7

—¿Qué le parece mi idea? —preguntó Bianca—. Arriba sólo hay dos dormitorios, y uno lo utiliza una amiga que vive conmigo y me paga alquiler; pero abajo, en el taller, existe un gran diván de cuero que pertenecía a papá. También hay una ducha. Usted podría dormir allí y comer aquí. No podría darle mucho, claro, pero sí lo que pueda. ¿Un tanto por ciento de lo que haga, por ejemplo?

Me miró inquisitivamente.

Yo no sabía nada.

—Naturalmente, es usted libre de marcharse cuando guste; sin embargo, esto le dará al menos la oportunidad de buscar algo mejor.

Hasta nosotros llegó el sonido de la puerta del apartamento al abrirse. Luego, oí el taconeo ligero de una mujer en el pasillo. De pronto, en el umbral de la cocina apareció una rubia alta y explosiva. Con los tacones, mediría metro setenta, esbelta, con el cabello peinado hacia atrás en un moño... dejando ver la exquisita regularidad de sus facciones. Al verme se paró en seco. Se paró como helada, y cuando me miró comprendí que sus ojos estaban tan fríos como dos icebergs.

—¿De dónde ha salido éste? —preguntó.

Bianca se echó a reír.

—Rosemary, te presento a mi nuevo socio, empleado, huésped, y hombre que me debe su vida, el señor Victor Pacific.

Rosemary se limitó a contemplarme.

Bianca trató de aliviar la situación.

—¿Has oído hablar de hombres que murieron por una mujer? Pues bien, el señor Pacific no murió por mí, aunque sí estuvo a punto de hacerlo en los peldaños de mi casa —rápidamente puso otra taza de café y un platillo sobre la mesa—. Vamos —le dijo a Rosemary—, acompáñanos. Por lo visto, has tenido un día muy ocupado.

La rubia sentóse lentamente, sin dejar de contemplarme con hostilidad.

—Por favor, cuéntame de qué se trata —le rogó a Bianca.

La joven le contó todo lo ocurrido. Al terminar, Rosemary volvióse hacia mí.

—¿De modo que ha perdido usted completamente la memoria y no puede hablar? —me preguntó.

Asentí. En realidad, no me importaba quedarme o no. Me limitaba a aceptar el ofrecimiento de Bianca Hill porque, por el momento, era igual que estuviese en un sitio que en otro. Era la solución más fácil sobre dónde ir y qué hacer, y además, podía dejar aquella casa cuando mejor me conviniese. Sin embargo, la otra joven me inquietaba. Sabía que me estaba sondeando, como inspeccionándome en busca de algo. Tal vez sólo fuese curiosidad femenina, pero me parecía algo más. Era muy bonita, e indudablemente poseía encanto cuando quería. También era obvio que yo no le gustaba ni se fiaba de mí.

—¡Debes estar fuera de quicio —le espetó Rosemary a su amiga—, o loca del todo!

Bianca sonrió.

—¿Recuerda? —se volvió hacia mí—. Ya dije que todo el mundo me tomaría por tonta.

—Pero, querida —protestó Rosemary—, ¿quién es y qué ha hecho este hombre? Si alguien intentó matarle y no lo logró, tal vez vuelva a intentarlo. Y esta vez tú estarás en peligro, y también yo.

Su objeción me divirtió. Escribí una nota.

«Tal vez me herí yo mismo. Prometo no volver a intentarlo.»

—No le encuentro la gracia —refunfuñó Rosemary, con tono agresivo—. Bien, no sabes nada de este hombre. Ni siquiera quién es ni qué ha hecho. Puede ser un criminal.

—Si Victor fuese un criminal —objetó Bianca, de modo que me pareció muy razonable—, la policía nunca le habría permitido abandonar el hospital.

—¡No le conoces! —continuó protestando Rosemary. Coléricamente, alargó la mano y cogió la botella de coñac, del que se sirvió una ración abundante en su café—. Podría ser un delincuente y haber logrado escapar hasta ahora de la policía.

Tomó varios sorbos de café y concentró de nuevo en mí su atención. Sus ojos estaban tan fríos como antes... o sea totalmente helados.

—Le repito, señor Victor Pacific, que no me gusta la idea.

—Rosemary siempre habla en términos duros —se disculpó Bianca—. Asimismo, es una de las modelos de alta costura más ocupadas de Nueva York. Esta noche está cansada. No le haga caso. Mañana se disculpará.

—¡No, oh, no! —se obstinó la joven modelo.

—¡Yo necesito ayuda, y él hará todo el trabajo duro! —casi sollozó Bianca—. Oh, Rosemary... ¿dónde está tu sentido del humor y la aventura?

—Para algunas cosas carezco de todo sentido del humor —replicó Rosemary con sequedad. Bruscamente, suavizó su tono y acarició afectuosamente la mano de Bianca—. Está bien, Bi, adelante, haz la prueba. Pero —la joven volvió hacia mí sus ojos calculadores y añadió lentamente—: Sin trucos, ¿entendido?

Cogí la libreta y escribí:

«Si pregunta cómo es la gente de aquí, he de contestar que lo mismo que en todas partes.»

Le entregué la libreta a Rosemary.

Lo leyó y enarcó las cejas.

—¿De dónde es esto? —inquirió.

«De Goethe», escribí casi automáticamente.

Esto me sorprendió, pues en realidad ignoraba de dónde era la cita, y no había efectuado ningún esfuerzo especial para recordarla. Estrujé el papel, lo puse en mi bolsillo y le devolví a la joven su mirada, en silencio. Rosemary se levantó y fue hacia el pasillo. Pude oír sus pasos al subir la escalera, unos pasos que sonaban muy altivos.

Bianca suspiró hondamente.

—Sígame, Vic —dijo Bianca amablemente—, y le enseñaré mi taller.

Abrió una puerta de la cocina y dejó al descubierto un corto tramo de escalera que conducía al sótano. Encendió una luz girando un interruptor, y abrió camino.

El sótano era tan grande como toda la casa, formando una sola estancia. En un rincón, bien separados, se veía un horno a petróleo y el calentador de agua. El resto de la habitación contenía una serie de bancos de madera, que llegaban a la altura de la cadera, con altos taburetes. En los bancos de trabajo había estantes y ganchos de donde colgaban diversas herramientas manuales. Firmemente colocado contra un muro había un banco más pesado con varios yunques manuales, muy pequeños, pues el mayor de los cuales no era más grande que mi mano. También divisé una sierra de metal automática, una rueda, como un volante de tope, con diversos elementos, y un recipiente de metal para gas acetileno y una linterna.

Bianca indicó un pequeño horno de ladrillos, aproximadamente de un metro cuadrado, que estaba en el centro del sótano.

—Éste será su trabajo más importante —dijo—. Es el horno de fundición donde fundo la plata y el cobre. Fíjese en los fuelles de abajo —su pie tocó una tabla negra y lisa que sobresalía del horno a unos centímetros del suelo—. Usted moverá esto con el pie, con lo que el fuelle soplará dentro del horno —se llevó una mano a la espalda y sonrió—. ¡Las horas que he pedaleado con esto!

Al lado del horno había sacos de papel que indicaban «cock». Los miré inquisitivamente.

—Sí —afirmó—, quemamos cock. Usualmente, necesito un fuego muy caliente... extremadamente caliente... unos setecientos grados centígrados...

Fue hacia el rincón donde se hallaba el diván de cuero negro, ya viejo. Aquel mueble era casi liso, aunque un extremo mostraba cierta curvatura con un poco de elevación.

Por mediación de la libreta pregunté si yo dormiría allí.

—Sí, y es muy cómodo. He dormido aquí centenares de veces, cuando he trabajado de noche. Le traeré unas mantas y una almohada, que podrá guardar en esa cómoda —me señaló una para guardar herramientas, del tamaño de un zapatero—. Sólo hay dentro unas cuantas herramientas, pero inmediatamente la limpiaré.

Moví la cabeza.

—De acuerdo, lo hará usted —asentí y me sonrió—. ¡Ah, otra cosa! Allí hay un baño con ducha. Todo es suyo —se acercó al pie de la escalera—. Tiéndase y descanse un poco. Le llamaré dentro de una hora para cenar.

La joven empezó a subir la escalera. Cuando estaba a la mitad, se detuvo para mirarme.

—¿Quién sabe? —suspiró—. Quizás estemos volviendo al sistema gremial...

Cuando hubo desaparecido, tomé asiento en el diván. Estaba muy fatigado, y durante largo tiempo me limité a estar sentado. Por fin me puse de pie y encendí un cigarrillo. Volví a sentarme. No ejerció ningún efecto sobre mí. Aunque mi cerebro pensaba en Bianca, no tardó en derivar hacia Rosemary. ¿Rosemary? ¿Rosemary qué? Ni siquiera sabía su segundo nombre. Por algún motivo desconocido, yo no le gustaba a la joven, ni se fiaba de mí. Y hasta cierto punto, yo tenía mis suspicacias sobre ella. Dejé de lado su imagen y me tendí en el diván. Bianca no había exagerado. Era muy cómodo. Mis ojos miraban el techo, pintado de verde. En su centro había una lámpara con dos tubos de neón. Por el sótano había bastante luz regularmente distribuida, sin producir resplandor. Probablemente, era el sótano más agradable de cuantos conocía... si había conocido alguno. Luego, me dormí.

Bianca y yo estábamos sentados a la mesa redonda del comedor, cenando. Con gran dificultad, conseguí ingerir algunos alimentos y beber un vaso de leche. Rosemary apareció en la habitación, poniéndose un par de guantes blancos. Lucía un lindo vestido negro con un abrigo de visón.

—Estás maravillosa —la felicitó Bianca—. ¿Sales fuera a cenar?

—Sí —asintió Rosemary casi con indiferencia—. He de ver a alguien en el Acton-Plaza —me miró y preguntó—: ¿Sabe dónde está?

Había oído el nombre pero no podía situarlo.

—Es un hotel de la Quinta Avenida —me explicó Bianca.

Asentí.

—Ciertamente, este chico es un conversador formidable —comentó Rosemary.

—¡Esto es cruel! —exclamó Bianca.

Rosemary vaciló antes de replicar:

—Lo siento. Ahora tengo prisa. Volveré temprano.

Se marchó, y oímos el portazo de la calle.

Le escribí a Bianca preguntándole el apellido de Rosemary.

—Martin —me comunicó—. Rosemary Martin. Muy bello, ¿eh? Es gracioso... peculiar quiero decir. Hace tiempo que conozco a Rosemary. Nos conocimos en un desfile de modelos. Yo había accedido a proporcionar algunas joyas para el desfile, y cuando fui a llevarlas la conocí. Inmediatamente nos hicimos amigas y continuamos en contacto. De vez en cuando almorzábamos juntas. Sin embargo, jamás hemos sido amigas íntimas.

Bianca hizo una pausa para tomar un sorbo de vino.

—Ella poseía un hermoso apartamento en la Quinta Avenida, aunque nunca la visité allí. Creo que se ganaba muy bien la vida. De pronto, me llamó un día notificándome que iba a trasladarse, y me preguntó si podía venir a vivir conmigo. No sólo me encantó tenerla, sino que el dinero de su alquiler me ayudó mucho.

—¿Por qué se trasladó? —escribí.

—Me explicó que vivir en aquel apartamento tan lujoso le costaba demasiado dinero, por lo que había decidido ahorrar un poco. Aquí abajo, la vida es mucho más barata que en aquel distrito. Rosemary es muy popular y sede casi todas las noches —Bianca sonrió y añadió—. A cenar. Con esto se ahorra el dinero de las cenas.

—¿Usted no sale? —inquirí.

—No a menudo. Suelo trabajar mucho de noche, y aunque no sea así, al concluir la jomada me siento fatigada. Usualmente, prefiero quedarme en casa... para leer o ver la televisión.

Estaba durmiendo profundamente cuando se encendió la luz del sótano. No sabía qué hora era por carecer de reloj. Pero debía de ser de madrugada, probablemente las dos o las tres. Vi aparecer las esbeltas piernas de Rosemary por la escalera, descendiendo cautelosamente. Se detuvo al pie de los peldaños, balanceándose ligeramente, y mirándome fijamente. Estaba algo bebida. Me apoyé en un codo y le devolví la mirada. Todavía llevaba el vestido negro y el abrigo.

—No sé cuáles son sus planes, Vic —me espetó con voz lisa y baja—, pero tenga cuidado. No quiero que me pase nada. ¿Entendido?

«No», indiqué con el gesto.

—Corte el truco —rezongó—. Buenas noches y felices sueños.

Se marchó hacia arriba.

Aquella noche soñé de nuevo con el cuarto oscuro y el cono de luz. Toda la noche, después de la visita de Rosemary, estuve aguardando en mi pesadilla, bañado en un sudor frío y mortal, una desconocida aparición.