15

—Vic —repitió Bianca— estoy asustada. ¿Quién era el hombre que le llamó?

Me encogí de hombros. Lo ignoraba. Sin embargo, estaba recobrando la calma.

—¿Por qué no duerme esta noche arriba, en el cuarto de Rosemary? —sugirió Bianca—. Ella no está y yo me sentiré más segura.

Con mi bloc intenté alejar sus temores, aunque accedí a cambiarme al piso de arriba. Desde la noche en que se fue, esperaba la oportunidad de examinar aquella habitación; sin embargo, para no asombrar a Bianca, no había aún hecho nada.

—Bien, iré a acostarme —murmuró la joven—. Cuando haya preparado su habitación, le llamaré.

Asentí, y sentándome a la mesa empecé a escribir en el bloc. Bianca me llamó unos quince minutos más tarde. Era la primera vez que estaba en la casa más arriba del nivel de la calle. Una estrecha escalera iba al piso superior, desembocando en un pequeñísimo descansillo. Al otro lado había un cuarto de baño; las otras dos paredes restantes del descansillo, opuestas entre sí, contenían las puertas que daban a los dormitorios. La puerta del de Bianca estaba cerrada.

Encendí la luz del de Rosemary, y miré a mi alrededor. El cuarto era pequeño, con dos estrechas ventanas que daban a la parte posterior de la casa. Estaba atractivamente amueblada con un lecho de columnas, un tocador antiguo, con superficie de mármol, y varias sillas victorianas. A un lado del cuarto había un espejo, con un marco dorado muy recargado, del suelo al techo. Por todas partes había pruebas de ocupación femenina: frascos y cajitas de cosméticos en el tocador, un aroma delicado en el ambiente, un cepillo para el cabello, de plata y marfil, un peine, un espejito de mesa, y un par de zapatillas que parecían atisbar por debajo de una butaca.

Me desnudé con rapidez, apagué la luz y me metí en cama.

—¿Está ya acostado, Vic? —me preguntó Bianca, al oír el crujido de los muelles.

Golpeé fuertemente contra el costado de la cama.

—Buenas noches —me deseó ella.

Deliberadamente, me obligué a dormir.

Desperté, tras haber padecido mi eterna pesadilla del cuarto a oscuras y el cono de luz.

El sudor bañaba mi cuerpo, mas esto no estaba fuera de lo normal. Según el reloj situado junto a la cama, en la mesilla, eran las tres de la madrugada. Me levanté cautelosamente, moviéndome muy lentamente para no hacer crujir los muelles de la cama. Descalzo, crucé el descansillo y apliqué el oído a la puerta, pudiendo oír la respiración profunda y regular de Bianca.

Volví al dormitorio de Rosemary, cerré la puerta completamente y encendí la luz. Sistemáticamente, di comienzo al registro de la habitación. Al abrir el cajón superior del tocador, un olor a madera de sándalo hirió mi olfato. Por un momento, experimenté una gran nostalgia... el recuerdo olvidado de haberlo olido antes en algún momento delicioso. Esta fugaz impresión desapareció tan pronto como había venido, y me quedé solo. Según Nietzsche, bienaventurados son los olvidadizos porque hasta de sus yerros obtienen lo mejor.

Examiné los cajones uno tras otro, sin hallar más que montones de ropa blanca muy perfumada, medias y diversas prendas. En el primer armarito registré los bolsillos de todos los vestidos, de las chaquetas y los abrigos; el interior de los zapatos... todos colocados en una línea recta, cuidada y muy femenina.

Esto me llevó bastante tiempo porque tenía que moverme con sumo tiento a fin de no despertar a Bianca. Fracasado, me senté al borde de la cama y exploré todo el cuarto con la mirada. Directamente encima de la cama había un cuadro al óleo, un original con un marco grande. Me levanté, cogí el cuadro y examiné el dorso; no tenía nada oculto, y devolví la pintura a su sitio. Cuidadosamente, inspeccioné las butacas con sus cojines y sus respaldos; luego, me dediqué a la cama, palmo a palmo, sondeando y probando las columnas en busca de huecos. El único objeto del cuarto que no había examinado era el inmenso espejo. Era sumamente pesado, y no creí que Rosemary tuviera bastante fuerza como para descolgarlo y volver a colgarlo. Pero fui hacia él y lo escruté atentamente.

Finalmente pasé los dedos por los bordes del cristal. Había un papel doblado y pegado con celo dentro del marco. Volví a la cama y leí la nota:

Querido Vic:

Como te conozco, no dudo de que hallarás esto cuando me haya ido. Te escribo por si mañana no tuviera ocasión de verte a solas.

Debes de tener buenos motivos para fingir tu amnesia. Ignoro cuáles son tus planes, pero obraré de acuerdo con ellos. Ya he corrido bastantes peligros por ti, de modo que espero mi parte, como prometiste.

Estoy segura de haber visto ayer a Amar y estoy asustada. Puedes ponerte en contacto conmigo con el nombre antiguo en el mismo sitio.

R.

Volví a leer la nota, mas no le encontré ningún significado. No conocía a ningún Amar que pudiera asustar a Rosemary. En alguna ocasión, le había prometido a la chica una parte... unos intereses... Bien, no lo recordaba. Ella tenía otro nombre que se suponía yo debía conocer, y estaría en un lugar que debía de serme familiar.

La nota me confundió, dejándome con una sensación de desvalimiento. El silencio del cuarto me anonadaba, sintiéndome atrapado por los brazos de lo desconocido, por mi propia ignorancia del peligroso pasado.

Por la mañana recordé que Bianca había mencionado en una ocasión el antiguo apartamento de Rosemary Martin. Bianca me dio la dirección, cerca de la Quinta Avenida, y aquella tarde fui a ver si Rosemary estaba allí. El apartamento estaba situado por las calles Sesenta, al Este, y el edificio era bajo aunque con pretensiones. No había portero y el vestíbulo daba directamente a la calle.

El interior estaba decorado con madera y suelo de mármol, con seis buzones brillantemente pulimentados. Examiné cuidadosamente los nombres, sin ver ninguna Rosemary Martin. Los otros carecían de significado para mí: Roache, Townshend, Curtis, Levy, Wainwright y O’Brien. Sin embargo, los anoté todos en un papel. Cuando ya estaba a punto de salir, se abrió una puerta interior del vestíbulo y apareció un caballero de aspecto digno, de unos sesenta años, el cual me miró, me saludó y, abriendo el portal, salió a la calle.

Al cabo de un momento, decidí seguirle. El caballero iba calle abajo, hasta que por fin paró un taxi, en la esquina de la Quinta. No le reconocí, pero me había parecido que su saludo fue algo más que el habitual entre dos desconocidos. Cogí el autobús de la Quinta Avenida, y después salté del vehículo y bajé al Metro, en dirección a casa de Merkle.

Cuando llegué, Merkle ya estaba en su apartamento.

—Tengo las tarjetas —me indicó, invitándome a entrar.

Desde mi visita anterior, no se había limpiado nada. Merkle me entregó una caja de cartón llena de tarjetas impresas. Le di las gracias.

—¿Por qué no se queda a cenar conmigo? —me preguntó.

No me gustaba la proposición, pero me sentía obligado hacia él, y parecía necesitar de manera tan patética un poco de compañía, que accedí a su oferta.

—No comeremos aquí —se apresuró a explicar tan pronto hube aceptado—; hay un buen restaurante en la esquina.

Fuimos al restaurante. Era horrible y la comida resultó peor. Hice lo que pude por disimular, aunque apenas probé los platos. Cuando nos separamos, Merkle me aseguró que no debía de tener el menor temor respecto a las tarjetas. Ya me avisaría si recibía alguna respuesta valiosa de los bancos.

Mientras iba andando por Parnell Place, hacia New ton Mews, tuve la sensación de ser seguido. Esta sensación fue acompañada inmediatamente de un súbito destello de memoria que duplicaba la impresión idéntica de ser vigilado. Por una fracción de segundo, me vi en la cabina de un camión. A mi alrededor, había un horizonte ilimitado de arena que ascendía a la altura de colinas y montañas pequeñas. Cambiando la marcha del camión, aceleré el motor; el vehículo saltó adelante, y detrás mío se produjo una tremenda explosión. Un trozo de metralla penetró en mi espalda. Luego, el recuerdo cesó tan pronto como había venido. Esto era todo lo que recordaba.

Pero tenía la misma sensación, como en mi fugaz recuerdo. Volviéndome rápidamente, miré calle abajo. Estaba oscura y no logré ver a nadie. Esto no me sorprendió, porque a fin de mirar si había alguien hubiese tenido que inspeccionar cuidadosamente las filas de portales a oscuras que se abrían en los edificios. Cosa que no deseaba hacer. Continué mi camino, recordando que Rosemary había visto a alguien llamado Amar. Mis atacantes sabían que la joven vivía en Newton Mews y me habían dejado allí como una advertencia. Como también indicaba ella, sabían indudablemente que yo aún estaba vivo. Y esto quedó confirmado por la llamada telefónica recibida por Bianca. Por tanto, estaba claro que me vigilaban... que alguien me estaba acechando en aquel momento.

Podía considerar varios planes. El primero, era deshacerme de mi perseguidor e intentar desaparecer; pero había varios obstáculos a esta idea. A decir verdad, yo poseía muy poco dinero y ninguna perspectiva de conseguir más. En casa de Bianca me encontraba muy bien. Asimismo, si Rosemary Martin trataba de ponerse en contacto conmigo, y yo desaparecía, no podría localizarme. Quedándome en casa de Bianca, Amar o quienquiera que estuviese interesado en mis acciones, sabiendo donde yo estaba, podría descubrirse... o descubrir sus intenciones.

El segundo plan consistía en dejar que la situación continuase igual por el momento. Y esto decidí hacer.

Me paré de repente, di media vuelta, y regresé a la Sexta Avenida. Al cabo de varias manzanas, llegué a la ferretería que todavía estaba abierta a las nueve de la noche. Entré, pasé por entre dos largos mostradores y me detuve delante de una vitrina llena de cuchillos de buen acero. El propietario aguardó atentamente a que yo eligiese una hoja, delgada y estrecha, de unos veinte centímetros de longitud, con mango de hueso. La señalé e indiqué que deseaba examinarla. La hoja era de excelente acero de Suecia. Atado al mango había una etiqueta con el precio, que aboné al propietario, sacando el dinero de mi disminuido fajo de billetes. No quise que me envolviesen el cuchillo, que deslicé en mi bolsillo, bajo la vigilante mirada del dueño del local. Pero no dijo nada.

Cuando volví a casa, Bianca me preguntó si había cenado. Le contesté que sí.

—Al ver que no regresaba, empecé a inquietarme —manifestó.

Le di a entender que no podía telefonear. Ella convino en ello y poco después se marchó arriba. Aguardé largo tiempo hasta que hubo cesado el ruido de sus movimientos y, quedamente, bajé al sótano.

Apoyando el cuchillo en mi índice, moví la hoja atrás y adelante hasta hallar el punto de equilibrio. El mango pesaba mucho, y con una herramienta hice un hueco en el hueso hasta obtener el equilibrio necesario. Luego, taladrando en un lugar situado justo encima de la hoja, donde ésta penetraba en el mango, efectué dos agujeros. Los rellené con plata, usando los agujeros para enfriar el metal, hasta que la hoja, en aquel punto, sobrepasó ligeramente el peso del mango.

Manteniendo la mente en blanco, seguí la fórmula de una habilidad olvidada. Instintivamente, mantuve el extremo de la hoja ligeramente entre el pulgar y el índice de la mano derecha, con e] mango hacia abajo. Girándolo velozmente, eché atrás el antebrazo, soltando el cuchillo que describió un arco en el aire, dando una vuelta completa antes de hundirse en un peldaño de madera. No me causó la menor sorpresa, pues sabía que éste sería el resultado. Sin embargo, ignoraba por qué lo sabía.

Extrayendo el cuchillo de la madera, apagué la luz y subí al piso. Me dormí con el cuchillo sobre la mesita de noche. La pesadilla quedó levemente alterada aquella noche. Vi el mismo cuarto oscuro con el cono de luz. Seguí aguardando a que apareciese alguien, pero mientras esperaba trataba de sacar el cuchillo del bolsillo de mi chaqueta, llamando a alguien. Me parecía que los dedos no acertaban con el cuchillo, y las palabras que formaban mis labios eran extrañas para mí.

Al día siguiente, puse en las tarjetas los nombres de las bancos sacados del listín, y las envié por correo. Cuando bajé al sótano, encontré allí ya a Bianca.

—Me pareció oírle bajar aquí anoche —comentó.

—Sí.

Aguardaba una explicación que no le di.

—¿Puedo ayudarle en algo? —indagó al cabo de unos instantes.

Contesté negativamente.

Cuando ella subió a almorzar, yo fui hacia uno de los bancos y puse en marcha la muela de afilar. Mantuve la hoja del cuchillo apoyada contra la muela, dejándola como el filo de una navaja barbera por ambos lados. Una lluvia de chispas... rojizas, con puntos alargados como estrellas... danzó a lo largo de la hoja mientras el acero era mordido por la piedra. Fue estupendo.

Cuando levanté el cuchillo, lo sentí perfecto... ligero, equilibrado, listo para saltar. Puse un pedazo de corcho en la punta y envolví la hoja en papel manila; la llevaría así en el bolsillo hasta que tuviera la oportunidad de fabricar una funda. Francamente, no sabía por qué el cuchillo me daba aquella sensación de seguridad y contento; un revólver habría sido una protección mejor y más segura. A decir verdad, no sabía dónde comprar uno, ni cómo hacerlo, pues en Nueva York es ilegal la venta de armas de fuego sin licencia. Sin embargo, esto no me preocupaba porque no deseaba un revólver; me contentaba con el cuchillo.

Más tarde, interrogué a Bianca respecto a Rosemary Martin. Fue un proceso trabajoso, aunque la joven ya era ducha en la interpretación de mis pensamientos y las escasas palabras que podía pronunciar para suplir mi escritura. Quería saber los sitios que a Rosemary le gustaba ir, y dónde se la podía encontrar usualmente.

—Bueno —repuso Bianca—, muchas chicas tienen algunos lugares favoritos adonde ir con los muchachos, como el Stock, el 21 y así... pero a Rosemary jamás le gustaron los clubs. Al menos, eso creo —hizo una pausa y bajó la mirada. Poco después volvió a levantar los ojos—. ¿Por qué le interesa tanto Rosemary? —preguntó. Otra pausa y añadió—: Primero, quiso saber su antigua dirección. Ahora, trata de averiguar dónde va a divertirse.

«Siento que se haya marchado —escribí en el bloc—. No creo que esté enfadada conmigo, pero me gustaría encontrarla para disculparme en caso contrario.»

—Oh, no tema —exclamó Bianca vivamente—. Si está enfadada, ya le pasará. ¿Por qué no se olvida de ello?

—No.

Proseguí mi interrogatorio.

—Rosemary —explicó Bianca a regañadientes— gusta de ir a sitios elegantes para cenar: al Chateaubriand, a Maude Chez Elle, a los mejores restaurantes. Después de cenar, permanece sentada en una breve sobremesa, con una copa de licor y una taza de café, y vuelve pronto a casa. No le interesan los teatros ni los actores.

«¿Cuál era el hotel al que fue varias veces?», escribí.

—¿Se refiere al Acton-Plaza? Era uno de sus lugares favoritos. Es algo anticuado, en el sentido de... bueno, de un buen servicio y la tradición. A Rosemary le gustaba ir allá los domingos a tomar el té.

Era éste el nombre que había intentado recordar. Decidí que empezaría a buscar el rastro de Rosemary Martin en el Acton-Plaza.