17

La mayoría de tarjetas para mí, a nombre de Victor Pacific, fueron devueltas por los bancos; al menos, bastantes. Fueron llegando en un período de dos semanas; la mitad de bancos no se molestaron en devolverlas, e interpreté este silencio como la prueba de que no tenían ninguna ficha mía, sobre todo como propietario de una caja de seguridad. Las otras tarjetas, las que fueron devueltas, resultaron ser negativas. Merkle parecía tan desalentado con esto como si hubiese deseado obtener alguna información para sí mismo. Le aseguré que no tenía importancia, y, sin ningún motivo señalado, seguí visitándole ocasionalmente.

Un día, al utilizar la llave de la puerta de casa, me acordé de una palanqueta. Este recuerdo del pasado volvió a mi mente, y con el mismo la certeza de que su posesión era ilegal, incluso para la policía, si bien el FBI las poseía. Es imposible adquirir una palanqueta, pero con la misma facilidad con que sabía vestirme y desnudarme, sabía hacer una palanqueta.

Una palanqueta es un aparato ingenioso, movido por resorte, que inserta una aguja entre las guardas de una cerradura, forzando hasta abrir. Se trata de un aparato muy sencillo, que opera con un gatillo, aunque se necesita mucha práctica para que actúe con buen resultado. Diestramente manejada, un hombre puede abrir con dicha herramienta casi todas las cerraduras y cerrojos.

Hice una lista de los artículos que necesitaba para fabricar una, y se la entregué a Merkle cuando volví a verle. De la ferretería, él podía proporcionarme todo cuanto quisiera a este respecto.

—Seguro —asintió—, se lo traeré todo. No hay nada en contra, pero ¿para qué lo quiere?

Los artículos, en sí, no significaban nada y eran piezas ordinarias de ferretería. Como no deseaba darle cuenta de mis propósitos, eludí la respuesta. Me miró, como si le hubiera lesionado en sus sentimientos.

—Está bien —gruñó al fin—. Todo esto no le costará nada. Lo sacaré del depósito.

Me mostré indiferente a su generosidad; Merkle parecía tener cierta inclinación a los hurtos leves, gozándose en ellos.

Mientras tanto, me impuse el deber de vigilar el Acton-Plaza dos veces al día: a mediodía y por la tarde, a la hora de la cena. El hotel, situado en un gran edificio antiguo, parecía una colmena por sus entradas y pequeños vestíbulos. Su elegancia la constituían fontanas, bancos, plantas, arbustos y corredores alfombrados y sinuosos. En el primer piso había seis comedores.

Me resultaba imposible vigilar todas las entradas al mismo tiempo. Sentía una enorme curiosidad por aquel hotel, pues estaba convencido de que Rosemary Martin aparecería por allí. Yendo día tras día, me limitaba a quedarme en alguno de los vestíbulos, y al cabo de algún tiempo me marchaba.

Una vez hice que Bianca llamara al hotel preguntando si Rosemary Martin habitaba en él. No vivía allí. Sin embargo, Bianca pareció molesta por mi petición, por lo que a partir de entonces hice que fuese Merkle quien telefonease de vez en cuando.

—¿Quién es? —quiso saber—. ¿Una amiguita?

Le di a entender que estaba acertado. Una aventurilla era algo que Merkle podía comprender.

—¿Cuándo la conociste? —nos tuteábamos ya—. ¿Después del accidente? —asentí—. Debe de tener mucha pasta para vivir en ese hotel —comentó—. ¿Tiene alguna amiga?

Contesté que no, que no tenía ninguna. No le expliqué nada más; de todos modos, no quería enojar a Merkle porque pensaba que aún necesitaría probablemente de sus servicios. En realidad, los necesité muy pronto.

Tras redactar un anuncio pidiendo información respecto a una caja de seguridad inscrita a mi nombre, le di a Merkle el anuncio para que lo insertase en el New Amsterdam Safe Box News. A la hora de almorzar, Merkle fue a la oficina de la publicación donde dejó el anuncio, pagándolo con el dinero que yo le había entregado para ello. Como la revista sólo se publicaba una vez al mes, tuve que aguardar bastantes días hasta la salida del ejemplar con el anuncio.

Bianca y yo seguíamos ocupados en lo de joyería. Empezaba a gustarme trabajar con metal fundido, con aquella plata negra y fría, y con las delicadas herramientas. De cuando en cuando, siempre que tenía la oportunidad de estar solo en el sótano, sacaba la palanqueta de su escondite y la iba perfeccionando. Eventualmente, cuando estuvo lista, la envolví en un periódico y la escondí debajo del sofá de cuero. Luego, a intervalos oportunos, la sacaba y trataba de abrir las puertas cerradas del sótano. Tardé muchas horas en adquirir la destreza necesaria para utilizarla con éxito.

Bianca no llevaba blusa y pantalones cuando trabajaba en el sótano. Poco a poco, empezó a llevar suéteres y faldas que le daban un aspecto mucho más femenino... y menos artístico o bohemio, para expresarlo mejor. Al principio, me sentí algo aturdido ante aquel cambio de aspecto; no era impersonal. Las relaciones entre ambos tampoco eran impersonales, y las circunstancias de nuestra existencia en común me perturbaban ligeramente. No quería lazos sentimentales, ni obligaciones emocionales, pero me encontraba atado, en contra de mi voluntad, a aquella joven, que parecía desear el amor. Era atractiva, afectuosa, divertida, y me había ofrecido su ayuda cuando más la necesitaba. Y pensando en la ayuda con toda honradez, todavía la necesitaba. Al aceptarla, no obstante, no deseaba asumir ninguna obligación personal. En consecuencia, trabajaba hasta el máximo, dentro de mis capacidades, a fin de no estar en deuda con ella, aunque comprendía que pronto tendría que abandonar la casa de Bianca.

Todavía no había llegado el momento, aunque sin duda no tardaría en llegar... lo cual dependía de Amar. Verdad que yo no me acordaba de tal sujeto, ni le reconocería caso de verle, pero él era el responsable de la amenaza, de la persecución que se cernía sobre mí, y llegaría el día en que tendría que escapar a su vigilancia. Y aquel día yo desaparecería.

Mi tiempo y mi paciencia se vieron al fin debidamente recompensados cuando logré hallar el rastro de Rosemary Martin en el Patio Victoriano del hotel Acton-Plaza. Se trataba de un patio altamente adornado, con muchos espejos, muchos mármoles, en donde mucha gente de alto copete se citaba para tomar el té. Al aproximarme por uno de los corredores que corren paralelamente al Patio, Rosemary salía por una puerta situada enfrente de una serie de ascensores. Me apresuré, mas no pude llamarla ni llegar hasta ella, antes de que se metiera en una de las cabinas. Furioso, me quedé delante del indicador de pisos, contemplando con creciente enojo cómo la aguja indicadora se detenía en el tercero, el noveno y el decimoquinto pisos. Rosemary había abandonado el ascensor en una de las tres paradas.

Cuando el ascensor volvió al vestíbulo, estudié con cuidado el rostro del ascensorista, a fin de reconocerle en otra ocasión. Era inútil preguntarle en aquel respecto al joven, por intermedio de mi bloc de preguntas, puesto que el ascensor estaba en constante servicio, y el mozo no tenía tiempo para contestar a mi trabajoso interrogatorio.

Como Rosemary no llevaba abrigo, estaba seguro de que vivía en el hotel. Un retraso hasta conseguir una fotografía suya carecía de importancia, pues con la foto se simplificaría enormemente el interrogatorio del ascensorista. Cuando volví a casa le pregunté a Bianca si tenía algún retrato de su amiga. No tenía ninguno. Le expliqué lo ocurrido en el hotel y por qué necesitaba la foto.

—Tal vez podría conseguirla en la casa donde trabajaba como modelo —sugirió Bianca—. La agencia que le proporcionaba trabajo se llama Gaynor.

Por la mañana, Bianca misma telefoneó a la agencia. Hacía algún tiempo que no sabían nada de Rosemary; la joven no estaba en contacto con ellos ni había conseguido trabajo por su mediación. Había fotos en los archivos de la agencia, que utilizaban con propósitos laborales, y Bianca obtuvo permiso para quedarse con una foto de Rosemary Martin.

—Pasaré a buscarla —concluyó por teléfono—, o tal vez enviaré a alguien en mi nombre, si no les molesta.

Los de la agencia dijeron que no les molestaba.

En la agencia Gaynor había un gran salón repleto de butacas, sillas y bancos ocupados por hombres, mujeres y niños en todas las fases de belleza, distinción y edad; esperaban una entrevista, para ser elegidos como modelos. El retrato de Rosemary Martin, dentro de un sobre de manila, me aguardaba ya en la ventanilla de información; en la foto se la veía elegante, lujosa, y sensualmente deliciosa. Me pareció una excelente interpretación de su personalidad.

Volví al Acton-Plaza. Antes de interrogar al ascensorista, escribí en mi bloc:

«¿Vive esta huésped en el piso 3, 9 ó 15?

Cuando bajó la cabina, aguardé hasta que hubieron salido los pasajeros y me aproximé al mozo. Empecé por entregarle un billete de cinco dólares. Se lo metió en el bolsillo y le di la foto junto con la pregunta preparada de antemano. Tras contemplar la fisonomía de Rosemary y leer el papel, asintió.

—Sí, en el noveno.

«Sabe el número de su habitación?», escribí de nuevo.

Contestó negativamente, no lo sabía.

Entró una pareja de edad en el ascensor, seguida por varios pasajeros más. Todos se mostraban impacientes por llegar a su piso. Sólo tenía tiempo para otra pregunta. Escribí velozmente y le entregué el bloc.

«¿Sabe cómo se llama?»

—No, en absoluto —replicó, devolviéndome el bloc y cerrando la puerta del ascensor en mis narices.

Guardándome la foto, fui hacia el vestíbulo principal donde se hallaba la conserjería. Le enseñé al conserje la foto, y le pregunté si una joven como aquélla estaba inscrita en el piso noveno. Después de leer mi pregunta contestó que lo ignoraba y me rogó que le dijese su nombre; yo no lo sabía, por lo que ambos nos vimos en un callejón sin salida. Era obvio, naturalmente, que Rosemary no utilizaba su verdadero nombre, si Rosemary Martin lo era.

Sin embargo, volví a los ascensores y cogí uno hasta el piso noveno. Al salir, permanecí un momento tratando de trazar un plan, y, al mismo tiempo, grabar en mi cerebro el plano del piso. Por desgracia, no había ninguna ventanilla de información donde poder preguntar. El plano del piso era semejante a un gigantesco tendido eléctrico. Un corredor principal corría a lo largo de los cuatro costados del piso; otros dos corredores menores iban en dirección horizontal, y otros en dirección vertical, dentro del rectángulo principal. En tres de los cuatro corredores había ascensores, siendo por tanto imposible elegir una posición central desde donde ver a la vez todos los ascensores y todos los pasillos. Rosemary Martin podía llegar al noveno piso por cualquiera de los tres rincones del vestíbulo, y salir del ascensor en cualquiera de los tres corredores.

Obviamente, no podía pasar mucho rato deambulando por el piso sin despertar sospechas, ni podía interrogar a las camareras sin que una de ellas lo comunicase a la dirección. Decidí no quedarme en el piso, por lo que bajé y salí del hotel.

Aquella noche visité a Merkle y me contó que había llamado al New Amsterdam Safe Box News, donde había una respuesta a mi anuncio. Parecía extremadamente complacido, y atrasó sus labios, sobre sus dientes manchados de nicotina, para sonreír.

—Iré allá mañana, a la hora de almorzar, y recogeré la respuesta.

Era muy amable al ofrecerse, pues a mí me resultaba difícil presentarme en lugares desconocidos y hablar con alguien, ni siquiera por razones simples. Mi habilidad de pronunciar algunas palabras monosílabas a lo sumo y la escritura de las preguntas en combinación con aquéllas me convertían en objeto de curiosidad. Como mis esfuerzos atraían miradas de sorpresa y después de simpatía, que no deseaba, procuraba evitar estas situaciones embarazosas en lo posible. Cuando las circunstancias eran ineludibles... como en el caso del ascensorista del hotel, actuaba yo, mas siempre que podía, delegaba en mi lugar a Merkle o Bianca. Le agradecí a Merkle su amabilidad y convinimos en que a la noche siguiente iría á su casa a buscar la carta.

A la noche siguiente, después de cenar, llegué a su apartamento y observé que la puerta de la verja estaba entreabierta. Llamé, empujé la puerta y entré.

Merkle estaba sentado en su desvencijada butaca, con una tremenda herida en la cabeza, sobre la sien. Un reloj antiguo, instalado sobre una mesa atestada de mil objetos, indicaba un poco más de las nueve. Merkle solía llegar a casa a las seis y media, según aprecié en las diversas ocasiones en que habíamos cenado juntos, por lo que deduje que debía llevar muerto sólo dos horas y media a lo sumo. La sangre del respaldo de la butaca, de sus hombros y de la alfombra ya estaba seca.

Tenía el cuello de la camisa arrugado, y alguien le había apretado fuertemente la corbata... aunque no lo bastante para estrangularle. Por lo visto, lo habían asido por la garganta, en un apretón poderoso, lo habían empujado hacia la butaca y le habían propinado un formidable golpe encima de la sien. Por un instante, me pareció recordar aquella mano, y mis dedos temblaron al tocar el cuchillo dentro del bolsillo. Sí, lo llevaba conmigo. La frialdad impersonal del acero me tranquilizó y reanudé mi examen.

La herida había sido causada con un objeto pesado, probablemente de metal. No es posible dejar huellas dactilares en un cuerpo o en las ropas, por lo que no vacilé en registrar los bolsillos de Merkle con el fin de encontrar la carta en respuesta a mi anuncio al New Amsterdam Safe Box News. No estaba allí. Al registrar el apartamento, no obstante, me mostré más cuidadoso y trabajé con la mano derecha envuelta en mi pañuelo.

El terrible desorden y la enorme suciedad del apartamento del pobre Merkle fueron una suerte y un obstáculo, a la vez, para mi inspección. Había pocos sitios donde Merkle pudiese archivar o esconder algo, pero sólo tenía que dejar un sobre en cualquier parte para que desapareciese en la confusión general. Sin embargo, mi registro no dio el menor fruto. Antes de marcharme, apagué las luces y, siempre con el pañuelo en la mano, borré mis huellas de la puerta y la verja, y cerré cautamente.

Honradamente, apenas sentía la muerte de Merkle. La vida que llevaba y el porvenir que le esperaba no constituían ninguna perspectiva halagüeña para un ser humano. Se limitaba a respirar, a comer para que sus órganos siguiesen funcionando, y esto no es vivir sino vegetar. Tal vez Merkle fuese feliz así; por lo menos, no era desgraciado.

Tampoco pensé que debía asumir yo la responsabilidad de su muerte. Merkle me había ofrecido su amistad sin desearlo yo especialmente, aunque la había aceptado, y habíase encargado de recoger la carta sin habérselo yo pedido expresamente. Lo cierto era que yo había aceptado su amistad por motivos de conveniencia, y no creía haber traicionado a Merkle ni en vida ni en muerte. Era un ser humano débil, tonto, un necio y, lo mismo que todos los seres humanos, había muerto. Sin embargo, había muerto de un golpe en la cabeza en lugar de pulmonía o una infección renal.

Por la calle, saqué el cuchillo de su funda, empuñándolo con el mango dentro de la mano y la hoja oculta en la manga de la chaqueta. Era posible que no descubriesen el cadáver de Merkle en algún tiempo, posiblemente en varios días. Pero no sabía si su asesino había hallado la respuesta a mi anuncio. Podía haber matado a Merkle accidentalmente antes de hallar la carta, o en un intento fatal por robársela. No sabía, por tanto, si el asesino la tenía o no. El cuchillo, dentro de mi manga, parecía cobrar vida, ardiendo contra la muñeca. Ante mí se extendían las calles de Manhattan, arropadas por la noche azulínea.

«Amar —murmuré para mí—, creo que muy pronto nos veremos frente a frente.»