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—Naturalmente —estableció Bianca—, es posible comprar plata ya refinada, enrollada y a punto de empleo. Viene en láminas, como las de allí, y en cualquier calibre. Pero lo prefiero fundir y enrollar mi plata. ¿Sabía que la plata pura no lo es en realidad?
Sacudí negativamente la cabeza y continué pedaleando en el horno.
—Pues no lo es. Por cada kilo de plata pura, se han añadido setenta y cinco gramos de cobre, de lo contrario sería demasiado suave.
Abrió el portillo del costado del horno y atisbo en su interior. Dentro, sobre el crisol, resplandecía brillantemente un recipiente de cerámica usado para fundir la plata. Ella asintió con el gesto y cerró el portillo.
—Claro está —continuó—, yo no hago los filamentos. Realmente, ésta es una tarea imposible. Sin embargo, fundo la plata porque así cobro más por las piezas.
Bianca fue hacia una mesa y cogió un colgador en el que se veía el esquema de un brazalete. El dibujo era sencillo y bien ejecutado, con una simple banda de plata. En el centro del objeto había una sola línea que, al principio, me pareció una línea estilizada, de secciones gruesas alternando con delgadas.
—¿Qué le parece? —preguntó, entregándome el dibujo.
No me interesaba especialmente, mas tampoco quise herir los sentimientos de la muchacha. Por tanto, cogí el dibujo y lo estudié. Inmediatamente acudieron a mi memoria las palabras: Allah ma’ak. Me quedé inmóvil por la extrañeza, incapaz de comprender mis ideas; volví a posar mis ojos en el dibujo y repetí mentalmente las palabras una tras otra.
Allah, ma’ak, Allah ma’ak, Allah ma’ak.
La línea estilizada del brazalete era una sola línea de escritura árabe con la frase: Allah mafak, repetida varias veces.
Al instante intuí que la frase significaba Dios sea contigo, y el resto de la frase acudió a mi memoria: Allah yittawie omrak (Que Dios alargue tus días).
—Coja las tenazas —me ordenó Bianca antes de poder pensar más— y levante el crisol; luego, sáquelo del horno.
Había un par de tenazas con mango aislante, y con ellas levanté el recipiente de cerámica, lleno de plata fundida.
—Vierta la plata en estas bandejas —me indicó Bianca—, llenándolas exactamente hasta el borde.
La plata se esparció rápidamente sobre las bandejas de hierro.
—Ahora dejaremos que se endurezca hasta que esté a punto para la enrolladora.
Dejando las tenazas a un lado volví a contemplar el dibujo.
—¿Le gusta? —me preguntó ella.
Asentí. Después, fui a un banco y empecé a escribir.
«¿De dónde sacó la idea para el dibujo central?», le pregunté.
—Rosemary tenía un brazalete —me explicó, después de leer mi pregunta—. Un brazalete árabe. En realidad, posee varias joyas valiosas. A mí nunca me han gustado especialmente los dibujos orientales, pero esta línea me dio la idea. La estreché, la enderecé y al final formé con ella un dibujo. Creo que el resultado es interesante.
No dije nada. Yendo hacia la ducha, encendí la luz. En mi interior anidaba el convencimiento de estar a punto de descubrir algo importante de mí mismo. Tenía la sensación de estar pensando, escribiendo y trabajando en un mundo, y este mundo era el presente. Detrás de mí, perdido en mi memoria, había otro mundo, otra forma de pensar, de hablar, de vivir. Me pareció, sólo por un momento, poder penetrar aquel velo que me rodeaba, poder hallar la respuesta sobre mí mismo.
Mirándome al espejo, examiné mi cara. Era semejante a otras muchas. No era demasiado morena, ni había presente ninguna característica racial, ni nada desusado. Obviamente, yo no parecía árabe, moro, sirio o descendiente de una raza oriental. Bueno, entonces, ¿por qué sabía leer árabe? Apartando la cara del espejo, me dije: ma’alesh (no importa). Y me negué a seguir pensando en ello.
Al día siguiente, sonó el timbre mientras estábamos trabajando, y Bianca me rogó que fuese a ver quién era. Abrí la puerta y me encontré frente a Santini. El detective se empujó el sombrero hacia la nuca. Cambiando de idea, se lo quitó de la cabeza y entró.
—Vaya, esto es agradable y simpático —comentó.-¿Quién es usted? ¿La doncella?
Inclinándome levemente desde la cintura, me quedé a un lado y aguardé que siguiese hablando.
—Me gustaría estar seguro respecto a usted —rezongó—. ¡Oh, sí, me gustaría!
Atravesamos el corto pasillo hasta la cocina, y él me preguntó si Bianca estaba en casa. Asentí e indiqué la escalera que conducía al sótano. Santini se acercó a los peldaños y gritó el nombre de la joven.
Al cabo de unos momentos, Bianca apareció en la cocina.
—Lamento molestarla, señorita Hill —se disculpó Santini, aunque el tono no era de excusa—, pero ésta es la primera vez que estamos los tres juntos desde que el señor Pacific... ejem, se sintió indispuesto.
—Sí, lo sé —afirmó la joven.
—¿Por qué vino hacia aquí, tan pronto salió del hospital? —preguntóme el detective.
Bianca se apresuró a ahorrarme el trabajo de escribir.
—Dijo que deseaba darme las gracias.
—Y estaba tan agradecido que ya no se movió, ¿eh?
Bianca enrojeció.
—¡En absoluto! —replicó indignada—. No tenía dónde ir ni en qué trabajar. Por tanto, le contraté para que me ayudase.
Santini buscó mi mirada para la confirmación. No sé por qué me odiaba tanto; aunque ello no me importaba. Para mí, él y sus investigaciones sólo me inspiraban indiferencia. En lugar de conformarme con asentir, le devolví fijamente la mirada. Por fin, Santini volvióse hacia la joven.
—¿Había visto a este hombre antes de aquella noche? —interrogó.
Bianca negó conocerme.
—Está bien —añadió Santini— ¿Y Rosemary Martin?
—Ni siquiera estaba aquí cuando ocurrió el accidente —repuso Bianca.
—No he preguntado esto —se amoscó Santini—. ¿Le había ella visto antes de aquella noche?
—No, que yo sepa. Además, no quería siquiera que se quedara aquí, para ayudarme, cuando se enteró y le vio en casa.
—Una chica lista —observó Santini como para sí.
Levanté la mano, como el alumno que pide permiso para recitar la lección. Santini me miró y yo empecé a escribir.
«Pregunta: ¿sabe cómo llegué aquí aquella noche? ¿A pie? ¿En coche? ¿Cómo?»
—Debió venir en auto —repuso Santini tras leer lo escrito—. Nadie puede andar por la calle totalmente desnudo, ni siquiera en Greenwich Village, sin que alguien lo vea.
—¿Hallaron sus ropas? —se interesó Bianca.
—No, no las hallamos —repuso Santini—. Pudo quedar inconsciente dentro de un coche, donde le arrancaron las ropas.
—¿Por qué dice «arrancaron»? —quiso saber Bianca.
—Porque tenía puestos los zapatos. Es difícil sacar la ropa con los zapatos puestos, especialmente si un tipo está inconsciente. Desnudaron a Pacific para impedir su identificación —Santini empezó a andar por el pasillo, pero siguió hablando—. Lo que no consigo entender es por qué lo dejaron aquí.
—A aquella hora de la noche —recordóle Bianca— esta calle está desierta y casi a oscuras.
—Hay otros lugares más desiertos y oscuros —objetó Santini—. Después de arrancarle las ropas para impedir su identificación, ¿por qué no dejarle donde tardaran varios días en encontrarle?
—No lo sé —confesó Bianca.
—Ni yo —replicó Santini, marchándose.
Yo lo supe de repente. No me acordaba de nada, pero conocía la razón de haberme arrojado fuera de un coche en Newton Mews. Era un aviso para alguien que me reconocería, aunque no me identificaría públicamente. ¿Cuál era esta persona? No creía que fuese Bianca Hill. Bianca me había encontrado por accidente al regresar a casa. ¿Rosemary Martin? Mas, ¿qué relación podía haber entre ella y yo?
¿Dónde estaba Rosemary a aquella hora? Le escribí la pregunta a Bianca.
—Rosemary —contestó— estaba fuera de la ciudad. En un desfile de modelos de Chicago.
Yo no podía imaginarme a ninguna de las dos jóvenes mezcladas en mi vida, de modo que el aviso no podía ser para ellas sino para otra persona que vivía en o cerca de Newton Mews.
Volvimos al sótano. Bianca cogió un engastador y empezó a trabajar en unos pendientes.
—Vic —murmuró al cabo de un rato—, seguramente podría usted conseguir alguna información del Ejército, o de la Administración de Veteranos en Washington.
Lo dudaba. Incuestionablemente Santini habría realizado las oportunas pesquisas. A menos que se callase sus informes, conocía tan poco de mi pasado como yo mismo. No recordaba con qué hombres había servido; no recordaba a ningún amigo del Ejército; y no era lógico que mis mandos me conociesen lo suficiente como para ofrecer alguna información sobre mí al cabo de tantos años. Pero, ¿y el coronel Horstman? Tal vez fuese amigo mío; posiblemente era uno de mis comandantes. Su nombre fue de los primeros que recordé en el hospital. Mi instinto me decía que en alguna ocasión yo había estado fuertemente ligado a aquel hombre. De poder localizarle, esto me ayudaría.
Mediante la libreta, le pregunté a Bianca si le resultaba familiar el nombre del coronel Horstman.
—No —replicó moviendo la cabeza.
Al menos, esto le eliminaba como figura pública, aunque no significase que yo no hubiese oído su nombre más o menos públicamente. Sin embargo, le escribí a Bianca pidiéndole que llamase a Santini para que se informase, si no lo había hecho, respecto a mí en Washington, y ante todo, respecto al coronel Horstman, a cuyas órdenes debí servir. Ella accedió a llamarle más tarde, pues pensaba que Santini aún no habría regresado al Precinto.
Aquella noche cenamos Bianca y yo solos. Rosemary Martin comía fuera. Solía cenar fuera todas las noches, cosa que pensé que se debía a su deseo de eludirme, pero Bianca me aseguró que no era así. No obstante, Rosemary no solía regresar tarde; usualmente, hacia las diez o diez y media. Esto, a mi modo de ver, no tenía nada que ver con la moralidad y sí con el sueño. La joven necesitaba de ocho a diez horas de sueño diarias para poder cumplir con su trabajo.
Al levantarme de la mesa, me encaminé a la puerta de la casa. Bianca me preguntó si pensaba salir y asentí.
—¿Quiere que le acompañe? —insistió.
Le indiqué que no, y me miró de manera extraña cuando salí.
Tras andar unas manzanas encontré una cafetería.
En la guía telefónica de Manhattan hallé un restaurante especializado en cocina árabe. Garabateé la dirección en mi libreta y, saliendo de la cafetería, cogí un taxi, entregándole las señas al conductor. Mientras iba hacia allí, experimenté una extraña sensación, la anticipación de estar a punto de realizar un descubrimiento. La sensación casi mística de haber, en algún momento, existido en otro tiempo y otro lugar, de ser otra persona.
El «Jardín de la Abundancia» estaba situado en una calle lateral. La entrada resplandecía de neón, y los parroquianos tenían que subir hasta el segundo piso del edificio. El interior estaba iluminado con una luz triste y gris; el salón estaba desnudo y sin decoración alguna, aparte de las mesas, las sillas y la ventanilla de caja. No había nada en las paredes ni en el suelo. Eran las nueve, y a aquella hora de la noche sólo cenaba allí una media docena de personas.
Varios camareros formaban un grupo junto al muro. Uno me vio y, aproximándose, intentó ofrecerme un asiento en el centro de la sala. Pero yo me dirigí a otra mesa, más cerca del grupo de camareros. El que iba a servirme me entregó la lista de platos escrita en árabe e inglés. Escrutando la parte árabe, señalé café y melón. El camarero abandonó su aire hosco, y me miró con más atención.
- Mit ahlan wa sahlan —me dijo. Era una bienvenida.
Escribí en el papel: Mouta shakker, dándole las gracias. Volvió rápidamente con una pequeña taza de café turco muy espeso y muy dulzón, con una rajita de melón persa. Dejándolo todo ante mí, se unió con sus colegas.
Mientras sorbía el café y jugaba con el melón, presté oído atento a los camareros. El idioma árabe con sus frases repetitivas, y su cambiante cadencia desde el gutural profundo al trémolo estridente, es un conjunto de sonidos explosivos, terrenal, hondo. Entendí muy poco... sólo unas palabras sueltas de la conversación que, al parecer, era una serie de quejas contra el propietario.
Me di cuenta de que sólo poseía un conocimiento rudimentario de aquella lengua. Debí estudiarla en alguna ocasión, aprendiendo las frases y palabras más corrientes y vulgares, pudiendo entender el idioma si lo hablaban lentamente, utilizando las frases más estereotipadas, mas el lenguaje coloquial y la conversación rápida se encontraban fuera de mi alcance. No poseía la fluidez idiomática. Me pregunté entonces por qué habría querido estudiar árabe.
Según mi expediente militar, yo había servido en África, pasando algún tiempo en el desierto, y siendo más tarde hospitalizado. Lo mismo que miles de soldados americanos. Y sin embargo, ellos no habían aprendido el árabe, aparte de algunas palabras sueltas. ¿Por qué yo sí? Le hice señas al camarero, que me entregó la cuenta y le di una propina. Se inclinó y me espetó:
- Hallet el-baraka.
«El baraka aleikum», repliqué con la libreta.
Las frases rituales las entendía perfectamente.
Ya en la puerta, aboné la cuenta en caja y bajé.
Fui andando hacia el Oeste, travesando la ciudad, hasta llegar a la Sexta Avenida. La noche me gustaba y decidí ir andando de regreso al Village. Tardé más de lo que esperaba, siendo casi las once cuando llegué a casa de Bianca Hill. Cuando iba a llamar al timbre, frenó un taxi y del mismo salió Rosemary. Le pagó al conductor y se acercó a la puerta. Por un momento, ambos permanecimos en el mismo peldaño mirándonos fijamente a la cara. En la oscuridad, su rostro parecía extraordinariamente suave, convertido por las sombras y la luna en una máscara. Sólo su boca parecía viva. Negra y retorcida.
—¿Qué espera? —preguntó.
Moví la cabeza. Esperaba porque no tenía llave y no quería molestar innecesariamente a Bianca.
De pronto, coléricamente según me pareció, abrió la puerta y entró. La seguí. Ella subió la escalera. Yo bajé al sótano.