugos, tostadas, platos con confitura, bocadillos a medio comer y frutos secos.

—¡Bien, bien, bien! —exclamó Merkle, sonriendo amistosamente—. ¡Mi viejo compañero de habitación! ¿Cómo está? ¿Se encuentra bien?

—Issss —afirmé.

—¿Eh?

—Issss —repetí, asintiendo.

—Oh, claro, sí... De modo que ha recobrado la voz.

Pensé que era demasiado esfuerzo servirse de un payaso como aquél. Mas, por otra parte, tal vez pudiera ayudarme. Me senté y empecé a escribir. Había cambiado ya la libreta y el lápiz originales por un bloc permanente cubierto por una banda de plástico transparente. Yo escribía en el plástico con un lápiz de madera, y al acabar levantaba el plástico, con lo que desaparecía lo escrito, pudiendo volver a usar el bloc. Esto eliminaba las hojitas de papel arrancadas y el problema de llevar plumas y lápices diversos en el bolsillo. Intenté explicarle a Merkle que deseaba buscar una cuenta corriente perdida en algún banco. Merkle se refirió al momento a la policía.

—¿Por qué no le ayudan ellos?

Le di la misma explicación que a Bianca, aunque la verdadera razón fuese otra, que no podía dar a ninguno de ambos. De tener yo una cuenta, no sabía de dónde procedía el dinero, y no estaba seguro de que la policía no realizara un descubrimiento poco agradable para mí. Ciertamente, no podía acudir a la policía hasta haber averiguado más respecto a mi persona. Sin embargo, no le dije a Merkle nada de esto y el hombre aceptó mis explicaciones, lo mismo que Bianca, sumiéndose luego en hondas reflexiones.

Como muchas personas solitarias, Merkle estaba ansioso por prestar su ayuda. Y yo, por mi parte, estaba dispuesto a aceptarla, aunque no deseaba ser amigo suyo.

—Creo que ya le dije —expresó al fin— que trabajo para Sampson, Smith y Tobler. Se trata de una gran compañía de ferretería. Reciben pedidos de todas las tiendas del Estado, y llevan un sistema muy aceptable. Verá: envían unas tarjetas postales duplicadas e impresas. Lo único que tiene que hacer el cliente es devolverles una. En la segunda tarjeta hay un recuadro que se arranca y se devuelve por correo. Entonces, ¿por qué no he de coger un buen mazo de tarjetas? Usted podría enviarlas a los bancos, poniendo su nombre como la persona a la que han de devolver el resguardo, y ver qué sucede.

No me pareció mal la idea, salvo que las tarjetas irían a parar a Sampson, Smith y Tobler. Se lo dije a Merkle, el cual descartó mi objeción.

—¿Y qué? —sonrió—. Soy yo quien se cuida de la recepción de las tarjetas, la primera persona que repasa el correo. Me cuidaré de separar todas las tarjetas que lleguen a su nombre, y las romperé, a menos que sean afirmativas o hagan alguna referencia formal a usted. ¿Qué le parece?

Concedí que nada podía parecerme mejor y quedó establecido que a la noche siguiente iría en busca de las tarjetas.

Era temprano cuando llegué a casa. Bianca me esperaba, y cuando entré en la cocina la hallé sentada junto a la gran mesa redonda, sumida en sus pensamientos, con una copa de coñac en la mano. Se puso de pie, con cierta inseguridad, y me di cuenta de que había bebido demasiado. Esto me sorprendió, porque ella, usualmente, bebía muy poco. Tras vacilar un instante se me acercó y echó los brazos en torno a mi cuello. Inmediatamente, enterró su rostro en mi hombro y sentí el temblor de todo su cuerpo. Me quedé inmóvil, preguntándome la causa de su turbación.

Me soltó y dio dos pasos atrás.

—Hubo una llamada telefónica para usted.

—¿S...sí?

—Pero solamente Rosemary y Santini saben que vive usted aquí.

Esto era cierto, por lo que yo sabía.

—Era una voz masculina. Y hablaba con acento extranjero. Cuando contesté que había usted salido, quiso que le diese a usted un mensaje.

—¿Cuál?

—Me dijo que sólo tenía que pronunciar una palabra... que usted comprendería. No puedo pronunciarla como hizo él, de modo que la anoté en un papel.

Fue a la mesa y cogió una cuartilla. En la misma, estaba escrita en inglés una sola palabra: Attl. La miré. Bruscamente, Bianca dio media vuelta, cruzándose de brazos sobre el pecho como para mantenerlo en calor.

—Vic... —murmuró suavemente—, Vic, estoy asustada.

Attl, en árabe, significa matar.

También yo estaba asustado.