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Gracias a Bianca Hill me había enterado de los nombres de la gente que vivía en Newton Mews. Ella había vivido siempre allí y los conocía a todos, tras heredar la casa de su madre. Las familias que vivían a cada lado de su casa eran los Fairbanks y los Bains. También estaban allí los Cosgroves, Moriss, Janvier, Bryant, MacMurray, y otra media docena. Todos llevaban muchos años en Newton Mews y eran personas respetables, sosegadas y acomodadas.

—Yo soy la oveja negra financiera de la calle —declaró Bianca—. Cuando falleció mamá, me quedé prácticamente sin dinero. Sólo con esta casa. Un año, en vida de mis parientes, estuve en Méjico y aprendí un poco de platería... por divertirme. Luego, decidí probar suerte, ya que siempre me gustó el dibujo. No obstante es muy difícil darse a conocer y apenas si he conseguido salir de apuros. De todos modos, cada vez tengo más pedidos, y me siento optimista.

Por su descripción de los habitantes de Newton Mews, dudé mucho de que yo hubiese podido tener ningún contacto con ellos antes de aquella aciaga noche. Y, sin embargo, estaba convencido de que el ataque perpetrado contra mí era un aviso para alguien que residía en la calle.

Santini volvió otro día. Sólo estuvo un tiempo muy breve.

—Usted cree recordar el nombre del coronel Horstman, ¿verdad? —masculló.

Asentí.

—La señorita Hill me rogó que lo investigase. Bien, Washington asegura que jamás hubo ningún coronel Horstman en el Seiscientos Cuatro en que usted sirvió.

Escribí preguntándole si había consultado todos los archivos militares.

Sus pupilas destellaron de irritación.

—Naturalmente. No ha habido ningún coronel Horstman desde que empezó el siglo. Durante la Guerra Civil hubo un Mayor en la milicia.

Aunque esto pareció finalizar el interés de Santini por el coronel Horstman, no acabó con el mío. Yo estaba seguro de haber conocido a un coronel Horstman.

—¿Cuándo empezará a hablar? —quiso saber Santini.

Me encogí de hombros. No lo sabía. Cuando se hubo marchado, sin embargo, medité en ello. El doctor Minor había dicho que existía una clínica gratuita para pacientes de laringotomía, pacientes cuyas cuerdas vocales habían sido extirpadas mediante operación, debido a un cáncer u otras causas. La clínica la mantenían varios hospitales; de preferirlo, yo podía aprender con un profesor particular, aunque tendría que abonar las lecciones. Como no tenía dinero, decidí asistir a la clínica gratuita. Bianca lo solucionó todo, y empecé a acudir allí dos veces por semana.

El instructor de la clínica me contó que una persona habla, ordinariamente, mediante el uso combinado de los pulmones, la laringe, la lengua y los labios. Si falta la laringe por extirpación, o está muy lesionada, aún es posible que los labios, la lengua y los pulmones, debidamente combinados y coordinados, puedan producir sonidos. No se trata de sonidos naturales, mas pueden ser comprendidos e interpretados. El aire se expulsa por la boca, y los dientes; la lengua y los labios forman un facsímil distorsionado de sonidos semejantes a palabras. Éstas suelen ser inteligibles, aunque ello depende también de la dificultad que ofrezca la palabra a pronunciar. La clínica empezó a enseñarme a hacer sonidos semejantes a vocales: a, e, i, o, u. Al principio, no pude imitarlas ni remotamente.

Bianca no se opuso a mis ejercicios orales, y continué practicando mientras trabajaba. Durante aquella temporada, experimenté una sensación extraña de pasividad. Era la época de la espera. En mi interior, pese a todo, creía que el mosaico de los días que iban transcurriendo juntaría por fin un dibujo. Entonces, hallaría otras piezas, que añadiría al dibujo existente, y encontraría la respuesta a quién era yo, y lo que me había sucedido.

No sería justo afirmar que estaba contento, pero sí resignado a esperar. Mi trabajo era agradable, y gracias a Bianca había desarrollado cierta habilidad en la soldadura, lo cual eliminaba la monotonía de la fundición y vertido de la plata. Me levantaba temprano, me desayunaba en la cocina, trabajaba durante el día, realizaba mis ejercicios vocales, y me acostaba pronto. Casi todas las noches, volvía a mí la ingrata pesadilla.

Las relaciones entre Bianca y yo fueron cambiando; al menos, por su parte. Comenzó casualmente a preguntarme mis gustos y preferencias. Esto me hizo sentirme incómodo, pues no tenía establecida ninguna preferencia por la comida y otras cosas nimias, prefiriendo aceptarlo todo tal como me lo ofrecían. Ocasionalmente, sugería que fuésemos al cine del barrio. No me opuse a ello, aunque tampoco la alenté, comprendiendo que yo, hasta cierto punto, dependía de su generosidad. Mientras permaneciese en su casa, si esos detalles tenían que aliviar la situación, no me negaría a ellos.

Rosemary, por otra parte, se tornó más irritable. Empezó a regresar más tarde por las noches, y nunca más, desde aquella noche en el sótano, volvió a cambiar conmigo la menor palabra. Jamás la veía a solas, pues siempre era en presencia de Bianca. Mas una tarde, poco después de las seis y media, Bianca decidió ir corriendo a la tienda de comestibles. Me ofrecí a acompañarla, pero se negó. Tan pronto como estuvo fuera de casa, Rosemary vino a la cocina.

Yo estaba tomando una copa.

—¿Ha salido Bi? —me preguntó.

—Sí... —conseguí articular.

Podía ya pronunciar algunas sílabas, como sí, no, ya y hasta por qué. Cada una de estas palabras sonaba de manera singularmente mecánica.

—¿Sí? —repitió.

Asentí.

—Oiga Vic. Tengo que hablar con usted. ¡Estoy asustada!

—¿Yo?

—No, no estoy asustada de usted —replicó con impaciencia—. Pero usted sabe lo que me asusta. Y quién me asusta.

—No.

Nerviosamente, encendió un cigarrillo.

—Supongo que usted no quiere hablar. He visto su garganta y esto me da repeluznos. Pero usted no es estúpido. Precisamente, lo que siempre admiré en usted fue lo listo que era. Listísimo.

Rosemary sabía algo de mí. Ella era el primer eslabón que me unía al pasado. Experimenté el gozo de la anticipación y, en mi afán por interrogarla, me olvidé de que sólo podía pronunciar unas cuantas sílabas. Por unos instantes, ejecuté unos sonidos ininteligibles.

—Oiga —me interrumpió la joven—, ellos saben que estoy aquí.

—¿Por... qué?

—Porque... bien, ¿por qué supone que lo dejaron ante la puerta?

No se molestó en aguardar mi respuesta, sino que continuó vivamente:

—Y saben que usted no ha muerto. Y yo estoy muy asustada... ¡petrificada! Estando nosotros dos juntos, obtendrán la respuesta... y nos atraparán. Yo no quiero esperar más.

El sonido de la puerta de la calle anunció el regreso de Bianca. Rápidamente, Rosemary puso una llave larga y aplastada en mi mano.

—Tome —murmuró—. Guárdela —se apartó de mí y añadió por encima del hombro—: Ya sabe cómo encontrarme.

Al entrar Bianca, estábamos separados por todo el ancho de la habitación.

—Bi, querida —exclamó Rosemary— ¿todavía vas de compras a esta hora de la noche?

Su voz sonó muy tensa.

—No me importa —replicó Bianca.

—He de salir inmediatamente —anunció Rosemary—. Ni siquiera me molestaré en cambiarme. Buenas noches —agregó, mirándome directamente.

Sus pasos murieron por el pasillo, y luego se cerró la puerta de la calle.

—¡Qué extraño! —se quejó Bianca—. Yo no he despegado los labios y parece enfadada.

Aquella noche, más tarde, sonó el teléfono. Bianca y yo estábamos sentados a la mesa redonda escuchando unos discos. Llamaba Rosemary, que habló con Bianca. Presté poca atención a la conversación, pero cuando Bianca volvió a sentarse, tenía el semblante descompuesto y asombrado.

—¿Se pelearon usted y Rosemary mientras estuve fuera? —preguntó.

Contesté que no.

—Por teléfono, acaba de comunicarme que se marcha por una temporada. Ni siquiera volverá esta noche en busca de los vestidos.

«Con uno solo no puede ir muy lejos», escribí en mi libreta.

—Rosemary ha dicho que tiene guardadas otras ropas en un lugar donde las recogerá mañana —bruscamente, su rostro se tornó meditabundo y me miró fijamente, desde el otro lado de la mesa—. Honradamente, Vic, ¿hay algo entre usted y Rosemary?

—No.

—Siempre me ha parecido que Rosemary estaba angustiada con respecto a usted. No lo entendí nunca porque le aprecio a usted mucho. Y pensé que tal vez los dos se conociesen.

«No recuerdo haber visto nunca a Rosemary antes de venir a esta casa», escribí en la libreta.

—De haberla conocido —reflexionó Bianca— ¿por qué Rosemary habría de fingir lo contrario?

Lo ignoraba, aunque recordé algo que deseaba preguntarle a Bianca. Lo hice mediante el cuaderno.

«¿Está segura de que la noche en que casi me asesinaron estaba Rosemary en Chicago?»

—¡Oh, sí! —me aseguró Bianca—. Me llamó desde allí aquella misma tarde. Quería que le enviase por correo aéreo varias cosas que se había olvidado de meter en su maleta. Le propusieron el desfile tan de prisa que prácticamente no tuve tiempo de nada.

—¿Por qué?

—Bueno, no lo había solicitado. Y el día en que las modelos iban a Chicago, una se puso enferma. En el último momento, el director de la casa de modas llamó a Rosemary. Y ésta tuvo que correr para coger el avión.

—Oh... —exclamé.

Un suceso se había aclarado. Yo había sido utilizado para advertir a Rosemary. Inesperadamente, ella no estuvo presente cuando arrojaron mi cuerpo desde el auto.